Siempre me ha gustado asomarme al balcón y también mirar desde la ventana. La mirada se difumina en el paisaje de la ciudad, o del mar, o del campo cuando se está cerca de estos lugares. Es una fuente de inspiración porque lo que se ve en la lejanía hace pensar, inventar alguna historia para acercarse a lo que vemos de lejos.
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Escribo frente a una ventana que da a una calle. De día veo pasar a personas, a peregrinos que hacen el Camino de Santiago, a quienes pasean del brazo, a quienes van al trabajo con prisa, a niñas y niños que corretean por la acera y a sus padres advirtiéndoles de que tengan cuidado.
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Por la noche veo las ventanas encendidas, que sé son de habitaciones de hogares en los que vive gente. Es en esa mirada donde están los problemas sociales no en teorías abstractas, sino en la vida con la vivencia de emociones, con sentimientos que se entrelazan, unas veces con quien está al lado y otras con quien camina lejos.
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Veo la muralla de la ciudad que palpita lejanía en el tiempo. Siempre paso por una parte en la que hay restaurada un trozo de ella que parece una pocholé, y otra no, está vieja, descuidada. En la vieja hay plantas, deformaciones que trasmiten sensación de autenticidad. La arreglada es un muro de piedras redondeadas que parecen que adornan nada más, lo cual me hace recordar lo que leí en un cuadernillo del IES Lancia, «Cuadernos del Noroeste» nº 12, de Philippe Jaccotte (2006) bajo el título «Los cormoranes», en el que dice «los claustros en ruinas son tristes, pero más aún lo son aquellos que ha habido que volver a construir para salvarlos, cuando han perdido todo sentido viviente… dado que ante estas cosas me invade un sentimiento de falsificación, de mentira».
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Veo casas antiguas, de teja, las ruinas traseras de calles que se derrumban y una curiosidad: el tejado de una casa antigua todas las mañanas está lleno de palomas, sin embargo en los de teja de hormigón, en los de las casas modernas ninguna se posa. En todas hay gente dentro de las casas sin que se vea, se produce un vapor de vida que es invisible para la vista, pero que la mirada lo percibe.
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Recuerdo también una historia que lei hace tiempo. Los ingleses que llegaban a américa observaron que las indias de los Algonkinos hacían unas vestidos de tela muy bonitos, pero siempre dejaban un hlo suelto, por donde se podía estropear. Preguntaron que por qué hacen eso y la respuesta fue que en la imperfección está el espíritu de las cosas.
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¿Qué harán, qué piensan los que viven allá, que no sé quienes son?. Las preguntas me sorprenden y aparecen también referencias de viejas lecturas en mi pensamiento, como al ver pasear despacio a personas con parsimonia, la cual ha desaparecido en las grandes urbes. Una pequeña ciudad como en la que vivo fue batalladora, luchó por hacerse un hueco en el mundo, y hoy parece, de lejos, que ha caído en lo que Stefan Zweig llama “somnolencia espiritual”, no se lucha ante las injusticias, sobre todo el caciquismo con que se gobiernan las pequeñas ciudades y a la vez salta una movilización global desde el 15 M, seguro que alguno de quienes va a las asambleas vive tras esas ventanas que veo.
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El peligro de la mirada es hacer de la visión del paisaje una pequeñez de la vida que convierte en cifras lo que existe, en mera estadística sin querer saber qué hay en la persona que está en paro, en la que trabaja. Esa mirada distante que no ve la grandeza de los pequeños puntos que forman el paisaje y que lo reducen todo a intereses es la mirada de la política actual. Ven en el campo un posible negocio, unas pistas de esquí en la montaña, un campeonato de vela en el mar, un apartamento en la costa, un voto en las ventanas o un cliente o unas obras para modernizar las plazas y hacer aparcamientos para los coches.
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La mirada del político actual, que alguno seguro que se asoma a otra de las ventanas que veo, la describe muy bien Felix de Azúa en su obra “Historia de un idiota contada por el mismo” (1986) en la que dice: “Los políticos modernos son incapaces de asumir que no son políticos, sino gerentes y ecónomos sin la menor necesidad de tener ideas”.
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Mirando desde la ventana me doy cuenta de que yo soy una ventana para quien esté en otra, sé que tengo mi historia, que de noche soy la luz encendida que se ve desde otro lugar y entonces me consta que los sueños afloran en todas las ventanas y sigo pasando el rato mirando desde en la que estoy detrás, sin que desde fuera vean mas que un reflejo.
Las ventanas del alma, las más genuinas y significativas que expresan el ser social, afectivo, ideológico, constructor en los roles hacedores de la vida.
Todos tenemos ventanas interiores. Todos podemos asomarnos a ella y mirar. Gracias por recordárnoslo.
Mi memoria es la venta que se abre y me deja viajar por lugares conocidos o imaginarios. El despertar abro los ojos y fluyen las imágenes que una vez vi a través de una ventana, son amigos, ríos, montañas, caras, edificios y en cada uno hay muchas personas que nunca conocí pero que dejaron la memoria que se refleja en la ventana de mis ojos.
Cuando llegue a León, lo primero que hice fue mover la cortina y de pronto una gran bandera española enfocó mi atención, que luego Ramiro me diría que era la estación policial (Gobierno militar).
Cuando llegamos a Granada al abrir la ventana La Alhambra se hizo presente y dejo de ser una imagen en postales a una realidad o más bien, fue un sueño realizado, pues ese lugar era uno de los que siempre pensé en visitar.
Las ventanas de la Gran Catedral de León no nos deja ver a través de ellas, sino que más bien nos hacen ver la belleza de los rayos del sol y el color que brilla al atardecer.
Darle las gracias al autor por traer tantas memorias de nuestro paseo a León y las tantas ventanas o en este caso las puertas que él hizo abrir.