Cuando buscamos el tiempo perdido no es aquel que no está, sino el que hemos vivido, el que podemos encontrar a través de los recuerdos, el que como el último tomo de Proust se convierte en el tiempo recobrado.
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La muerte de alguien querido nos lleva a recordar, lo cual es más que una imagen, es vivir el recuerdo, porque está lleno de sensaciones, de sentimientos, de rincones muy pequeños que se hacen grandes en la ausencia de la persona que ha dejado de existir y ¡vienen tantas cosas a la cabeza!, que pasan, que reviven sin ya estar, pero la palabra las hace visible.
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Me gustaría que se vieran dos cosas, una de ellas la hablé con Encina, en relación a su lucha por recuperar la memoria histórica, que es recuperar la dignidad de una sociedad que calla como si nada hubiera pasado, como si se enterrasen los horrores con sólo no verlo. Hablamos de que la memoria histórica no es algo del pasado, sino que define el presente porque lo que dejamos en la oscuridad se convierten en fantasmas de hoy, en represión de hoy, como se reprime el inconsciente y sin embargo interviene sin saberlo en nuestra conducta, lo mismo pasa con la sociedad. Coincidiendo en la visión de esa memoria, que es presente y futuro acurrucados en el pasado, para rememorar aquel dicho de que los vivos exigen justicia, los muertos la verdad, a la que ella ha dado voz, imagen, Historia y justicia.
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Y Encina ha querido formar parte de esa memoria dejando su estela en el monumento a los represaliados en Pola de Gordón. Un último gesto que hace que esa memoria siga cabalgando, porque la memoria no es sobre los muertos, sino de los vivos, los que vivieron y los que hoy vivimos, porque tener memoria es llenar de alma la historia. Lo contrario es la enfermedad que impide que tengamos una identidad, y quien carece de memoria lo deforma todo, es una sociedad enferma que Encina se empeñó en sanar. Tal es su huella, su vida, que como dijo el poeta es el camino que has de dejar, son tus huellas el camino y nada más.
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Y una segunda cosa que vi en Encina, aquello que se ve cuando se mira con perspectiva: luchar no siempre son las barricadas, no es contra el otro, aunque le duela, luchar es hacer cosas, muchas pequeñas cosas y a veces grandes, y es saber que mucha gente luchó por un mundo mejor y los mataron, y esa lucha vuelve en forma de memoria histórica y nos hace compañeros de ellos y de nosotros mismos.
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Y a pesar de todo, levantando la losa de la Historia, quitando las caretas de los políticos, luchando con voz calmada y serena, pero firme y con los datos en la mano y queriéndolo contar para llenar un presente vacío, Encina sonreía. Su sonrisa es la bandera que ondea en lo invisible. Su lucha un paso más en un largo camino, tal vez infinito, pero un paso más. Y su fuerza la del rayo de luz que empuja la oscuridad, la que aparta lo oscuro para que todos veamos.
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Y al recordar a Encina también recuerdo que me hizo gracia su nombre, el de un árbol robusto, perenne, que ahí está, forma parte del paisaje y él por sí mismo es paisaje. Encina, como el árbol de su nombre, crece y tiene corazón en el recuerdo, en la memoria, en la memoria personal y en la memoria histórica. Un árbol que es testigo de los tiempos, refugio del viento, donde los pájaros cantan y las hierbas se acomodan. Un árbol cuyas raíces buscan el agua entre las piedras, cuya belleza es ser él.
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Si tuviera que buscar un símbolo para esta mujer, Encina Cendón, sería su nombre de árbol: Encina.
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Si tuviera que buscar una palabra que la definiese, que no dejase nada de ella fuera sería: siempre.
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Hasta siempre, Encina.