La palabra «muerte»

Cuadro de IsabelaMe resulta curioso que durante casi tres meses en un hospital, acompañando los últimos momentos de un familiar casi centenario, no he oído la palabra “muerte”.

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Sí sobre una descompensación general del organismo, encharcamiento de los pulmones, una arritmia incontrolable, un proceso hipoglucémico sin una causa clara, etc, etc… Al final no ha muerto: ha fallecido. No es lo mismo. La muerte nos pertenece como sujetos. El fallecimiento es, como oí decir, que “no podemos hacer nada más”, es decir fallan todas las medidas posibles de la farmacopea médica para seguir con vida. Fallecer forma parte del mundo técnico y científico. Nos roban la muerte.

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No es baladí este tema sobre la palabra «muerte». Ya Sartre afirma “vivimos para la muerte”, algo obvio pero no tanto, porque no es que sea el sentido de vivir, esa “pasión inútil” que dice Sartre (pasión al fin y al cabo). Sin la muerte como fin consciente no podemos ser auténticos con lo que hacemos, ni ante lo que sentimos y tampoco sobre aquello que vivimos. Los escondrijos de la palabra «muerte» se adueñan de nosotros y se convierte en el fondo sobre el cual construimos nuestro «ser-en-el-mundo», pero es un mundo vacuo en el que no es posible comprometernos con la libertad.

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Una sociedad obsesionada con la muerte crea un mundo fanático, como pasa cuando la religión es el centro de la sociedad, igual que para quienes hacen de la muerte una herramienta para sus fines políticos o económicos. Pero una sociedad que obvia el hecho de morir es una sociedad banal, vacía, incapaz de hacer nada sino dejarse llevar. Sólo puede consumir, quejarse, lloriquear, autocompadecerse cada cual, atrofiar los sentimientos y hacer del amor una conducta y del desamor rabia. Una rabia que puede impulsar a matar sin la muerte, como el hastío, sólo como un acto más ante una propiedad perdida.

cementeriocabrera.

Morir cuando se ha cumplido el ciclo de la vida es un acto hermoso, tiene una belleza de la que no se puede hablar, que causa horror que se mencione. Otra cosa es la muerte de accidente, de enfermedad, cuya fealdad y horror es que se ha cortado una vida, incluso una parte de quien está cerca de la persona que pierde la vida, cuando ésta no ha desarrollado en todo su potencial, pero cuando esto sí que ha ocurrido es el ocaso de vivir, supone una agonía que se convierte en un paisaje en el que respirar se agarra al aire, los latidos se esfuerzan por seguir, la debilidad del cuerpo anuncia el último suspiro, el “suspiro del ángel” acompañado de una relajación que permite ver su movimiento y la blancura de la piel. Y se deja de respirar, ya no late el corazón. Ha muerto. ¡Perdón, perdón!, no hay que usar esta palabra, mejor lo que se dice: «lo siento», «le acompaño el sentimiento», «se veía venir».

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Vivimos en una sociedad absurda: el cruel es quien pronuncia la palabra… ¿cuál?, «ésa». Es sádico quien ve la belleza de un cuerpo cuando está muriendo…, aunque sienta pena, aunque los recuerdos reboten y se hagan eco… Da lo mismo, somos unos imbéciles y egoístas incapaces de morir por haber vivido, incapaces de amar en todas sus formas y con todas sus consecuencias, incapaces de luchar para reafirmar nuestras ideas… y vivimos escondidos de nosotros mismos y escondemos morir, por lo tanto, también vivir. cuadro París¡Estoy harto!. La normalidad es un disfraz, pero no hay por qué llevar la careta todo el rato.

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No es la muerte lo que nos hace ser, sino saber de ella, incorporar morir como un hecho venidero más, no el centro, sino lo que le corresponde a existir. Y la huella que deja una persona querida es un eco de silencio, sí. Pero la vida sigue. Podemos aprender en silencio, sin el cual lo demás es la inercia.

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Callemos, no digamos nada. Disculpadme por estas palabras, pero como sé que voy a morir, antes o después, escribo lo que me da la gana, porque quiero vivir mientras que escribo y en mis palabras. Salud.

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4 comentarios en “La palabra «muerte»

  1. La culpa es del aire acondicionado. De verdad que sí. Cuando había que viajar de Segovia a Madrid a lomos de un mulo y te llovía por encima, y en el Guadarrama te pillaba el granizo y la pulmonía, llegabas a Madrid para sanar o morir. Entonces la vida era más intensa, más breve pero más intensa, por eso había mejores músicos, pintores, filósofos y no digamos escritores. La vida, con mayor o menor fortuna, te atravesaba. Hoy desayunas en camiseta en un camarote contemplando el baño de los pingüinos. También sucede con los soldados; entonces no había estrés postraumático, hoy, sin embargo: «Según el Departamento para los Asuntos de los Veteranos, 18 veteranos de guerra se suicidan a diario de promedio, mientras que muchos otros fracasan en el intento. El año pasado el 20% de los 30.000 suicidios registrados en EE.UU. lo cometieron soldados o veteranos.

    http://actualidad.rt.com/actualidad/view/37087-Tendencias-suicidas-peor-bot%C3%ADn-de-guerra-del-ej%C3%A9rcito-de-EE.-UU.

    La vida era terriblemente dura, así que desde la más tierna infancia veías la muerte a tu alrededor, y no tenía sentido que te la ocultaran. Los niños veían morir a sus familiares en casa, y convivían con el llanto y la pena. Hoy, a unos padres que hicieran algo así les quitarían a patria potestad. Pasa también con los soldados: hay que desprogramarlos de la vida y programarlos para matar; sin embargo después del servicio militar parece ser que cuando los resetean se encuentran con sorpresas. Antes no era así: se le daban clases de esgrima y armas de fuego y luego, como aun rezaban las cartillas militares de los que hicimos la mili, el valor se le supone, es decir, que había que esperar a la guerra para ver si las apariencias del soldado eran o no ciertas. Pero como la vida ya era dura desde que nacías, la guerra no dejaba de ser una manera de vivir como otra cualquiera. Incluso con aventuras.

    Hoy, dada la saturación de estímulos que padecemos, entendemos por intensidad la vida estresante, la que antaño no existía. A lo más que aspiramos es a una vida cómoda; en aquel entonces era imposible, salvo para la nobleza, y aun así la mortandad era elevada. No había comodidades y todos eran conscientes que la vida valía poco; por contra la muerte estaba omnipresente. Venía buena cosecha y se holgaba y disfrutaba hasta la siguiente, que si venía mala traería hambre y muerte. De ahí el carpe diem.

    Hoy mueres y todo el mundo se pone nervioso. Los familiares suplican que el muerto desaparezca cuanto antes. Que lo incineren y que el esqueleto lo molturen de inmediato, y luego ya nos encargaremos de dejar la molienda por ahí.

    Hoy, sufrir es pecado, y no ser feliz el mayor pecado que un hombre puede cometer, que escribía Borges. Antes, si pintaban oros o copas, disfrutabas; si bastos o espadas, a joderse y aguantarse. Hoy no, si te pintan bastos eres un puto desgraciao, en el mejor de los casos digno solo de lástima. Con estos principios nadie se puede extrañar de lo que cuenta Ramiro. Morirse no es el último acto vital, sino una desgracia, incluso para el muerto; por eso fallecemos, no morimos.

  2. Hay una aprensión tan grande a la muerte, ya sea entendida como final o cambio, que solemos escandalizarnos porque alguna empresa esté en fase terminal o porque el mismo estado agonice acribillado a deudas. Hasta la quiebra de todo aquello que su propia entropía ha conducido hasta el final está prohibida. Hay que posponerla aunque suponga mermar las posibilidades de que nuevas entropías crezcan a sus márgenes. Lo mismo en el caso de los sujetos de hecho y derecho. Hay que prolongarles la vida aunque sea medio año y aunque a los sanos les cueste un ríñón a base de tratamientos.

  3. Muy bueno. Como dije hace unos ciento sesenta años en mi ensayo «Apología del capitán John Brown»: «Es preciso haber vivido para poder morir. Algunos simplemente se pudren bajo la tierra exactamente igual que antes se habían podrido sobre ella». Tremendo, pero cierto. Vivimos en un mundo de zombies, muertos vivientes que deambulan por las calles sin diferenciarse de los muertos de los cementerios en otra cosa que no sea el hecho de que aún mantienen sus constantes vitales. Más de uno, como Don Juan Tenorio, asisten impávidos a su propio funeral, sin tener la suerte de tener al lado a un Comendador que les ponga al tanto: «Es tu propio entierro el que pasa».

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