Cada vez estoy más convencido de que los recuerdos no sólo son una construcción que hacemos, sino que los inventamos. Definen y delimitan nuestro presente y futuro. Creemos que nuestro recuerdo es recuerdo y tomamos por experiencia aquello que imaginamos o que nos han colocado desde fuera, sin que seamos conscientes.
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El problema es que este mecanismo engañoso del cerebro, una especie de efecto óptico psicológico, nos impide crear nuestras vidas, elegir cómo queremos ser y actuar.
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Al pasar de los cincuenta años recapitulamos y miramos lo que ha pasado, pero no tal como dice Antonio Machado: “... y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar”. Así es, pero esa “vista atrás” acaba marcándonos el camino, con lo cual nos encierra en una especie de destino que nos define y acorrala.
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Como explica el psiquiatra Eric Berne, la experiencia la convertimos en un guión que acabamos siguiendo, encierra y dirige nuestra conducta, pero también nuestros sentimientos, y la manera de pensar y de relacionarnos. Creemos que lo que hacemos es algo que decidimos, o que es la experiencia lo que nos ha convertido en lo que somos. Una de las cuestiones que plantea Berne es liberarnos de nuestros guiones, que nos han ido metiendo en el cerebro desde fuera: “tu no vales”, “no te metas en líos”, “cuidado con los hombres”, “no te fíes”, “las mujeres van a lo que van”, “son unos chupones”, «se van aprovechar de ti», “no merece la pena…”, “la vida es así”, «ya verás», “nadie te lo va a agradecer”, “tienes que sacrificarte”, etc. Son mensajes que anclan los guiones que luego representamos porque se convierten en mandatos que obedecemos sin cuestionar porque no sabemos que lo son. Si somos conscientes de ello podremos actuar y pensar eligiendo nuevas situaciones.
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Una amiga con la que hablo me percato de que responde a su situación presente con un guión del pasado e interpreta su presente de acuerdo a sus vivencias, como si fueran una carga que no pudiera quitarse de encima. Cuando no encaja lo que mira desde su pasado con lo que hace acaba diciendo “soy tonta”, lo cual es el título de un guión, porque cada cual es como es. Otro amigo es incapaz de disfrutar de sus pequeños triunfos porque le han enseñado a ser un desgraciado, un perdedor y siempre encuentra algo por lo que sufrir, o se lo inventa y para hacerlo real busca mil justificaciones: “no, pero es que…”. Os voy a contar su caso, se llama Pedrulo: Un joven que fue pobre, que cobró la ayuda mínima de inserción. Le había tocado la lotería, ¡muchísimo dinero!, pero estaba apenado, triste. Le dije que se dejase de rollos, que trajera una botella de champán, que lo íbamos a celebrar. Pero él decía que no le entiendo: ¿y si me lo roban?. Encima se cuestionó haber comprado un décimo de lotería siendo pobre, en lugar de haber comprado más comida, lo que le hizo pedir dinero a sus amigos. Todavía más, sufría porque pensaba que le iban a querer por su dinero y no por él. Llora porque no ve justo que le hubiese tocado tanto dinero con la pobreza que hay en el mundo. Sufrió de pobre, sufre de rico. Le acabo de llamar por teléfono y me dice que no le haga caso, que es que no sabe qué le pasa ni por qué no deja de lamentarse.
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En su obra “Los falsos recuerdos”, Margarita Diges observa varios aspectos en los que la memoria es condicionada de tal manera que se recuerdan datos y la misma realidad como si hubieran sido ciertos. La falsa memoria es para el sujeto tan real como la memoria correcta, debido que el sujeto no es capaz de distinguir una memoria real (lo percibido) de una memoria irreal (lo sugerido)”.
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En el cineforum de la CGT los viernes en León vi la película “Niebla en el pasado” (1942), dirigida por Mervyn LeRoy y protagonizada por Ronald Colman y Greer Garson. Un soldado pierde su memoria por un accidente. Se relaciona con una mujer a la que quiere y con la que se casa. Al cabo de unos años sufre otro accidente y pierde la memoria de los años vividos con ella, pero recupera la anterior. Su pareja le busca, pero él no la reconoce y no la ama, aunque se casa con ella porque es una secretaria eficaz. Al recobrar la memoria la vuelve a querer. ¿Los sentimientos están en los recuerdos o dependen de ellos?. A veces se ama el recuerdo y olvidamos sentir. O como dice la canción de Julio Iglesias: “me olvidé de vivir…”.
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Cuando Marcel Proust escribe «En busca del tiempo perdido» hace una arqueología del recuerdo. El sabor de una magdalena mojada en el té hace que invente toda una historia, y una forma de amar, es capaz de crear un recuerdo, de ahí su fuerza narrativa. El tiempo perdido es el recuerdo, frente al otro yo sumergido en el presente: el tiempo vivido. La literatura nos hace percibir nuevas formas de tiempo, hace presente el recuerdo no recordado, pero inventado y es entonces que abre la ventana de nuestra vida a nuevas dimensiones. La poesía no nos hace recordar, sino que inventa nuevos egos, nuevas formas de sentir. Por eso es peligrosa.
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El recuerdo invade nuestro presente, distorsiona la realidad y lo convertimos en nuestra ideología personal que llamamos “experiencia”, por eso el punto 15 de las tesis aprobadas en el Mayo del 68 plantea: “contemos sólo con nuestra falta de madurez (de experiencia) para aclarar las ideas”.
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Es cierto que tenemos una propensión de la personalidad hacia los recuerdos y lo vivido y que esto nos condiciona. Pero la publicidad y los medios también nos condicionan en nuestros deseos, es decir también tenemos idealizados nuestros deseos y expectativas y cuando las cumplimos no somos felices, porque esos deseos en la mayoría de los casos no corresponden con nuestras vivencias y formas de ser, sino con la felicidad proyectada por los medios.
¿Por qué debería de ser feliz porque le toca la lotería?.
Un saludo
De lo más interesante. Lo suscribo todo. Lo difícil es aplicar la teoría, también la de tu maravilloso texto. En eso estoy…
Lo que dices estaría en sintonía con el verso de Julio Llamazares en La lentitud de los bueyes: «En el recuerdo está el origen de la autodestrucción». Yo no lo veo tan claro. De hecho, creo que somos la suma de nuestros recuerdos. Lo importante es que conservemos la iniciativa en la fábrica de nosotros mismos a través de los recuerdos, sin permitir que éstos nos atormenten o nos obsesionen.
Hecha esta salvedad, ¿qué tiene de malo un cierto grado de distorsión poética? Pintar una vida es lo más parecido a pintar un cuadro. No soy capaz de imaginar tragedia mayor, ni siquiera la muerte, que el ser testigo de cómo ese cuadro se va desdibujando o difuminando, por culpa del Alzheimer o la amnesia. Renunciar voluntariamente a los recuerdos dañinos puede ser una buena terapia. Verse privado de ellos a la fuerza la mayor desposesión.
Soy partidario yo también de enterrar en el olvido todo lo que nos impide progresar como individuos, pero sin renunciar drásticamente a nuestra identidad. Como dijeran los antiguos, en el medio está la virtud.
Recordamos porque olvidamos. De no ser así estaríamos como Funes el memorioso, de Borges. No nos queda otro remedio que recomponer fragmentos del pasado. Incluso de lo que hicimos esta mañana. Por tanto hay un relato, que es el que sobrevive.
La cuestión es que pensamos que es un retrato real, cuando no lo es. Y sobrevive nuestro presente deformado, por decirlo de alguna manera secuestrado, pienso. Tómalo como una elucubración.
Yo siempre procuro mirar al pasado atendiendo a un hecho puntual: un día, una tarde, una conversación. Trato de buscar algo parecido a lo que sucede en el duermevela. Seguro que tú, como todos, has disfrutado de ese escaso minuto que separa la vigilia del sueño. Vuelven de improviso, sin razón alguna, recuerdos que no sabías que estaban ahí, con esa luz, ese color. Por venir, a veces parece que viene hasta el olor de ese instante que el cerebro saca de nuestro olvido. Qué pena que no dure más, ¿verdad? Baudelaire: «(…) es una especie de muerte sabrosa en que el dormido, despierto a medias, saborea los placeres de su aniquilamiento». Y eso que no siempre esos recuerdos son agradables. Hay veces que uno recupera el estado de vigilia porque el cerebro te pone en alerta.
Si tengo que establecer un juicio sobre el pasado, me pierdo. Acierto cuando tengo que valorar aquella etapa, si predominó lo bueno o lo malo, pero eso es tan genérico que no vale nada. Ni lo bueno ni lo malo tienen por que ser verdad concluyente, porque a veces de lo malo, o del sufrimiento, se aprende mucho más que de lo bueno, del bienestar. Además juzgar suele alejarnos de la verdad. Es como la historia: si juzgas, no se entiende nada de lo que lees, o bien se entiende todo demasiado bien, lo cual todavía es más sospechoso. El juicio moral te asalta continuamente, pero tienes que dejarlo para el final; mientras piensas (o lees), lo apartas.
Un buen novelista o director de cine sabe ponerte del lado del ladrón, incluso del malo, pero es que lo vemos desde fuera, sin embargo cuando pensamos en nosotros mismos, en aquello en lo que hemos tomado parte, en lo nuestro, no acertamos a ver con esa claridad, porque no es una sola historia que nos cuentan, ya que en nosotros hay muchas historias, y contradictorias.