Dialogar

Hace unos días asistí a un diálogo filosófico, de los que se realizan en la biblioteca pública de León. Su dinamizador, Miguel Ángel Castro Merino, preguntó ¿qué es dialogar?, en relación con Sócrates y sus diĺogos recogidos por Πλάτων. Lanzó la pregunta: “¿Es posible el diálogo?.

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A lo largo del debate pienso que se confundió lo que es un diálogo con comunicar. Como suele pasar, al finalizar el acto fue cuando se me ocurrieron varias ideas, “tenía que haber dicho…”. La misma palabra se explica a sí misma: “a través de la palabra”, pero no la palabra dicha, sino la palabra pensada, razonada… Dialogar es «a través de la razón».

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Hace un tiempo escribí sobre diálogos interiores: aquellos que se hacen en la distancia con alguien y suelen ser fuente de inspiración para escribir. Brotan desde los sentimientos. Pero ¿dialogar?. De algún manera es razonar, pensar, pero las ideas no salen en sí mismas ni manan del cerebro. El diálogo interior es sobre lo profundo de cada cual. No lo pensamos sino que surge.  El diálogo es reflexionar sobre lo que nos rodea, sobre nuestro entorno. Exige la voluntad de hacerlo y solemos comunicarlo con los demás.  Por eso se suele asociar diĺogo con conversar. 

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Inmerso en tales reflexiones al llegar a mi casa me di cuenta de que razonar es abrir interrogantes a las ideas y a nuestra conducta. Lo dije en aquel debate: ¡Es lo que hizo Sócrates!, por eso le condenaron a morir. «Y hoy lo volveríamos a condenar y a matar», insistí. Este filósofo, que marca una frontera entre lo anterior a él (presocráticos) y lo posterior, fue acusado de corromper a los jóvenes. ¿Por qué?. Porque preguntó. La pregunta nos descubre y hace visible lo que hacemos realmente. Por ese motivo nos da miedo interrogarnos, e incomoda a los demás que les hagamos preguntas.

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Durante aquella reunión dije «¿y si preguntamos, por ejemplo, al profesorado por qué imparte clases?. Realizada así la pregunta diríamos que para enseñar, para que se formen los alumnos», pero si repito la pregunta, e insistí y volví a preguntar, o sea dialogué, y repetí la pregunta. Di la respuesta: «para cobrar un sueldo fijo, para asegurarme un empleo. ¿O no se hacen para eso las oposiciones?. A Sócrates no le hubieran servido los atajos, porque volvería a preguntar. No, es para ser útil a la sociedad… dirán.  ¿Y no enseñarías igual hablando con jóvenes en un parque?, cuestionaría Sócrates la respuesta. Pero de esta manera no cobras….

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«¿Y si preguntamos al alumnado que por qué va clase?. «Para labrarme un futuro», sería la respuesta. Y para aprender y conocer la realidad y tener un trabajo cuando sea mayor y bla, bla, bla … Pero vamos a clase porque nos llevan nuestras padres, y nos llevan porque es obligatorio por la ley…. De estas preguntas debería partir cualquier inicio de curso si deseáramos aprender desde la realidad concreta, pero se cumple un programa y nadie pregunta nada, nadie dialoga, hablamos, nos dictan apuntes. ¿Ha preguntado algún profesor a sus alumnas y alumnos ¿qué quieren aprender?. Lo dije. Y volví a reiterar que si Sócrates volviera a preguntar le mataríamos hoy también. En la sala estuvieron muchos profesores y profesoras, y estudiantes.

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La respuesta a mi pregunta fue el silencio, se cambió muy hábilmente de tema y bebí la cicuta del desprecio, de pasar todos el capote por la reflexión que hice. Estuvieron a punto de ponerse a bailar un tango, pero se acabó el tiempo. Aprendí la lección: Al día siguiente bailé en la plaza que hay al lado de mi casa. ¡Si Schopenhauer levantara la cabeza!. Mi pareja, desde el balcón, dijo ¡no hagas el tonto!. Pero lo hice. Se arremolinó mucha gente. Supongo que creyeron que me había vuelto loco. Sin música ¿como bailar?. ¡Bailé un tango!. Y encima, yo solito, con una bailarina imaginaria.

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Aprendí lo que es dialogar: preguntar sin que haya respuesta, y si la hubiere, preguntar sobre lo respondido. Por eso Platón llegó al mundo de las Ideas.

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Había dejado de bailar cuando algunos de los que formaron el corrillo a mi alrededor aplaudieron, supongo que de cachondeo. Pero me quedé mirando a cada uno. Fueron segundos de un silencio tenso. Cada cual se fue por su lado. Pero hubimos dialogado, porque todos se preguntaron ¿por qué se ha puesto a bailar este muchacho de nariz almidonada, de barba canosa y la faz altiva y oronda con su mirada titilante?.

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Al volver a casa me puse a escribir. Espero dialogar con el lector si es que se pregunta ¿por qué has escrito esto?. Me hago el mismo interrogante y pienso que seguiríamos dando la cicuta a Sócrates. ¿Por qué?... ¿Por qué lo pienso?, ¿por qué le mataríamos otra vez?, ¿por qué lo pregunto? …

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