Parece que el pesimismo y sentirnos mal es la fuerza de gravedad anímica. Parece que es el estado general sobre lo cual suceden los demás: la euforia, la alegría, las ganas de hacer cosas por iniciativa propia, confiar en los demás. Da la sensación de que sonreír es un fogonazo. Las pequeñas derrotas cotidianas que vemos infinitas y las noticias que aparecen del mundo sirven de coartada para la infelicidad, pero creemos que son la causa.
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La respuesta a una desgracia debería ser el optimismo, una cierta alegría para superar el mal que nos acecha o afecta. Pero hasta en los momentos de dicha la euforia es pasajera, en el fondo se ha instalado la desgracia en nuestro ser individual y en el que vivimos junto a los demás.
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Pienso que confluyen varios aspectos que han acabado por dominar nuestra mente y que no nos planteamos, no paramos a pensar en ello, cuando afecta a nuestra vida diaria, a la participación política, a la cultura, a nuestras relaciones con los demás.
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Por un lado aprendamos a ser infelices, de manera que el desánimo parece el estado natural, cuando es un ánimo adquirido. El cual es reforzado con la conducta social, porque parecer optimista y alegre da la imagen de ser un ingenuo, una especie de gilipollas que no sabe donde vive, un iluso. Y si es una mujer la animosa y simpática se traduce como una conducta casquivana, “de vida alegre”. El mismo lenguaje nos delata. La tristeza da un halo de intelectualidad y el cabreo de rebelde, cuando más bien es lo contrario, pero la apariencia es la apariencia.
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Aprendemos a ser infelices porque nuestros padres proyectan nuestro ser desde que nacemos al futuro. Luego renunciamos al presente en favor del día de mañana, que siempre tendrá otro mañana desde el cual desentendernos de nuestro aquí y ahora. Lo compensamos con refugiarnos en el pasado, donde se insta la melancolía y lo convertimos en un ancla para nuestra justificar y acoger nuestra desdicha. Todo el sistema de enseñanza se fundamenta en lo que vayamos a ser el día e mañana.
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El análisis transaccional de Eric Berne, como el budismo coinciden en que la pérdida del presente hace que la felicidad se escabulla, porque no podemos saborear el aquí y ahora, no sabemos que podemos aprender de la situación mala vivida, pero las demás proyecciones al pasado o al futuro son pantallas que nos hacen activar los miedos, la inseguridad, el rencor, la rabia, la tristeza, sea en relación al pasado o en relación a lo que está por venir.
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El problema es que no sabemos vivir lo inmediato porque no nos han enseñado a hacerlo y a veces es necesario desprender lo aprendido, lo cual no es fácil porque hemos caído en una inercia que incluye la del pensamiento: justificar nuestro estado y ver la necesidad de hipotecar cada momento al futuro, o cargar con lo pasado como si fuera un fardo que crece día a día.
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El resultad es que no hay esperanza. De esta manera reforzamos la desgracia, damos un cariz ideológico o doctrinal a la infelicidad: no se puede hacer nada, la vida es un valle de lágrimas, no hay salida, todo va a seguir igual, etc. Entramos en la profecía autocumplida. “Es una pena, pero ¿qué vamos a hacer”, oigo decir permanentemente ante cualquier situación que nos aplasta, incapaces de reaccionar. Porque no es el resultad de una acción lo que nos hará estar contentos, sino la actitud. Y ésta se adquiere. Y se decide. Es un acto de voluntad. Pero lo relegamos a “lo que se nos viene encima”.¿Como voy a estar alegre si… ?. Son muchas las coletillas y los dichos en las que nos apoyamos, que nos salen casi sin pensar,porque los tenemos instalados dentro de nuestro pensamiento.
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Muchas cosas que construimos se derrumban por el pesimismo, por el derrotismo, por la apatía. Desde una relación personal, se cual sea, a proyectos o actos que hemos impulsado o en los que hemos participado con ilusión. Nos desilusionamos con una facilidad pasmosa, lo cual refuerza nuestra desgracia. Creemos que por eso que nos ha pasado somos infelices, o por cómo se comporta la gente que nos rodea, cuando es al revés: la infelicidad hace que suceda aquello que no queremos.Pero que en el fondo buscamos para mantener la desgracia como eje de nuestra vida.
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Por otro lado llevamos una carga ancestral de necesidad de sacrificio, de lucha contra las inclemencias de todo tipo, a lo largo de la evolución humana que nos hace ser una especie infeliz porque somos consciente de nuestro estad anímico y porque podemos proyectar el tiempo fuera de una percepción animal, o sea instintiva. De ahí deriva la cultura como elemento eternizante, como la superposición del tiempo pasado (tradición, Historia, costumbre), con el futuro (progreso, desarrolla, la gloria, el avance). Casi no existen actos sociales para el presente, y muchos menos elementos históricos sobre lo presencial. Por esta razón la política fracasa, se hacen estrategias de Poder sobre la base de anular el presente de cara al futuro o por derecho de un pasado que es “necesario” recuperar. Sin el aquí y el ahora cualquier proyecto colectivo fracasará porque sólo servirá para alimentar nuestra infelicidad.
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Estas cuestiones tienen un fundamento ancestral que se ha instalado en nuestra mente. Pensamos atrapados en la infelicidad, por lo cual todo lo que se deriva de la misma es para seguir en este estado, sea colectivo o personal.
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No son los sucesos ni los sentimientos no alcanzados en sus objetivos, los que nos crean un estado de infelicidad, sino que la desgracia que sembramos y colocamos en nosotros hace que el amor no llegue nunca porque cuando llega lo destruimos para ser infelices, los logros conseguidos se desvanecen o quedan a medio camino para mantener nuestro estado de pena perpetua. Nada nos conmueve, nada que nos hace felices…Y encima lo disimulamos. Hacemos de la alegría, de estar a gusto una pose, una apariencia. Semejante falsificación hace que alejemos más ser felices. Lo cual no es ante nadie, sino para cada uno de nosotros.
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En semejantes circunstancias los cambios, sean a nivel individual, colectivos o sociales… de nada sirven, porque todo vuelve al redil de la desgracia. Pero creemos que hacemos las cosas para ser felices. No es así. Tal es el engaño y la infelicidad. Freud analizó, al estudiar el inconsciente, que la especie humana no destruye su entorno para sobrevivir, sino que vive para destruir. La tragedia griega convirtió esta situación de nuestro mundo interior en un destino, cuando no es sino una percepción psicológica que perpetuamos, una programación mental y de las emociones que nos afecta hasta que seamos capaces de cambiar nuestra mirada, no nuestros ojos.
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Parafraseando a san Agustín de Hipona, cuando dice “ama y haz lo que quieras”; yo te diría: sé feliz y luego haz lo que te dé la gana, seguro que, al menos, sirve para hacer más agradable la vida a los demás, si quieren. No estará de más intentarlo.
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«A veces la ciudad me parece siniestra. Hay una multitud sepultada en la niebla, dispuestos a estafar, a engañar y a mentir»… (Barón Rojo)
Yo diría que la clave del porqué de la infelicidad nos la podría proporcionar el siguiente verso de una canción del grupo de rock Bloque: «Me educan para fingir, para engañar y morir». O sea, para cumplir una determinada función y ser llevados al desguace una vez que dejemos de ser útiles para el sistema.
Se trata esencialmente de una educación para la muerte, más que para la vida. Consecuencia: casi todos los humanos acabamos convirtiéndonos en el reverso de aquello con lo que soñábamos en nuestra juventud. Y en una reproducción fiel de lo que aborrecíamos.