Terminé de hacer unas gestiones en Alcalá de Henarés y me quedó tiempo hasta la tarde que iba a escuchar a varixs amigxs del Ágora de la Poesía a un taller de versos. Decidí pasear por aquella ciudad, perderme en ella. Pasear. Quise entrar en un edificio muy bonito dedicado al cardenal Cisneros, pero no pude: hay que pagar.
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En una casona en relación al escritor Miguel de Cervantes, otro tanto. Un edificio de un archivo histórico igual. Protesté. “Lo sentimos mucho, son las normas”, fue la respuesta aséptica de un funcionario. En otras circunstancias y en otras ciudades aludí a mi condición de parado y de familia numerosa y, en alguna ocasión, personas concretas que estaban en la entrada me han dejado pasar. Pero aquel día quise pasear, solamente pasear.
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No ver algo da la ocasión de ver otras cosas que no esperas. La realidad inventa situaciones que luego quieres contar y no sabemos hacerlo. Parecen inventadas, cuando forman parte de la misma realidad.
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Me crucé con un señor de una barba larguísima, que le llega casi a la cintura. No sé si es que le miré o qué, que me saludó con un gesto y una sonrisa. Horas después me había tumbado en un banco de la plaza “Los Santos Niños”. Una especie de siesta al aire libre. Cerca iba a ser el recital de poesía con poetas de León, Alcalá de Henares, Toledo, Valladolid, Madrid.
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Tres señoras se pusieron a hablar a mi lado sobre mi falta de vergüenza y de decoro. Me hice el dormido. No quise historias de ningún tipo. “No tiene pintas de vagabundo, es un ¡sinvergüenza”. Y hasta quisieron llamar a la policía. Seguí haciéndome el dormido. Debió de acercarse más gente. Un señor opinó que a lo mejor estaba enfermo. “¡Enfermo!, con el lustre que tiene, ¡ni hablar!, es un mal educado, ¡un cara dura!”. Y erre que erre. Me empezaron a entrar ganas de intervenir. Pero quise tranquilidad porque me estaba dando el sol y estaba muy a gusto. Llegué paseando. Una chica en un banco de al lado hizo dibujos muy bonitos para vender. Oí jugar a lo lejos a niñxs en la plaza.
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Un señor de voz aguda dijo muy pacientemente a los señoras: “si está tumbado será porque lo necesita”. “¡Ya!”, oí exclamar con cierto enfado. Esperé unos minutos, hasta darme cuenta de que ya no hubo nadie a mi alrededor. Vi a cierta distancia a aquel señor de la barba de la mano de un niño, al lado de la verja de la iglesia. Crucé con él mi mirada, pero no hice gesto alguno ni nada. Él me saludó y sonrió de manera muy parecida a cuando me crucé con él casualmente por la mañana. Supongo que fue él quien dijo lo que he contado.
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Llegué con mucha antelación al lugar del evento poético, en el que hay una exposición de dibujos de Mingote sobre el Quijote. Vi a una chica vestida de manera especial. Resultó luego ser pareja de uno de los poetas de Alcalá que intervino. Me pareció que a la vez éste es pareja-trío de otra chica que llegó más tarde. Me hubiera gustado preguntárselo a uno de las tres personas. Me pareció aquella relación discreta, pero visible, tan poéticas como los versos que escuché. Y sentí emoción por la delicadeza del trato entre ellos.
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Al ver la exposición un señor me preguntó sobre qué me parecen aquellos dibujos. Le dije, no sé si vino o no a cuento, que al menos verlos es gratis. Igual que el recital de poesía. El buen hombre quedó perplejo con mi respuesta. Le conté lo que me había sucedido y mi desazón cuando paseando por la ciudad entré en el claustro del edificio de la primera universidad del mundo y ver que dentro hay una tienda de camisetas y tazas y bolis y muñecos como souvenir… ni siquiera “regalos” ni “recuerdos”: ¡souvenir!, o como se escriba. El señor me dijo que en esta vida todo cuesta y que la vida está muy cara y que mantener la cultura cuesta. “Será que es así”, le dije. No estuvo en mi ánimo discutir.
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Mientras que estuve sentado, esperando, me vinieron a la cabeza dos casos curiosos sobre el dinerocultura:
1.- Hace cinco años se empezó a cobrar por entrar en la catedral de León. Me dije que nunca más entraría en ella mientras que cobrasen por ver su interior, yo que tanto he paseado bajo su bóveda al volver de llevar a mis hijos al colegio. Sin ser creyente el juego de luces, el silencio, oír los pasos al andar, la sensación de cueva y cobijo, las imágenes e iconos invitan a la reflexión… Pregunté a uno de los que cobran que si se puede entrar a pasear, aunque fuera con los ojos cerrados para no ver si es que hay que pagar por ver el arte sacro. Se rió y no me hizo ni caso. El que quiera entrar que pague.
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Mi tía Lola, con 95 años de edad, tres antes de morir me dijo que le acompañase. Fue al comienzo de que se cobrara por entrar. “Eso no puede ser”, dijo ella. Al llegar a la puerta de dentro, que parece la de una estación de metro, exclamó “¿pero qué han hecho a mi catedral?”. Agarrada a mi brazo y con la otra mano sujeta a una muleta anduvo para entrar y empujó la puerta de barra metálica y la dio con la muleta para que la abrieran. Mi tía Lola tuvo su genio. Un encargado de la puerta dijo amablemente que hay que sacar la entrada. Un sacerdote joven que estaba al lado de otro, dijo que los que son de León podrán comprar un vale más adelante, para por muy poco dinero entrar cuando lo deseen. Mi tía Lola dijo: “yo vengo a la casa de mi padre, así es que abran”. El mismo cura, no le quiero llamar sacerdote, respondió que cuando trajera el certificado entraba sin pagar. varios de los presentes rieron ostentosamente. Mi tía no dijo nada. Yo tampoco. Salimos de aquel lugar, como ella dijo «de aquel comercio», y no volvimos nunca mais. Luego mi tía decía indignada: “¿Pero no les echó Jesús del templo?. Tengo que volver con un látigo y ¡darles!”. En fin.
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2. Muchos años atrás, cuando Maragall fue alcalde de Barcelona, el año 1991, uno antes de las olimpiadas, quedé con Elías Claudio Prieto, cuando aún no era Gorostiaga y le quedaba algo de Elías Elié, lo cual es otra historia para otro momento. Me senté en una silla de las muchas que había en la Plaza de Catalunya. Me puse a leer. No había mucha gente, pero sí alguna que otra persona. Observé que se acercaba a quienes estaban sentados un señor con una gorra de plato con pantalón gris y una camisa, me parece, también gris. Le daban una moneda. Pensé que era un mendigo. Me dije, “¡caramba!, la fama de tacaños que tienen los catalanes – por eso de los estereotipos – y todos daban algo a aquel señor”.
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Se acercó aquella persona con la gorra de plato sobre la cabeza y expendió la mano con un papelito. Le dije que «no», pero insistió en que le diera el dinero. Le dije que no tenía ni un duro, que había quedado con un amigo y me iba a invitar a comer porque estaba pelado. Me dijo que entonces me fuera de allá. «¿Qué?”, le dije. Le pedí que se largara él de mi vista, que me dejase en paz, que estaba leyendo y me molestaba. Me miró con cara de asombro. “¡Tiene que pagar!”, insistió. De eso nada, le dije. Era la primera vez que me pedían dinero de esa manera. Me contó que todo el mundo paga. Y que si no pagaba ni me iba llamaba a la policía. Pensé que fue un farol, una fanfarronería. “Llámela”, dije desafiante, para que me dejara tranquilo. Ya, ya.
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En aquellos tiempos no había teléfonos móviles, o no eran de uso extendido. Aquel hombre se fue, cuando al cabo de un rato volvió con dos policías. Me quedé pasmado, patidifuso. Pensé que era una trampa de esas de objetivo indiscreto, algo surrealista. Antes de que me dijesen nada me adelanté para decir que ese señor quiere que yo le pague por estar sentado. Con mucha educación un policía me dijo que es que hay que pagar. “¿Cómo que hay que pagar?”, exclamé. Quien va a León se siente donde se siente no le cobran nada. Yo por estar sentado no pago, ¡ni hablar!, insistí. Pues entonces se tiene que marchar. De eso nada, dije yo. Me pidieron la documentación. Me senté en el suelo. ¿También tengo que pagar por sentarme en el suelo?, pregunté. No se puede estar sentado en el suelo, me dijo un policía. ¿Y pisarlo sí?, le interrogué. Tomaron nota de mi DNI y me señalaron afuera para que hiciera lo que quisiera lejos de las sillas. Les dije que ya me tenía que marchar y me fui sin dar crédito a aquello.
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Al día siguiente fui al Ayuntamiento para poner una reclamación, especifiqué que me parece vergonzoso que cobren por sentarse en una plaza. Me contestó el mismo alcalde al cabo de quince días, al menos el documento lleva su firma, explicando que las sillas son de una empresa y que es un servicio privado que se ofrece previo pago a los viandantes y que nunca ha habido problema alguno. Dio la impresión de que se extrañase de que me quejase por pagar. Todavía no salgo de mi asombro.
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Pasados los años me encuentro que en casa de mis padres, en la calle de Alcalá, a la altura de Pueblo Nuevo, y en calles aledañas, han quitado de las aceras los bancos para que se sienten las personas con dificultades al andar. Como mi padre en la última etapa de su vida cuando sólo pudo dar paseos cortos. La razón es que se trata de dejar espacio para las terrazas de los bares, que pongan mesas y sillas. Si alguien se quiere sentar que pague una consumición. ¡Tal cual!. Respuesta a las quejas: se estudiará su petición. La falta de bancos de sentarse lleva año y medio. En fin.
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“Hijo mío, no te metas en líos”, repite mi madre. ¿Y tener que aguantar todo esto?. “¡Qué se va a hacer!, la vida es así”. ¡Ay!. O como dice mi amigo Dany: ¡Vaya con tus paseitos!. En fin.
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Yo desde que hay que pagar por ver todo, visito las ciudades sólo por la calle, no entro.Creo que es injusto también y es mi queja silenciosa. He pateado más las ciudades y paso de todo.
El problema es a quién pertenecen estos monumentos, deberían ser de los ciudadanos de patrimonio o de la junta y no de los curas, pero las inmatriculaciones.
A mí me ha pasado muchas veces tener que echarme en un banco porque por problemas de salud me dan una especie de pájaras que solo se pasan descansando. En Madrid han querido llamar a la ambulancia, en otros sitios la gente pasa y si se te quedan mirando, pero al final pasas.
Pero tienes razón en tus comentarios. Aunque por otro lado, el coste que tiene mantener un patrimonio en condiciones, ¿no justifica ese cobro? El problema es si ese cobro limita el acceso a la cultura. Es terrible no poder pasar a una catedral si no pasas antes por taquilla. ¿Y el creyente que quiere ir a rezar no puede acceder a su templo? ¿Y un simple enamorado de gárgolas, vidrieras o arcos no puede acceder a su construcción en cualquier momento y libremente si no pasa por taquilla? es difícil, es difícil.
Hace poco estuve en Toledo. No es que cobrasen por acceder a la catedral, es que te atracaban. Pero claro, ¿cómo mantener esos inmensos y valiosos edificios? ¿Cómo mantener y conservar el patrimonio que tenemos la suerte de tener? Pero si cobrar limita el acceso de forma definitiva a tantos, ¿no es un peaje que cierra el acceso a una parte de la cultura a una parte de nuestra sociedad? Y eso no puede, no debe ser. No poder entrar al patio de la Universidad de Alcalá es terrible, me ocurrió y me negué a pagar. ¡No poder entrar sin pagar a una Universidad!
Claro, que en realidad es una buena metáfora de lo que ocurre en nuestro tiempo, ¿no te parece? Y la tienda de souvenirs a la entrada es la bofetada diaria a nuestra lengua. Un asunto difícil ,pero el mercantilismo ha invadido la cultura.
El incidente de su tía me ha traído a la mente un pasaje evangélico: «Mi casa es casa de oración; mas vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones» (Lucas, 19:45-46). Esto me dio una idea cuando intentaron cobrarme por entrar a visitar la catedral de Canterbury: «I’m coming to tthe service». Que, lejos de lo que pueda parecer, no quiere decir «Vengo al servicio», sino «Vengo a oír misa». Y entonces no hubo problema. Ya lo ve, la fe mueve montañas. Y a los gorilas que las custodian.
No se si me coge los comentarios esta pagina. solo quiero preguntarte ¿si todos los servicios son gratis como se paga a los trabajadores que están alli en los locales publicos atendiendo a la gente? ¿como se pagan las reparaciones de la catedral , etc etc
El problema es que ahora los pagamos dos veces, uno con los impuestos, que son directos e indirectos y otro con la entrada. Y con un saco de dinero negro como son los cepillos al ir a misa. ¡Que se lo digan a mi tía!. El problema es que con el cuento de los arreglos todos a chupar del bote, y la casa sin barrer.
Pero más aún: León tuvo una de las mejores escuelas de restauración. La han cerrado. Ahora hay que contratar a una empresa, cuando pudo haber tenido una cuadrilla municipal y de la Junta de castilla y León para hacer los arreglos. Una parte ya no son salarios, sino beneficios, directamente y sobredimensionados, porque los «emprendedores» no quieren emprender, ni ganar dinero, sino ser ricos y sin ninguna acción empresarial, sino con contratos pactados.
Por cierto, para rizar más el rizo de la realidad: Gracias a Los Verdes que iniciaron una campaña para que no circulara tráfico pesado por detrás de la catedral se evitó un deterioro aún mayor, y luego se hizo, por una campaña de los mismos, a su alrededor. Ni los políticos meapilas, ni los que hoy cobran por entrar movieron un dedo y dejaron todo a la buena de Dios. En fin.
Otro dato: la catedral de Valladolid se ha gastado recientemente un millón de euros para poner un ascensor en la catedral. La de León otro tanto. ¿Esto es restaurar?. Es traspasar dinero público a empresas privadas y convertir el arte y la cultura en un negocio para unos cuentos. Para eso quieren que paguemos.
Hola amigo;
Me gusta tu articulo porque hace pensar. Pero no entiendo tu insistencia en que la vivista a los edificios públicos sean «gratis» y me gustaría que lo explicases un poco mejor.
Porque si las visitas son «gratis» y otros bienes de los que hablas tambien lo son surge de inmediato una pregunta ¿quien pagaría los arreglos de eses edificios? ¿quien pagaría a los trabajadores que están alli al cuidado de las cosas?