Murió la madre de un amigo de hace mucho tiempo. Lo que se dice: un viejo amigo Hace años que no le veo. De estas cosas que no coincide, que dejas pasar quedar con él y… Se incorporó no hace mucho a las redes sociales y volvió el somero contacto. ¡Cuántas veces habremos quedado en hacer por vernos!. Al llamarme por teléfono para comunicar la luctuosa noticia fui a verle. Hemos hablado en el balcón de su casa como tiempo ha, mientras que él fumaba como siempre.
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A este amigo le conocí en un momento de auténtica locura, una larga historia que dará más para una novela. Nos hicimos amigos al recorrer la ciudad de Madrid pateando sus calles entre tertulia y tertulia, entre encuentros con otros amigos, entre conquistas inacabadas y largos paseos de conversación.
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Recuerdos que no vienen a cuento, porque lo que quiero es contar lo del balcón, pero escribir es también dejarse llevar, así como leer es hacerlo despacio, sin saber adónde se va, para lograr el efecto, del que habla Marcel Proust, de espejear, convertir la palabra en un espejo.
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Recuerdo cuando fuimos al pub “Libertad” que estuvo en la calle “Libertad”, como si por ello fuéramos más libres. Mi amigo bromeaba al decir “somos liebres… huimos más rápido que los demás”. Tomamos uno o dos botellines de cerveza y cuencos que nos pusieron siempre de palomitas. Y en Malasaña, y los encuentros políticos y literarios en el bar Comercial de la glorieta de Bilbao, y reuniones en la cafetería Lyon que hoy es una franquicia de bocadillos. Cerca se ha abierto un bar con el nombre de James Joyce. En el Lyon empezamos muchas revistas de poesía, de cuentos, de mil y una noches que quedaron ancladas en puerto, las portadas, las ideas, los escritos… hoy son recuerdos. Y pasear por el parque del Retiro.
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Mi amigo no paró en aquellos años de adolescencia tardía para mí de elucubrar sobre su relación con su novia. Se separaban, se volvían a juntar. Es casi una década mayor que yo. Me enseñó mucho sobre sexualidad. Según él la amistad llega entre quienes hablan de este tema, no la de uno, porque para él es indiscreción, pero ¡qué vas a hablar que no sea lo que has vivido o lo que te inventas, lo cual también forma parte de de la experiencia, decía él a renglón seguido. Una de sus lecciones fue que en la cama con la pareja hay que ser egoísta, buscar el máximo placer sin estar pendiente del otro, con quien ya has tenido que saber qué frontera marca. De esta manera se deja a la pareja ser egoísta y buscar su placer. Para él no hay nada más pesado y soporífero que estén pendiente de uno, porque a la larga es mal para ambas partes.
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Fui con él varias veces a comer en el barrio de Goya al templo de Hare Krhisna, una comida vegetariana, pero riquísima. Yo de aquella fui vegetariano, dieta que viví durante ocho años. Invitamos a otros amigos. Era gratis, pero hicimos creer a nuestros otros comensales que les invitábamos nosotros para darnos el pote. Hasta que un día que fuimos los dos salieron varios seguidores de Krhisna para decir que diéramos la voluntad en una urna de cristal. Dijimos que ya la dimos, ¿no es la voluntad?. No nos dejaban salir. Mi amigo dio un estornudo fuertísimo y en ese instante de susto salimos corriendo escaleras abajo, ellos detrás de nosotros.
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Mi amigo aún a la carrera cogió un libro que guardo de recuerdo con pastas de piel: “El Śrimad Bhagavatam, primer canto” de su divina gracia Bharktvedanta swami Prabhupada. Corrimos por las calles. Logramos escapar. Un mes después cuando los de la túnica naranja repartieron pastelitos en el Retiro, de sésamo muy buenos, nos reconocieron y a correr otra vez, varios con platillos pequeños en sus manos que amenazaban con usar a modo de nunchacos. Que fatiga y que risas… espero que hayan prescrito esas cosas tontas de juventud.
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Cuando vine a León le iba a visitar cada vez que volvía. Luego de tarde en tarde. Siempre nos escribimos cartas. Me quejé cuando las escribió a máquina. Luego con el ordenador ya no hizo ninguna a mano. Y con internet dejamos de hacerlo ambos. De aquella época dediqué los sábados por la tarde y domingos por la mañana a escribir cartas. Sentí emoción al abrir el buzón y ver un sobre, saber el remite. Y antes que a él… las cartas, que algunas naufragaron en el camino, a Milagros, a Teresa y a Lolai… que finalizaron por ellas mismas al cabo de los años. Otras muchas llegaron a su final con los correos electrónicos y las redes sociales, más extensas, pero mucho menos intensas.
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Mi correspondencia fue con treinta y dos personas, asiduas a la comunicación epistolar. Y otras muchas esporádicamente. Actualmente sólo escribo a un primo con síndrome de dow de Málaga, a un poeta cubano de Ciro Redondo y a un pastor de Moralzarzal. Y recientemente con otras dos personas de las marchas del 22M, Carmen y Miguel Ángel, cuando en una ocasión hablamos de este asunto, pero ya no es lo mismo porque interfieren las redes sociales. Me hace ilusión. Miguel Ángel hasta me regaló una caligrafía que ya casi he finalizado para hacer más entendible mi letra manuscrita.
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Algunos me dicen que habrá quien eche de menos las palomas mensajeras o las señales de humo. Bueno, sí, vale. Fue bonito, ¿por que no echarlo de menos?. O me comentan ufanos que se puede seguir haciendo. Pero no se hace. No tiene nada que ver lo escrito, transcrito, en una carta hecha en papel con los mensajes en el ordenador. Incluso hay matices diferentes entre los correos electrónicos y los mensajes en las redes sociales.
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Hablé mucho con mi amigo en aquel balcón hace treinta tantos años. Estuve cinco sin verle y sin noticias directas, sino la postal de Navidad. Y las redes, él con sus temas de música y análisis de los programas de la tele y yo con mis cosas y escrituras. Recuerdo que cuando empecé a participar en temas sociales, primero en el movimiento estudiantil luego con los pacifistas y un poco más adelante con los ecologista dijo: “si te lanzas a la piscina mira que tenga agua”. Y muchas discusiones las finalizó con su frase lapidaria: “un problema sin solución”. ¿Para qué luchar?, le decía yo. “Una experiencia”, me respondía.
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Por su cumpleaños siempre me invitó a comer cuando salimos juntos. De llamarle por teléfono conocí a su madre, que fue quien me ofreció ir a su casa por primera vez. Ella murió dos días después del día del cumple de su único hijo. Aunque me acordé a veces, no le felicité en los años de no verle. Por las redes que te avisan tampoco lo hice, porque no me sale hacerlo.
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Salimos al balcón el día siguiente del entierro, sin que hiciera un día soleado, pero sí con claras de sol. Su madre no le dejó nunca fumar dentro de casa. Muerta tampoco. Hablamos.
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Nos hizo gracia que los dos siguiéramos buscando un empleo, que nunca encontraremos porque no tenemos tiempo para eso. A él le tocaría jubilarse ya. Siempre aseguró que las revoluciones las hacen los burgueses, quienes no hacen nada de provecho, ¿o que fueron Che Guevara, Fidel Castro, Marx, Bakunin, Ghandi, Luther King, etc?. Pero él no quiso hacer nada de nada, «tal – dijo – es mi revolución particular: no hacer nada». Ya no discutimos.
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Le vi más gordo, con muchas canas. Los gestos los mismos. Su risa carrasposa. Sus dientes amarillentos. Me miraba y se reía sin decir nada.
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Estuve ratos mirando desde el balcón, que da a una plaza en el barrio de Tetúan. Las miradas que yo recordé fueron de cuando no hubo tiendas chinas que ahora abundan a una simple ojeada. Un solar descuidado antes ya está construido. La forma del parquecito que se ve desde el balcón ha cambiado, antes fue de tierra, sin baldosas. No fue nostalgia lo que sentí, ni añoranza, no, sino mirada. La mirada es el sentimiento de la vista, un sentimiento en sí misma. Lo descubrí en aquel momento.
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Apenas unos gorriones que pude contar. Las bandadas de antes ¡nada!. Ni los revuelos de golondrinas y vencejos. Un puñado de éstos. Palomas sí, pero no bandadas no. Antes vivieron allá. Ahora parecen que están de visita y hasta sus cantos da la impresión de que los hacen para no molestar, sin algarabía. Ya dejé tiempo atrás de ver nidos de golondrinas, que llegué a presenciar cuando aquélla también fue una gran ciudad. Gracias a un libro de cuentos, el de Amparo Carballo: “El vencejo piquito y el poeta” supe veinte años después que éstas aves no tocan el suelo en toda su vida porque morirían, duermen en el aire, en el cual comen, y copulan. Supe en la sierra, cuando una pandilla de amigos cuidábamos los pardales que quedaban aterrorizados en las batidas de caza en la sierra, que estos no pueden vivir en una jaula, mueren a las pocas horas de estar encerrados. Todavía hay quien quiere que todos pongan los pies en el suelo… ¿acaso no hay pardales humanos que no pueden vivir encerrados en un horario?. Ya en la casa de Pedro no hay canarios ni jilgueros, que su madre cuidó con tanto esmero.
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Tampoco se ven casi lagartijas en los pueblos ni se juega a coger chivines o arrancar los rabos de ellas para verlos mover sin cuerpo. Por culpa de hacer eso ya no las hay, dirán algunos.
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Tampoco vi gente en los balcones. Alguien se asoma, pero ya no se hace vida en ellos como antaño vi desde allá . Nos acordamos de un señor gordo con bigote, con camiseta de manga corta incluso en invierno, al hablar parecía un director de orquesta, acompañado de dos mujeres con él, una de ellas muy anciana y también un niño a sus pies. Ya nadie sale a pasar el rato en los balcones.
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Sin asomarnos al balcón perdemos una mirada al mundo, la perspectiva del tiempo y de la ciudad, lo relativo de los problemas y de las vivencias que vivimos encerrados sin ver que nuestra vida es paisaje.
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¿Y qué que no haya gorriones o vencejos?, al menos tantos como antes. Hasta en los pueblos que llenaban las hileras de cables del teléfono apenas quedan algunos. No pasa nada, nadie los echa de menos. Ni yo hasta que me asomé a aquel balcón. Es otro mundo el de hoy en el que tenemos otras cosas. Más personas, más bullicio, más ruido. Más comodidad, más canales de televisión y por lo tanto, dicen, más libertad para elegir qué ver. Es otra mirada.
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El problema para mí es que no hemos elegido semejante transformación, a la que nos adaptamos, porque de lo contrario llega la locura, la apatía y el sinsentido de vivir. Simplemente hemos sido arrastrados a que así sea y nos acoplamos como buenamente podemos. Sartre dijo que somos arrojados al mundo. Pienso que sí, pero a cada instante, no sólo al nacer. Como si algo nos echase a cada rato la zancadilla y tratamos de no caer, nada más. Y con eso nos basta. Por eso no salimos al balcón, porque nuestros ojos se cierran y tenemos la tele puesta, el ordenador encendido, el pensamiento colocado en el despertador de por la mañana y la cabeza en lo que no sé quien me dijo, pero se va a enterar y tengo que… pero agarrado siempre para no caer, cuando en realidad estamos sentados y es todo imaginario: la mirada, el balcón, los vencejos…
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La señora Aurora descanse en paz.
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Siempre me ha parecido que las cartas manuscritas tienen un hálito especial. Como si la persona que las escribe transfiriera un trozo de su alma al papel. He oído que en Finlandia pretenden dejar de enseñar la escritura manuscrita a los niños. Obsesionados como estamos en España por copiar todo lo que venga de fuera, sea bueno o malo, veremos cuánto tarda aquí en cuajar la idea. No hace falta que nos roben el alma. Ya nos encargamos de regalarla nosotros mismos.