En una de las tertulias de Amélie, durante el intercambio de opiniones y puntos de vista, planteé la deformación a priori que padecemos a la hora de valorar la literatura y hablé de los dos grandes pecados de la misma.
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Y digo pecado en su más pleno sentido. No en la etimología del griego o hebreo que es “errar”, “equivocarse”, sino en el sentido latino y católico de esta palabra en cuanto a “trasgredir voluntariamente algo que es tenido por bueno”. Y digo más: pecado mortal, porque trata de apartar lo bueno, lo que es bueno en lo literario y la cultura. Mortal porque está matando la escritura como arte, y sucede igual con otras expresiones artísticas, pero especialmente en la novela, la poesía, el ensayo y el teatro.
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Y lo planteo en un sentido mefistofélico del término (léase “Mefisto” de Klaus Mann, “Doktor Faustus”, del padre de Klaus: Thomas Mann, “Fausto” de Marlowe o “Fausto” de Goethe), porque no sólo se está destruyendo el fenómeno literario, sino que se sustituye por otro modelo falso, que se disfraza y tiene como finalidad falsificar el arte y la cultura para desactivar sus efectos de profundidad y liberación. Se nos quiere llevar al ambiente de la ambición, la soberbia y a ser caballos de carrera. Lo falso aparece como lo bueno y es acogido por la oficialidad de la cultura. Las instituciones y determinados medios de comunicación participan en este proceso porque su intención es controlar, que nada quede fuera de su dominio.
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Primer pecado: La manera en que se enseña la literatura en el actual sistema educativo. Se concibió la como una asignatura para educar los sentimientos (no conducir, sino en su significado originario: educere, “sacar de dentro” y conocer). Nada más lejos de la realidad. La enseñanza de esta asignatura consiste en estudiar una lista de autores con sus obras, definiciones de estilos, retahíla de fechas que hay que aprender y examinarse de todo ello. Leer deprisa unos cuantos libros para hacer un resumen que se suele copiar de algún prólogo y ahora de alguna web o profesores que recomiendan lecturas superventas o best seller para que se aprenda la lectura como entretenimiento.»El caso es que lean«, dicen.
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Tal planteamiento diseca la palabra, queda lo formal, su envoltorio. A lo que hay que añadir que por regla general lo que explican los libros de texto sobre el contenido de las obras deja mucho que desear, porque lo esencial no lo explican. Lo sentimental desaparece. Es la inversión de lo que es la literatura. El profesorado no ha leído lo que explica, sino apuntes y libros sobre ello. De esta manera nos construyen la conciencia como seres acríticos y desconocedores del mundo interior que iremos aprendiendo y experimentando a ciegas y a trompicones. Salir de este camino vacío lleva a la desesperación, a la locura, porque lo intuimos, pero hasta que no pasan los años no lo vemos de manera palpable y hemos tenido que andar demasiados caminos sobre el fuego.
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Segundo pecado: La crítica literaria. La cual ha evolucionado de manera contraria a la capacidad de comunicar que tiene el arte per se. Algo que con internet se soslaya, pero de manera muy tenue y superficialmente. La consecuencia es que el proceso creativo auténtico de la escritura desemboca en un estado de autismo en medio de la multitud, en la que cada cual crea su universo aislado y solo, sin ambiente ni un entorno receptivo, el cual es parte esencial de la cultura.
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La crítica literaria se fue modelando como una elección para convertir en escritor a quienes «ellos» quisieran. El caciquismo y el Poder se trasladó e instaló también en la cultura, pero disfrazado de «entendidos», «expertos». Se convirtieron en una estructura de poder de la cultura, porque pudieron ser los seleccionadores de la misma manera que quien elige un melón, a ver quién está maduro y quien no a su gusto. Para ello se exageró sobre unas obras y se silenció a determinados autores, algunos hasta el punto de haber desaparecido del mapa literario. Carecen de escrúpulos. Son mercenarios del arte.
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La crítica se ha ido convirtiendo en un producto más de venta de libros. Lo vemos en las solapas de muchos que recogen lo que alguien ha adulado sobre la obra, sin que tenga nada que ver con el contenido ni nada. Las alabanzas fatuas llevan es educar al lector en que lo bueno es lo que se vende como bueno. Y vender es dinero. Y vender mucho es mucho dinero. No interesa muchas pequeñas ventas, sino unas pocas a gran escala. Sin embargo de esta manera lo que se vende de la escritura esconde lo esencial, lo interesante, lo que acompaña interiormente a quien lee. La crítica hoy es publicidad. El gran escritor acaba siendo aquel cuyo producto se vende más.
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A este fenómeno hay que añadir otro que se deriva de él: los premios. Se han convertido en una mafia cultural, pero sobre todo en un elemento tergiversador total. Algunas veces se premia algo bueno e interesante. Pero la mayor parte de las veces son apaños, vendettas contra quien escribe realmente en profundidad. Se señala lo bueno como lo superfluo y el premio acaba siendo un fin más que un medio y por lo tanto trasgresor de lo esencial. Además se crea la jactancia del vencedor, la soberbia y cualquier crítica se enmarca en la envidia. Lo falso siempre tergiversa. De tal modo que lo que queda es la putrefacción, la descomposición de la palabra escrita. Con la consecuencia de definir qué es lo bueno y lo malo en un sentido que nada tiene que ver con lo literario.
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Remontar esta situación es una labor de titanes, pero sobre todo de autenticidad y dejar que fluya lo sincero de escribir, aunque sea inútilmente en el sentido comercial. Es necesario abrir pequeños espacios, silenciosos a veces, que se oiga la palabra arrinconada, para que los falsos ataquen, para que solapen actos, para que gasten mucho dinero en destruir lo que brota puro, a veces espontáneamente sin saber que escribir desde la inocencia de uno mismo es un acto de rebeldía, que puede pagar caro en los medios publicitarios, por eso son muchos autores los que acaban cediendo.
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A este proceso se añade la creación de corrillos, de ambientes que son correas de trasmisión de las estructuras de Poder, donde se decide por mera pertenencia al clan si un escritor edita o no. No hay oportunidad real. Alguna vez y surge como aplastamiento de la necesidad de comunicar lo escrito la autoedición, porque el mundo del libro pierde su vocación. Desde las librerías que se convierten en tiendas, meras tiendas de productos, al editor que busca la venta rápida, la industria de las presentaciones de libros o carísimas promociones publicitarias. pasadas las mismas el libro desaparece.
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Lo peor es que cuando surge algo nuevo, que atenta contra este estado de cosas. El autor emergente acaba cayendo en la misma dinámica porque lo falso es corruptor.
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No es de extrañar que uno de los libros más vendidos sea el de Belén Esteban. Fenómeno que se traspasa a la política y demás circunstancias sociales. Los políticos corruptos siguen siendo los más votados.
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La distribución y promoción de los libros no existe si no es de forma masiva y para los «elegidos». Los seleccionan los críticos que actúan a modo de agentes comerciales. Cuenta más la fama que lo escrito, el bulo del crítico que lo real plasmado en un texto. Y de esta manera muere de inanición el arte o simplemente se quita de en medio lo crítico de la manera más brutal. Queda la crítica banal, esperpéntica a modo de espectáculo fabricando el mercado cultural sus propios l’enfant terrible para que sirva de contraste. Es necesario crear muchos entornos y pequeños ambientes propios para rescatar el espacio de la literatura y el arte. Sacar lo escrito y la creación del tipo que sea de la disyuntiva: o la masa o nada, porque esta dualidad maquiquea asfixia la cultura.
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Se pierde el entorno. En relación a la necesidad de abrir nuevos espacios ha surgido la tertulia de Amélie, que pretende que autores contemporáneos sean analizados sin más, hablar de sus obras, sin otro criterio que proponer y elegir al azar. Escritores, conocidos o no, por igual y que sus obras, publicadas o inéditas, pueden vivir más allá de cuando salen y recuperar la visión crítica, el valor de comentar y comunicar qué nos sugiere y no qué le parece al jefe del clan en un medio de comunicación. El problema es cuando se empieza a contar quién va o quien no, si hay más o menos asistentes. Entonces ya se instala lo falso.Porque no se trata de contar numéricamente sino contar con la palabra.
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No es nuevo este proceso que comento. Balzac denuncia algo muy parecido en su obra “Las ilusiones perdidas”. Proust en sus libros “En busca del tiempo perdido” o Pessoa en su obra “Libro del desasosiego”, cuando se contempla en su propio proceso interior de escribir, pensar o sentir y su experiencia en su circunmundo… o Lawrence en su obra “El amante de lady Chatterley” cuando habla de “la mecanización de la codicia” y “la diosa-perra del éxito”.
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Con lo cual no algo es nuevo, sino la inercia en la que siempre se cae. A veces se remonta esta caída perpetua en periodos breves de tiempo en los que surgen nuevos fenómenos culturales e ideas originales o cala una obra por la que nadie apostó sin saber nadie el porqué, de la misma manera que cuando se saca la cabeza de debajo del agua para poder respirar.
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Tal vez baste que algunos nos demos cuenta. Lo cual no deja de ser también otro pecado de engreimiento, pero en este caso pienso que es venial.
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Es difícil añadir algo cuando se está completamente de acuerdo. Me limitaré a constatar cierta anécdota de una edición reciente de la novela «El último mohicano», de James Fenimore Cooper. Probablemente le sonará que hace unos años se hizo una adaptación cinematográfica de la misma, que tuvo bastante éxito. El único problema que tenía era que el argumento NO TENÍA NADA QUE VER CON LA NOVELA ORIGINAL.
No obstante, a raíz de su éxito de taquilla, volvió a editarse esta espléndida obra de Fenimore Cooper, prácticamente caída en el olvido. «No hay mal que por bien no venga», pensé, y me decidí a comprarla. Al leer el comentario crítico de la solapa, me quedé atónito porque el crítico NO SE HABÍA LEÍDO LA NOVELA. Se limitaba a resumir el argumento de la película que, insisto, era una adaptación totalmente libre del original.
Con lo cual, todo mi gozo en un pozo. Si reeditan la novela pero nadie se la lee (ni siquiera la propia persona encargada de hacer la crítica)… ¿de qué sirve? ¿Únicamente para hacer negocio, aprovechando el tirón mediático? Me parece muy legítimo que las editoriales quieran ganar dinero, pero, por Dios, habrá que ser, digo yo, mínimamente profesionales…