Cada lectura y cuando escribimos supone una experiencia, sobre todo al hacerlo sobre papel. Nada que ver con escribir mensajes o comentarios en ordenador que se hace de manera rápida, puntual. Un ejemplo son las cartas escritas a mano. Nada que ver con un post (publicación informática).
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Por mi parte siempre escribo un esquema o la base de estos artículos a mano. La palabra no es sólo comunicación, sino la posibilidad de trasladarnos a un determinado nivel psicológico de percepción de la realidad. Por eso cuesta tanto leer o escribir, porque nos hace aparecer ante nosotros y descubrir registros y aspectos ocultos de los que huimos o esquivamos.
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También ese miedo a la palabra que nos afecta hace que la escritura o la lectura superficial, o de lo superfluo, sea una pose, una forma “intelectual” de ver el mundo y de situarnos ante él, pero sin pasión.
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Descubro que la palabra, no una frase, tampoco un texto sino la palabra, tiene una fuerza propia que es capaz de activar mecanismos psicológicos en nuestro ser, en el cerebro. La mayor parte de las locuras, o enfermedades mentales, vienen del bloqueo o del desorden de las palabras, algo que manifiesta la logoterapia de Viktor Emil Frankl, como método de ordenamiento de las palabras para saber gestionar las emociones, la conducta y demás. Y más o menos toda terapia tiene esta función.
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Una vez ordenadas es necesario abrirlas y dejar que fluyan para trasmitir sensaciones, emoción, conciencia, pensamiento y sumergirnos de esta manera en cada una, con las que van asociadas experiencias y sueños que únicamente es posible percibir si somos capaces de viajar a esa palabra que flota y con ella recordamos y, a la vez, somos capaces de crear nuevas relaciones con lo que nos rodea y con el tiempo venidero.
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La literatura tiene una fuerza liberadora en este sentido porque abre horizontes, pero se quiere desviar al entretenimiento, al cotilleo, a la evasión. Queda el resplandor de la palabra, aquello que se ve fuera de ella, porque la palabra es lo que profundiza nuestra relación con la conciencia y con aquello que nos hace ser lo que somos. Es capaz de crear realidades, como ocurre con la palabra aplicada a la religión: “tu palabra me da vida”; “pero una palabra tuya bastará para sanarme”; “y dijo hágase la luz y se hizo”; “y el Verbo se hizo carne”, etc. Tal propiedad creadora puede llevarnos al arte y hacer de vivir un arte.
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La palabra que conmueve es aquella que crea sensaciones, que activa mecanismos de sentimiento y reflexión, que nos inquieta, que nos lleva a querer saber más y a necesitar nuevas sensibilidades.
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Una palabra que me encantó cuando la leí y me ha sugerido mucho. Es “espejear”, con la que Marcel Proust señala lo que supone la escritura en relación a la lectura como un fenómeno que va unido, fusionado.
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Observamos que en política la palabra es una herramienta, incapaz de generar nuevas circunstancias, por eso es necesario cambiar el lenguaje de lo público para crear nuevas realidades posibles y necesarias, pero se controla la palabra. De esta manera vemos a los políticos emergentes hacer cursos de oratoria para “convencer” televisivamente, de manera que matan la palabra y se convierte en palabrería disecada. O usan términos ambiguos o justificadores de sus circunstancias para ocultar la realidad y de esta manera no se crean nuevas dinámicas y se paralizan las que se hubieron empezado. Así de importante es la palabra. O viajamos a ella o desaparece su significado creador.
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Con la poesía y literatura en general sucede otro tanto. Se convierte en un mercadillo de lo escrito para mantener una cáscara, por eso apenas conmueve y es un juego de prestigio y alabanzas y seducciones de un funcionariado cultural para definir el triunfo. La palabra nunca puede entrar en este juego de lo falso, por eso se vacía y desaparece. Queda la cáscara.
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Son necesarios espacios públicos en los que no haya “expertos”, ni grandes escritores, pero sí escritores, ni premiados, sino gente… Y cuando surge y adquiere fuerza aquellos que disecan la palabra en ideologías o mercadillos de las mismas, acompañados de seguidores de sus migajas, quieren cargarse tales lugares en los que brota la palabra, porque no van a su terreno ya que no es de nadie por ser de todas las personas. Por tal motivo hacen despertar la conciencia, nuevos sentimientos y dejan que la palabra vaya adonde les dé la gana, pero quienes dirigen y a su vez son dirigidos (dirigentes) no lo pueden soportar.
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Como a Antígona nos queda la palabra, ante un Poder despiadado, ante un pueblo cobarde que no se defiende, que no da la cara. Nos queda la palabra, porque como escribió Kalil Gibrán, “pueden matar al pájaro, pero no su canto”. Y esa palabra es nuestra esperanza, la que hay que buscar. Es la utopía que es necesario sembrar y volver a empezar cada vez que quienes se aprovechan de ella la aplastan y hacen estéril.
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Leer y escribir a un lado del tiempo permite viajar a la palabra, cuando sumergidos en ella crea una atmósfera que nos permite observar diversas perspectivas desde muchos puntos de vista, porque las palabras nos esperan y es por ello que podemos viajar a ellas.
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Las palabras no reflejan la realidad, sino que construyen la realidad. A veces también la deforman. En cualquier caso, tienen un efecto transformador que resulta incómodo para el Poder.
Orwell nos describe en su novela «1984» cómo la clase dirigente pretende hacerse con el control de las mentes a través de la simplificación del lenguaje. Nosotros estamos asistiendo a la reconversión del pensamiento crítico en un circo mediático.
Son mecanismos sutiles de sumisión, contra los que nunca se está suficientemente en guardia.