Cuando se ha dejado de preguntar por todo, porque las respuestas están dadas, es necesario hacer como los niños y niñas que insisten en pedir nuevas explicaciones, porque la realidad es, finalmente, como comprendemos que es.
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De esta manera cuando creamos nuevos mundos e intentamos que sean reales como sucede en la literatura, realizamos un acto de comunicación, pero ¿con quién?. No obstante la pregunta está mal planteada, porque ha de ser ¿a quién escribo?. Pero no me atrevo a plantearla de esta manera porque no quiero que nadie indague sino en sí mismo. Yo hice ya mi introspección, con la que atisbo lo que queda oculto.
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Quizá haga falta una respuesta previa a la pregunta ¿para qué escribo?. ¡Cuántas veces esta pregunta finaliza en una respuesta manida!: «para mí mismo», decimos. Algo que nunca puede ser cierto, pero se dice porque no sabemos de manera clara a quién escribimos, o se esconde la respuesta. Otros dicen, más atrevidos: «¡Escribo al mundo!», pero tampoco. Porque como tal no existe. Sí que puedo escribir a mi mundo, a un entorno al que quiero hacer ver aspectos invisibles o a los que nadie mira y la escritura lo señala. Sentimientos que no queremos reconocer y lo escrito los hace sonar. Por eso escribir es una arqueología de nuestra psiquis.
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¿Por qué escribo cuando apenas lo lean aquellos quienes ya de antemano suponen lo que comunico?. O nadie verá ni una letra de lo escrito, como largas novelas o piezas de teatro que quedan en cajones donde se pierden en montañas de polvo y olvido. A veces leo cosas de personas cercanas a amistades o de la familia que han muerto y me encuentro muchos textos interesantes, que describen aspectos de una época, sobre mundos interiores nunca sospechados y a nadie interesan. Se pierden. Por eso hace tiempo pedí un banco de palabras, para que queden guardadas tantas hojas por si alguna vez… Queda todo ahora en la nube, pero tan difuso, tan difuminado que es como llevar flores a un paisaje nublado.
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El denominador común, pienso, es la necesidad de dar luz, o sea palabras, a aspectos y hechos oscuros. O hacer mover la sombra para saber que lo es. Muchas novelas nos hacen comprender un asesinato, nos conmueven porque explican la pasión que arrastra a quien lo comete. Sin embargo leída la noticia en un periódico hace que veamos el crimen espeluznante. Es el caso de “Rojo y negro” de Stendhal. O “Los hermanos Karamazov” de Dostoievski. Pero como éstas hay muchas, más de las que nos imaginamos, invisibles. O “Therése Raquin” de Zola. O desentrañar los sentimientos que hacen trasgredir la costumbre de amar en una sociedad, con personajes como madame de Bovary, Juanito entre Fortunata y Jacinta, la Regenta, Ana Karenine y más.
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A veces es un impulso lo que nos hace escribir porque sí, porque no responde a una causa, sino a la necesidad de “encender la luz” en los habitáculos sombríos de nuestro mundo, por más que nos atiborren de películas o de historias banales.
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Pero ¿a quién queremos enviar el mensaje?. A un entorno. Pero a alguien, quizá, especial dentro del mismo. Una carta siempre se escribe a una persona en concreto. Hoy hay mucho escritor que escribe a los lectores, a sus lectores… es la escritura casi industrial que no dice nada, pero entretiene. No es arte, es un producto.
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Hace poco, no recuerdo a qué escritor, le entrevistaron en la radio y decía que su editor le encargó una novela que fuera histórica y que él añadió ingredientes de misterio, de erotismo, de amores para aumentar el número de lectores. Su libro lo midió entre 30.000 y 40.000 vendidos. Más que escribir lo que se produce son textos que se diseñan como puede ser un edificio en el que en lugar de ladrillos se colocan palabras.
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Escribir es usar el lenguaje para que penetre en el lector, para que dé luz a aspectos que escondemos, a hechos que nos afligen o aterran, pero que tienen mucho de ser humano. Lo cual incomoda. Es por ello que muchas veces comento a nuevos escritores que empiezan su andadura que se arriesguen a usar nuevas formas del lenguaje. Porque todo está por hacer, aunque se repita mil veces siempre es nuevo cuando se hace desde la originalidad: «Tenemos el nombre de la rosa / tenemos la rosa desnuda» (Umberto Eco).
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Pero siempre hay alguien especial, muy distante en ocasiones, o que no sabe que es un interlocutor en la distancia, con quien dialogamos en eso que se pueden llamar “diálogos interiores”, que es a quien se dirige el dardo de la palabra. Sucede de una manera directa muchas veces creándose la belleza de la poesía. Lo que antiguamente se personificó en «la musa». Esta perspectiva permite al lector convertir su ser en sujeto de lo escrito porque se interpone en el camino de escribir a alguien. Sin esa persona concreta a quien vayan dirigidos los versos, el poema carece de energía, de alma, por muy bien que esté construido.
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De ahí tanta escritura manida, en pose, que es la misma diferencia entre una flor de plástico y otra natural. A veces es más perfecta la primera, incluso puede ser perfumada, pero no es lo mismo. Nos puede engañar a la visión, al sentimiento el poema, pero no es lo mismo. No podemos decir me gusta o no me gusta, como si probásemos una rebanada de jamón, sino si me conmueve o no, si ensalza mi ánimo o me hace acurrucar, o temblar. Si río o lloro, o dudo o me hace mirar a un detalle en el que nunca antes reparé.
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Por eso pienso que es muy importante el erotismo en lo literario, porque si lo dejamos a un lado, si lo damos por supuesto lo que escribimos llama a la puerta, pero no la abre. El escritor ha de traducir aquello escondido, sin sacarlo de su ocultación. Tal es la maestría, la contradicción y el ser.
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Cuando quise escribir el más bello poema de amor, pero que no pude, logré plasmar en tal incertidumbre y zozobra una de las más bellas composiciones poéticas del arte y, sin embargo, originó una guerra civil entre poetas y escritores, también agitó el ambiente mundano de una pequeña ciudad, sin ser esa su intención. ¿Tan artificioso es lo que escribimos aunque dé vueltas en los saraos de las cantinelas? o ¿son los sentimientos de barro que rompemos por no tratarlos con esmero?. No lo sé.
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Pero que unos versos escritos hace más de dos años, leídos con el valor de la inocencia poética sigan coleando y pregunten por ellos y sobre sus recovecos indica que son leídos sobre alguien en concreto que han descubierto o que han aprendido a saber qué sienten con respecto a esa persona. Lo cual suele aterrar porque rompe los convencionalismos y lo que creemos saber respecto a lo que sentimos.
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Sigo corrigiendo una larga novela, su tercer tomo, que por fin sé a quién va dirigida y de paso al entorno de a quien escribo como resplandor de la palabra, que tal vez nunca llegue a nada, pero forma parte de ese ser y esa nada que describe Sartre cuando afirma: “vivir es una pasión inútil”.
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Y ahora ¿a quién escribo y por qué?. Lo sé, pero no lo digo para que no pierda su encanto, ya que a la postre lo que interesa es que el lector dé su respuesta, ya que leer es el anverso de lo escrito.
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Me hubiera gustado comenzar escribiendo “tengo que decirte algo, pero ya no llegan mis palabras…”, por eso escribo y lo cuento. Y terminaría diciendo: “… pero ya mi prosa tiene otra brújula y viajará a otros lugares lejanos a ambos”. Por ello lo no escrito es lo que da valor a lo que escribimos, como la mejor foto o la pincelada de arte total son aquellas que no hacemos, las que quedan pendientes y nos empujan a ejecutar las demás.
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No hace falta que lo entiendas, deja que transcurra como lo hace la corriente de un río, escucha. Nada más.
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Muchas veces las previsiones de los autores acerca de los destinatarios de sus escritos fallan. Yo dediqué veinticinco años de mi corta vida a la redacción de un Diario, obra que jamás tuve intención de publicar, entre otras cosas por lo que me parecía que tenía de farragosa e inabarcable. Lo hice como ejercicio de exploración interior, al tiempo que lo utilizaba como cantera de la que extraer ideas para mis otros escritos más breves y accesibles.
Pues bien; me he enterado de que, hace algunos años, hubo un sujeto que tuvo la paciencia de leérselo entero e incluso hacer su tesis doctoral sobre él (hay que estar locos). Muchas veces pueden pasar años, o incluso generaciones enteras, hasta que algo que escribimos encuentre su destinatario ideal.
Cierto que la mayor parte de la semilla sembrada suele caer en terreno baldío y perderse. Pero siempre hay un reducido porcentaje que logra sobrevivir y germinar. Por esos pocos, digo yo, merece la pena seguir «perdiendo el tiempo».