Ahora lo entiendo

No podía entender que ante todo lo que sucede, con la cantidad de información de la que disponemos y resortes para hacer algo por mejorar nuestra situación, así como defender parcelas de libertad que perdemos porque dependen de nuestra manera de vivir, muy pocas personas hagan algo. Y éstas a medias, pues lo hace sin dar pasos definitivos.

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Las organizaciones acaban siendo arenas movedizas que se tragan todo, cualquier atisbo de lucha social se diluye en la nada al cabo del tiempo.

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Es ahora que viajo en el metro y en el tren de cercanías, a diario, mientras que observo las caras de quienes lo hacen conmigo, que escucho conversaciones, que estoy atento a cómo se mueve en los andenes lo que parecen células de un gran organismo social. Ahora comprendo.

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Estamos encerrados en un horario. La conciencia se disuelve en un objetivo inmediato: la estación a la que he de llegar y luego ir adonde tenga que ir y luego volver por el mismo túnel.

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Hube dejado aquel mundo, pero al volver al cabo de los  muchos años me percato de que es aún más intenso. No hay escapatoria. Todo un mecanismo social e individual, que traslada el aparato biológico que somos al cultural, nos hace adaptarnos o sucumbir en la locura y el disparate. Pretendo hacer el recorrido apoyado en una sola pierna, sin agarrarme a las barras. Me miran los demás. Nadie dice nada. Si alguien quiere dejar una moneda, digo que no lo haga. Sólo anuncio que “es el equilibrio”. Algunas personas lo intentan imitar. Al ver que no pueden desisten. Yo continúo aunque no lo consigo.

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El otro día un señor gritó “¡mi maletín!”, varias veces. “!Ahí está!”, advertí, y señalé dos puertas más allá de donde estábamos. Vi que alguien lo cogió, estaba a su lado, pero pensé que era del dueño. Mucha más gente lo vio. Nadie dijo nada. Se abrió la puerta. El hombre al que quitaron el maletín gritó para que fuera la policía. Quien robó dejó el maletín en el suelo y salió sin correr. Al llegar dos vigilantes de la seguridad privada del metro vieron que el señor que gritó tenía su maletín. Se quedaron en la estación y señalizaron para que siguiera el metro su ruta y no retrasarse demasiado. Algún comentario de una señora de que le pillarían por las cámaras. Yo me pregunté: ¿a quién?, si no saben nada de quien pudo ser. El señor del maletín me dio las gracias. Se quejó de que al mínimo descuido… Se despidió dos estaciones después insistiendo en su agradecimiento. Silencio al respecto.

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Ese mismo día al volver en un tren de cercanías me fijé en un señor que ya había visto alguna vez. Fuma en el andén al lado de una papelera con un pie apoyado en un banco. Le he visto cuatro veces. Siempre hace lo mismo. Cuando tira el cigarrillo al suelo lo hace como si dijera “ahora”. Y se acerca a alguien, siempre a dos. No es extranjero. De mediana edad. Se pone a hablar simpáticamente con uno de ellos: te pareces a…. Vaya retraso (algo que da lo mismo en aquella jaula porque el caso es esperar) y para esto quieren que paguemos impuestos… Con quienes habla no hacen demasiado caso. Sí, ya, puede, vale… pero se forma un grupo que mira y escucha, por entretenerse. Me incluyo. Al otro lado de la vía, en otro andén se ve a una pareja de vigilantes de una empresa privada. Lo remarca bien el peto e insignias que llevan. El sujeto que inicia la conversación sigue hablando, ahora para todo el que le escuche. Cuando llega el tren se forma un revuelo. Él se mete en el tumulto de personas que quieren entrar a tropel.

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Días después veo desde arriba de las escaleras al mismo señor dicharachero en otro andén. A uno de aquellos vigilantes con otro, pero uno seguro que fue el del día aquél. El señor va entre gente metido en el bullicio que él mismo ha provocado. Me fijo que los vigilantes le miran. Si yo lo intuyo ellos lo tienen que saber. Voy al andén donde están. No me corresponde para donde tengo que ir. No puedo denunciar nada porque nada he visto. Nada delictivo. Pero me acerco a la pareja de vigilantes. “Disculpen…”. Me excuso por interrumpir su labor. Les comento que hay muchos carteristas, que lo he leído en la prensa. Me miran como diciendo que para eso están ellos. Sí, dice uno parco en palabras. Comento que en el andén (lo señalo) donde estuvo el señor hay gente que actúa siempre de la misma manera. No dicen nada. Miran a un lado y a otro. Uno me mira. Digo que se podría evitar, a parte de medidas sociales, también una atención más cercana a lo que sucede. Uno entra al trapo. Dice que ahora están “los buenos” gobernando la ciudad y que parece que no haya cambiado nada. El otro le interrumpe: que si quiero denunciar algo que vaya a comisaría. Simplemente me ha parecido… Nosotros seguimos una ruta que nos marcan, y sólo en caso de que pase algo…. Habló con cierto enfado por el tono de voz. Me callé y me fui, porque no parecieron con muchas ganas de hablar. Y siguen una ruta y punto. Hacen lo que tienen que hacer y ¡ya está!.

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Me recordó lo del «protocolo» en la sanidad. De ahí no se salen los profesionales pase lo que pase con el enfermo. Recordé el “programa» que hay que seguir y que marca el ministerio en la enseñanza, funcione o no con determinados alumnos o alumnas.

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Entonces me di cuenta de que funciona toda una cadena de miedos que enmascaran algo. Los que marcan la ruta tienen miedo de que algo actúe de manera diferente y necesitan ese miedo para empujar la maquinaria social: unos que vigilen y otros vigilados. Los que hablan con desconocidos en el andén necesitan que exista el miedo para actuar sobre él sin dar miedo. Y que alguien vigile para dar confianza. Quienes vigilan necesitan el miedo de la gente para que les paguen por su trabajo y ellos tienen miedo de que les puedan despedir. Y la gente en general tiene miedo de que le pase algo, sin saber exactamente qué. Pero necesitan ese miedo para no hacer nada, para callar y despotricar en su casa o en el bar, porque necesitan el miedo para esconder y justificar el egoísmo y su egoísmo, como todos los demás. Me incluyo.

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No se lo puedo contar a nadie porque sospecharían de algo, sin saber qué exactamente. Tendrían miedo de opinar, de que se vean comprometidos. Y a nadie le importa. A mí me da miedo su miedo y el mío propio. Por eso escribo estas palabras que coloco en este blog para lanzarlas como las del náufrago que lanza en su botella desde su isla, perdido, con un mensaje.

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Entendí que nadie haga nada por nada porque tenemos marcada una ruta y nos uniformamos para seguirla en un horario.

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Seguiremos informando, aunque os pido disculpas de antemano por si me alejo alguna vez de la realidad en busca de sueños que son túneles que atraviesan el túnel por el que viajo cada día con un billete de ida y vuelta que encima tengo que pagar.

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3 comentarios en “Ahora lo entiendo

  1. Hay una frase mía en mis diarios que falsamente se atribuye al Presidente Roosevelt: «No hay nada que me inspire tanto miedo como el miedo mismo». Miedo al qué dirán, miedo a comprometerse, miedo a perder el puesto de trabajo… Pero son cosas inevitables, creo yo. Lo importante es estar precavido contra ellas.

    Lamentablemente, la mayoría de las personas viven en una autocomplacencia estúpida y estéril, sin ser conscientes de sus propios miedos, aunque sigan estando allí, en estado latente. Piensan que es más cómodo mirar para otro lado.

    La temeridad no es ausencia de miedo, sino más bien la falta de prevención contra él. Dicho en dos palabras: quien no le tiene miedo al miedo es un perfecto idiota.

  2. Salud Ramiro: Pero en el fondo no entiendes. No entiendes que para entender deberías de no bajar al metro ni usar los cercanías. Para entender deberías de andar más por la calle pues tendrías más variedad y más novedoso, puesto que todos los días ves lo mismo y por lo tanto lo único que haces es encuadrarte en la rutina. ¡Ah! Es una forma de expresarlo. No lo tomes a mal. Salud.

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