Hace unos días disfruté de una experiencia placentera que muy bien se puede asociar a la idea de ¡felicidad!
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Un día otoñal soleado. Durante el rato de asueto y descanso, tras corregir un texto en la biblioteca, salí a una plaza muy bonita, en parte por la fachada renacentista sobre la que se asienta, con un jardín y el paisaje de cúpulas y edificios e iglesias que se ven desde aquel lugar.
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Pero ese día fue especialmente atractivo y peculiar. Al llevar poco tiempo en la pequeña ciudad en donde está este idílico e incomparable paisaje urbano, me llama más la atención y me sorprende cualquier novedad en su entorno, pero la de aquel día… la de aquel día me deleitó. Me ha parecido impresionante.
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Una música de guitarra que tocó un joven: preciosa. No sé decir a qué partitura corresponde. En un espacio con sol, que calienta, pero no sofoca. Comí mi bocadillito de media mañana que además ese día fue especialmente rico para mí: de patas de cangrejo pasadas un poco por la sartén y salsa de tomate. Sin bullicio, ni grupos de turistas como en otros momentos. Al lado de un espacio de rosas rojas florecientes, muchas y con su aroma peculiar que se percibe al acercarse a ellas. Hay unos chorros de fuente que la música hizo más bellos si cabe a la vista. Los árboles grandes que parecen diseñados para ese rincón, con sus peculiares y sinuosas formas, bajo cuyas sombras está la estatua de un personaje histórico de gran inteligencia que trasmite paz y tranquilidad. Una chica sentada a los pies de uno de hoja perenne, con un vestido cuya falda pareció la prolongación de su melena enrubiada en la placidez de su lectura. Su contorno acariciaba la distancia convertida en una mirada que patinó en torno a su silueta, para seguir recorriendo las demás vistas que parecieron formar parte de una orquesta visual en compañía de la sonoridad de la guitarra de fondo. Todo se hizo bello en aquel momento y lugar histórico, lleno de arte. Respiré aquel instante. La música de guitarra lo intensificó, como si lograse asociar a la vista, al tacto y a los demás sentidos la emoción de estar satisfecho.
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Me dije que yo, a quien no le gusta usar la palabra “felicidad”, debería de nombrar ese momento con dicho término. Para mí un intervalo de tiempo maravilloso. Hasta que se acercó un hombre delgado, pequeño, mayor, de cuya presencia no me di cuenta hasta que estuvo a mi lado y comenzó a darme tortazos. Uno en el brazo y otro en la cara. Hizo como que me despertase de un sueño feliz. Tamaña fue mi sorpresa que no fui capaz de entender que estaba sucediendo, sino que reaccioné por acto reflejo intentando impedir que siguiera con su acción, que no vino a cuento, sin que mediara palabra ni aviso alguno. Puse mis brazos en guardia y traté de empujarle para que desistiera de aquel atropello. «¡Qué hace!», grité, algo asustado tengo que reconocer. Y «¡déjeme en paz!». No sé quien es, ni él a mí me conoce. Mientras que retrocedí hice como un arco y él al seguir abalanzándose sobre mí se tropezó con un seto bajo de rododendros en el jardincito de detrás y se cayó en el césped. Me quedé parado, un instante. Dos camareros de un restaurante que hay en los aledaños de la plaza se acercaron al señor. Me pidieron tranquilidad al ver mi rostro desencajado.
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El hombre mayor caído en el suelo estaba fuera de sí, con los ojos perdidos, como si no supiera qué hubo sucedido, pero el gesto de su cara mostró rabia.
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No se preocupe, dijo uno de los camareros hablándome. El otro instó al señor a que se quedase quieto, ya que intentó levantarse. Hubo gente que se acercó, pero a la periferia del jardincito posterior, donde el hombre aquel estuvo caído. Pocos.
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Un camarero me dijo que habían llamado a la policía, que no me preocupase, que es una persona demente, que ya pasó alguna vez algo similar. “No sé como le dejan en la calle, porque siempre la está mangando”, dijo el otro. El señor sentado en el suelo miraba a un lado y a otro, como si alguien le estuviera esperando o persiguiendo.
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Llegaron dos agentes de la policía que bajaron de un coche. Ayudaron a la persona caída a levantarse, con amabilidad. Me preguntaron si tenía alguna herida, si quería denunciar, pero al ver que aquella persona no es dueña de sus actos dije que no. “Cualquier cosa, para eso estamos”, dijo uno de los agentes, los cuales hablaron con los camareros, a los que dieron muestras de conocer. Agradecí a los cuatro su intervención y di un paseo comprendiendo en mis pensamientos que aquel hombre fuera de sí y de la razón había hecho que aprendiera algo importante sobre la felicidad, sin querer y sin yo esperar tal moraleja, porque fue luego, al pensar en lo que sucedió, cuando me di cuenta.
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Al día siguiente la misma plaza, con el solecito en algunas zonas y otras con sombra y su especial belleza difuminada con la tranquilidad como fondo. No hubo la música de la guitarra, pero oí la que hacen los chorros de agua en la fuente. Las rosas rojas con todo su esplendor, el paisaje, pero sin la chica que sentada en el suelo y apoyada en el árbol leyó el día aquél, pero queda su recuerdo flotante y el césped se llenó de gorriones y vi más palomas que el día anterior, que algunas parecen torcaces. Y bajo el cielo vi pasar volando una bandada de cigüeñas, que nunca antes hube visto, ¡nunca!. Debe ser un lugar que aglutina a estas aves, porque el escudo de la ciudad es franqueado por el dibujo de una paraje de ellas. Pensé que podía caerme una cagada, lo cual me provocó reír. No, no sucedió. Estaba ensimismado, abstraído, mientras que comía el bocadillito, aquel día de salchichas con un poco de mahonesa y un zumo, de los de envase pequeño, de piña, que cogí de los de mi hija, porque siempre suelo beber agua. Y respiré hondamente.
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¡Que belleza! y momento tan pleno. ¡Me mordí la lengua sin querer!, ¡qué dolor!. Me di cuenta de que la felicidad nunca es completa y tiene sus límites. Por eso hay que aprovechar cada instante.¿Cómo me pudo suceder esa torpeza. Pues me sucedió. ¡Que dolor!, encima más porque rompió mi momento feliz.
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Ahora, como los días sucesivos, he seguido saliendo a aquel sitio tan bonito, descanso, estiro las piernas y tomo el tentempié de media mañana aprovechando los espacios con sol. Me acostumbro a su belleza por lo que no me causa tanta impresión como los días aquellos que he contado. Al menos de esta manera me siento más seguro.
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Y un cuento chino: bajé en la estación del tren de cercanías donde hube de hacer trasbordo, pendiente de ver qué escalera tengo que subir y luego bajar otra para el cambio de andén, para lo cual hay que darse mucha prisa. Pendiente de ello estuve cuando un hombre pequeño de rasgos orientales me pregunta que si he visto alguna vez a un chino feliz. Me quedé perplejo y sorprendido. No reaccioné, pero por acto reflejo abrí los ojos, arqueé las cejas y subí los hombros.
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– ¡Pues mírame! -, dijo el chino con una cara sonriente de gesto que desbordaba alegría. Me señaló el tren del que me bajé, y el de enfrente. – De aquí a ahí -, dijo señalando con el dedo índice uno y otro andén, a la vez que dio a entender que no tiene que subir ni bajar escaleras automáticas y que cuando llegó ¡justamente! estaba el otro. ¡Que suerte! – ¡Soy feliz! -, exclamó. Le sonreí, pero al ir a subir al vagón se cerró la puerta. ¡Oh!, pensé, pobre. Se le puso un gesto triste y quedó cabizbajo. “Ahora soy un chino triste”, dijo. Cerré los ojos y estiré los labios como si quisiera decir que qué se va a hacer, apoyando mi mano en su hombro. Me iba a desplazar adonde tengo que coger el tren que me lleva a mi destino, cuando en esto que llegó un tren al andén en el que esperaba el chinito aquél y se puso alegre otra vez. El mismo tren que perdió retrocedía y abrió las puertas para que entrara. Lo que así hizo con gesto de satisfacción y sorpresa.
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Yo perdí el mío. ¡Qué se va a hacer!. Al menos vi durante un instante a un chino feliz.
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