Al viajar cada día en el tren de cercanías, siempre en el mismo horario, veo caras conocidas. Si falta alguna de ellas un día la echo de menos. Hay una persona en la que me fijé especialmente. No sé su nombre ni sé quién es.
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Siempre que entro en el vagón está sentada. Mira por la ventana, sin adormecerse nunca como hacen los demás. Deja vagar sus ojos hacia la ventana, pero tengo la impresión de que no ve nada, porque mira más allá de a través de la ventana.
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Lleva gafas de estructura negra y va vestido siempre con traje y corbata, la chaqueta es de cuadros pequeños, clara. Las corbatas tenues azules, rosas, moradas. Muchas veces pone la mano en la boca, o más bien sujetando la barbilla.
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Pasada la primera semana, aproximadamente, crucé con él mi mirada. Fue un instante. Desde entonces coincide nuestro campo visual cada día una vez, nunca más. He intentado fijar mis ojos en los suyos, pero nada, no lo consigo.
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Es como un reloj que siempre está en su sitio. Pero dejó de serlo de alguna manera, a no ser que haya muchos tiempos consecutivos, cuando un día me retrasé. Este señor estaba en su sitio. En el tercer vagón, en el mismo asiento correspondiente al horario de siempre. Pero es que otro día me adelanté en el horario y lo mismo. ¿Exactamente igual? Sí, por asombroso que pueda parecer.
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Decidí hacer el mismo viaje el domingo. Ahí estaba. Decidí un día entero dejar de buscar trabajo, después de treinta y siete años buscando un empleo día tras día, por uno que no lo hiciera no se iba a notar mucho y el resultado iba a ser el mismo, a lo cual ya me he acostumbrado. Dediqué las veinticuatro horas a seguirle. Pensado y hecho.
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Cuando vio que no me bajé en mi estación correspondiente, noté que se dio cuenta. Se queda mirando por la ventana. Días atrás desde el andén moví las cejas con disimulo, pero él mantuvo su cara de poker, creo que hizo un esfuerzo para no sonreír. Pero esto es algo que interpreto, que no me consta fehacientemente. Me quiero remitir estrictamente a los hechos.
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Aquel día que me quedé, que no bajé a la estación que me corresponde, miró a través de la ventana y movió un poco la cabeza, muy poco, con disimulo y estiró el cuello. Sin mover la cara después colocó sus pupilas de reojo para comprobar que yo seguí allá, en el vagón. Fui de pie, junto a la puerta a la espera de que él bajara. Por el reflejo de la puerta que quedó tras de mí vi que siguió impávido, quieto, como ausente. La gente entraba y salía, muchos bajaban, muchos subieron. Siempre muchos, menos en la última estación que quedamos cinco. Bajaron tres.
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Cuál fue mi sorpresa que a dos minutos hay otra estación que no viene anunciada, en la que da vuelta el tren y abre las puertas al empezar el recorrido en sentido contrario. Me quedé en mi sitio al ver que este señor no bajó. Frente a la ventana una pared, ni siquiera un cartel de anuncios, al no estar en el exterior como en otros trayectos. Aquel hombre continuó mirando y yo también, pero fijándome en él con mucha cautela. Decidí llegar hasta el final. Se supone que donde bajase es donde sube.
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Nunca vi que se rascase la cara. Excepto el mentón. Ni se mete en dedo en la nariz como el resto alguna vez. Tampoco se fija en la gente. Al menos no parece que lo haga. Me quedé después de siete horas mirándole a ver si reaccionaba, que me hiciera una señal, que me sonriera para facilitar mi acercamiento. Tuvo que saber que me interesaba por él. No hice ninguna hipótesis, sino que tal vez fuera un funcionario, luego he pensado que jubilado. O es el dependiente de un comercio, evidentemente sin tener que fichar. ¿Un parado de larga duración?, pero vestido con traje y corbata no sé, como que no. Puede que un trabajador de la banca, en una ventanilla. Tampoco da la sensación de alguien apasionado. Pero estas cuestiones no se saben. Fueron pensamientos vagabundos que se me ocurrieron, porque horas y horas haciendo el circuito y vigilando, no fuera que bajara en alguna estación en algún momento determinado, dan para mucho.
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Llegó el último trayecto, el último tren porque cerraban las estaciones. Supe que no nos iban a dejar quedarnos en el vagón, porque si él no bajaba yo me quedaba, y si viniera alguien a echarme y a él no alegaría agravio comparativo. Ya no fue el huevo, sino el fuero: saber por pundonor dónde se apea.
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En esos tres minutos a la última estación no anunciada sentí con más fuerza los latidos del corazón. Supe que algo iba a pasar. No pensé nada, ni elucubré. Mi respiración se intensificó. El señor siguió mirando por la ventana. No miró el reloj. En ningún momento uso un Pad de esos, ni teléfono móvil alguno. Nada. La ventana y él. Y yo entre medias. En cierta medida fui yo quien se sintió espiado por él.
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Paró el tren. Por los altavoces se anunció que se cerraba la estación. Muy despacio el señor, como si yo no estuviera, se levantó. Pensé que me diría algo, que me haría algún guiño o señal. ¡Nada!
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Cual fue mi sorpresa cuando al ponerse de pie vi que llevaba puestas unas botas altas de cuero marrones, muy desgastadas. Es curioso porque no se mueve del asiento. ¿Para qué las botas de cuero? Me resultó extraño que llevara este calzado yendo con un traje y con corbata. Se puso a andar. Él salió por una puerta y yo por la otra.
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¿Por qué vistiendo de traje llevaba unas botas altas de cuero puntiagudas? No paro de dar vueltas a semejante detalle. Fue para mí una sorpresa. Nunca hubiera imaginado que aquel señor con aspecto de funcionario, tan modoso y formal en apariencia, calzase de aquella manera.
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Y, sin embargo, ya nadie grita ¡viajeros al tren!!!
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Hay cosas que no tienen explicación ¿Se le ha ocurrido pensar que tal vez no iba a ninguna parte? ¿Qué a lo mejor viaja en el cercanías por el mero placer de observar (o sentirse observado) y mirar por la ventana? Estoy por apostar que, apenas se apeó, volvió a subirse al tren para efectuar el recorrido en sentido inverso. O tal vez lo hace caminando por la vía del tren, como la persona de la foto, lo cual explicaría el detalle de las botas. En cualquier caso, resulta un tanto pueril este empeño nuestro de los humanos por buscarle siempre tres pies al gato. O a la bota.
A veces aparecen extraños en tu camino. O tú en el suyo. ¿Qué quieren?, ¿qué representan? ¿Son formas de conectar personas o momentos? Ahí están, existen; sus miradas se clavan, aunque sea por un instante en la tuya. Pero no hablas con ellos. no sabes si tienen un antes y un después a ese momento de encuentro. Día tras día te ocurre con mucha gente con la que viajas a diario en el transporte público. Coincides con ellos durante días, semanas, a veces años. Pero no te encuentras con ellos fuera de esos minutos de viajes. No sabes dónde van, ni de dónde vienen. desconoces todo de ellos. Ni siquiera tienes la certeza de si viven fuera de ese tren, de ese metro o de ses autobús. Pero los seguirás viendo, imaginando sobre ellos y sobre su vida. Forma parte de ti de alguna manera y no puedes desprenderte de su presencia, eso no depende de ti. Probablemente tampoco de ellos.