Una de las acepciones que ofrece el diccionario de la Real Academia española es: “persona de cortos alcances”. Me vino a la cabeza esta palabra, que cuando se repiten situaciones similares es sinónimo de simpleza, pero gente buena en general. Los que son bodoque bodoque son brutos, zafios y prepotentes. Pero una anécdota en cualquier caso que comparto con los amables lectores. Porque es un hecho tras otro. Curioso.
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Pondré una serie de casos que me han ocurrido. ¿Excepciones?, pero han sucedido en cadena, algo que nunca había vivido y, sin embargo, en esta pequeña ciudad parece un patrón que se repite. Contrasta, por contra, con que es una urbe en la que no paran de haber actos culturales, exposiciones, conferencias, manifestaciones artísticas.
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No sé que pensar.
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Tuve que ir a la delegación de educación de la zona Este. Miro la dirección y es la del instituto donde estudia mi hija, un recinto enorme. Pregunto en «Administración». No es allá. Que vaya a Secretaria. Pregunto para entregar un papel de las becas de traslado. Me dicen que no lo recogen. Que no es allá. Indico la dirección que me han dado y me dice un secretario que está mal, que allá no es. Vuelvo a la capital provincial, me dicen otra calle. Es la del instituto, pero por detrás. Vuelvo a ir a secretaria. Nada. Llamo a la consejería de educación. Me dice que entre y vaya a la izquierda. Lo hago y ¡el instituto!. Vuelvo a la secretaria, que por favor lo recojan. Que no vuelva, que allá no es. Insisto. Un bedel me indica que en el lateral del edificio hay otro grande que será en él. Así fue. Al coincidir con el secretario en el tren de cercanías días después me pidió disculpas, que ¿cómo no se le ocurrió indicarme el otro edificio?, no se ofuscó, dijo y repite cada vez que nos vemos. No fue mala intención: «¡pero como no se me ocurrió!».
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En la oficina de las becas, quinta planta. Hay dos personas a cargo. Se trata de entregar una documentación para la beca de desplazamiento, que se hace por internet, pero un papel hay que darlo materialmente. Me dicen que lo haga por internet. Digo que no se puede, que hay un papel que exigen las normas que hay que entregar. No lo saben. Les digo que lo miren en internet. Dicen que no hace falta darlo. Digo que sí. Que para becas de universidad no, pero para bachiller sí. No saben. Hay tres modalidades. ¡Ah! No sé qué pensar. Estaban a uvas quienes han de informar. Alucino porque voy a cumplir un requisito y soy yo quien digo al personal encargado cómo hacerlo. Voy a entregar el papel y me dicen que en registro. En registro me dicen que en la capital. Allá me dijeron que en la delegación Este. Una funcionaria que intervino desde otra mesa dijo que lo enviase por correo certificado a ¡esa misma dirección! que así ya se entregará donde corresponda.
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Al día siguiente me instalo en la biblioteca universitaria, tras el periplo que ya he narrado. Soy nuevo en la ciudad. No la conozco. Pregunto en la entrada por la oficina de Correos, porque he de certificar una carta. Me indican que enfrente justo. Salgo y no veo enfrente sino un restaurante y una nave, parece un garaje. Vuelvo. Digo que no veo ninguna referencia a Correos en el edificio de enfrente. Me dice algo enfadado, que ya me ha dicho que es enfrente. Camino desolado a ese edificio y pasó a la plaza adyacente. Efectivamente veo que hay una entrada a una oficina de Correos. Me lo pudo haber dicho ¿no? y no “le he dicho que es enfrente y ya está». La mujer de la oficina me pregunta que por qué estando tan cerca no lo entrego directamente, que así me lo sellan y es gratis. Le digo que me solicitaron que certifique la entrega del documento. Me dieron ganas de decir: «me rindo».
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A esto y lo que viene, hago un inciso: de andar por la calle observo que se respetan poco o nada los pasos de peatones. Alguno me ha sucedido que se encara por cruzar y hacerle parar. Si no viene nadie se saltan los semáforos, incluidos los autobuses. Y al cruzar por un semáforo aunque esté rojo para los coches si ya han pasado los peatones se lo saltan, por regla general, lo cual me crea cierta ansiedad cada vez que cruzo. Una vez estaba tan harto de aquella zozobra que cuando un coche en lugar de parar iba despacio metiéndome prisa al cruzar por un paso de cebra, me paré y dije que haber si respeta a los peatones. Me dice que haga el favor de darme prisa, me insulta y lo curioso es que los peatones le dan la razón y le apoyan, que parezco tonto, que quién me creo que soy. Dije en alto que estaba en un paso de peatones. ¡Anda ya, gilipollas, cruza y no te pares! Lo dice un peatón. Se supone que defiendo sus derechos.
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Un día llovió mucho. La calzada estaba con agua. Me llamó la atención que los viandantes fueran en fila india, uno tras otro, arrimados a la pared. Había dejado de llover. Ando por el centro de la acera. Un coche pasa deprisa y me salpicó. Voy al borde de la acera para llamarle la atención, que tenga cuidado, cuando viene otro coche más deprisa y me empapa. Encima toca el claxon como que hubiera hecho una gracia. Los peatones me miran de reojo. Alguno se ríe por lo bajini.
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¡Ay! Se me gastó el bolígrafo con el que corrijo a mano, para luego pasar al ordenador. Salgo a comprar uno por el entorno y no encuentro donde lo vendan. Una tienda china sí. Tengo que volver a salir porque apenas escribe. En tierra de escritores ilustres, con museos y exposiciones sin parar al respecto no encuentro un bolígrafo. Sí plumas de escribir de lujo, con sus respectivos tinteros revocados y en una calle no muy larga hay nueve pastelerías. Pregunto a un grupo de cuatro jóvenes. Uno de ellos me dice que ¿para qué quiero un boli? Digo que para escribir. Y fue lo contrario de bodoque: me regaló uno que sacó de la mochila. Es el que uso y lo guardo con cariño.
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Vino un hermano a verme. Le enseño la ciudad y sus tesoros monumentales que son muchos. Vamos a entrar a la catedral y nos piden un euro por entrar. Digo que ni hablar. Pues entonces que no entro. Le digo al encargado del sacro lugar que estuve el día anterior, que pasee por ella y que hablé con él y no me pidió pagar nada. No recuerda. Le digo que haga el favor de dejarme pasar, que me parece un timo. Le pido credenciales del puesto que ocupa. Me responde que quién me creo que soy. Le digo que alguien que quiere ver la catedral y que ayer paseé por ella gratis. Le indiqué que hube preguntado por unas postales. Entonces se acordó. Me indica que fui a la exposición que hay de los santos patrones de la ciudad. Es gratis. Me dice que es a lo que fui el día anterior. Le digo que está dentro de la catedral y que entrando a la misma se ve la catedral toda ella. Insiste en que si vamos a la exposición podemos pasar gratis, pero a la catedral no. Pasamos y vimos la catedral gratis.¡!
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Tengo la sensación de parecer un borde, pero, sinceramente, no entiendo. Hace unos días quise ir al Instituto Cervantes. Una institución importante, la que más renombre tiene, incluso a nivel internacional. Hay un cartel con una flecha que indica una dirección. La sigo y casi salgo de la ciudad. Pregunto. Uno, dos, tres no saben. Me mosqueo. No puede ser. Empiezo a contar y son cuarenta y tres personas las que no saben. la mayoría naturales del lugar. No me lo pude creer. ¿A ver si es que me he confundido de ciudad? ¡Es imposible! varias personas me dicen que pregunte a la policía, pero ese día estaban todos ocupados porque iba de visita el obispo a la ciudad. ¿Preguntar a la policía? En última instancia sí, pero no me crucé con ninguno ese día. Un señor me invita a tomar una caña, que había quedado con unos amigos , pero que no me preocupara que si es un edificio no se iba a marchar. Le agradezco su cortesía, pero sigo mi búsqueda. Una señora me dijo que le acompañase y me regaló una cajita pequeña de almendras garapiñadas del convento de las Clarisas. Si yo lo que buscaba fue un edificio concreto. Un señor me contesta: “No sé, sé que está en esta ciudad, pero no me acuerdo dónde, para no hacer que vaya a un sitio que no es mejor no le digo nada”. Pregunto en una librería. Me dice el sitio exacto donde es. Un antiguo colegio mayor con un letrero de éste. Entro a ver una exposición. Le digo al vigilante que he pasado por ahí y no supe que es el Instituto Cervantes. Me dice que hay un cartel. Le indico que no lo he visto. Sale conmigo. Señala un cartel. No se lee nada. Se lo indico y dice que es que está borrado. Y todavía sigue así. Le indico que si está borrado no se puede leer. Me responde que da lo mismo. Que quien quiera venir ya sabrá como encontrarlo. Como yo, me dije.
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Sumergido en este marasmo tuve un estallido de lucidez. Muchos años he estado dando vueltas al comienzo de la obra de “Don Quijote de la Mancha”: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme….”. ¿Por qué dice “no quiero acordarme”?ha sido para mí una incógnita durante mucho tiempo. Lo lógico sería decir «no puedo» o «no me acuerdo». Pero ¿no querer…?, implica que sabe dónde es. Un recurso literario, pero siempre tuve esa duda. Igual que a qué se refiere “mancha”, ¿a un lugar geográfico? De repente me sucedió a mí algo similar: que no quiero acordarme y lo escribo. Eureka.
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Demasiado bodoque, demasiado kafkiano todo. Pero me encanta tu forma de contarlo y denunciarlo. Cuántas veces he vivido algo parecido, he pensado cosas similares y no he llevado nada al papel y a la crítica. ¿Me habré habituado? Espero que no.
Debe ser por lo que usted cuenta que los bolígrafos y plumas estilográficas, como los que regalaba Francisco Correa a altos cargos del PP vinculados a la trama Gürtel, están tan caros. Lo bueno escasea y, lógicamente, hay que pagarlo.
Permítame a continuación un apunte erudito: antiguamente el verbo «querer» se empleaba como auxiliar para construir el futuro, tal y como ocurre actualmente en otras lenguas como el inglés. No hay, por tanto, ninguna segunda intención en la frase. Sin embargo, esta produce un efecto de sorpresa en el lector actual. Borges analiza el fenómeno por lo menudo en «Pierre Menard, autor del Quijote», por el que la misma frase o el mismo texto, leídos en épocas distintas, causan una impresión totalmente diferente en el ánimo del lector. Saludos, Ramiro.
¡Demasiados bodoques, zoquetes, turumelos…!