Sucedió el tercer viernes de diciembre del año pasado. Algo terrible desde mi punto de vista que he de exhalar a modo de una catarsis que necesito, no para aliviar mi pena sino redimir el hecho.
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Precisamente yo que he defendido el amor como lo único que nos hará salir del fango de lo mundano, su pureza y de ser aquello que crea la belleza. Y lo fui a ensuciar, aunque he de decir que fue sin querer. Imperdonable, pero pido perdón y vos benevolencia, lector. Lo siento profundamente, en el estricto sentido de la palabra.
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Los hechos por punibles que sean cuando se explican, cuando se sabe el contexto, se entienden mejor. Podría no decir nada porque ¿a quién le importa?, pero sería un silencio cobarde y en cierta medida despiadado porque pedimos sinceridad, leyes de transparencia y luego callamos lo vil que hemos hecho. Es una manera de ser consecuente, pero sobre todo de continuar mi existencia con la dignidad del reconocimiento del mal hecho.
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Voy a dar detalles muy concretos, porque si alguien que lea esto ha oído comentar algo al respecto, o por algún detalle sabe a quién afectó deseo que se lo comuniquen y a mí, para poder, a ser posible, presentarme ante los afectados y explicar qué es lo que sucedió para tal comportamiento.
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¡Yo! que recorrí el mundo de los sueños en busca de una imagen de belleza que me hizo andar de puntillas sobre la línea del horizonte como si fuera un trapecista. He escrito un tratado del enamoramiento y defendido su identidad sentimental más allá de que se crea que es algo etéreo, sino que consiste en ser una realidad de los sentimientos y he podido demostrar que es aquello que define lo real y determina nuestro destino interior. Y pasó lo que pasó aquel viernes del que os hablo.
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Ruego respeto y que no sirva para azuzar enemistades, ni risitas maldicientes y si me retiráis la palabra lo entenderé. Pero sirva mi declaración como una manera limpia de expiar la culpa y si no perdonáis el hecho, al menos lo purifique el hecho de que sea yo mismo su delator.
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Sucedió en la capital del reino, en la plazoleta previa al parque de la calle Peñuela, que divide ésta, entre las estaciones de metro Acacia y Embajadores. De noche, pero no tarde, entre las siete menos cuarto y en punto. Sobre esta hora paso todos los miércoles y un viernes al mes por el mismo lugar para ir a buscar a mi hija que sale de clase de música.
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Iba corriendo a más velocidad de la habitual, sin poder dar grandes zancadas, al pasar por delante de un asiento de madera con respaldo y alargado, o sea un banco en el cual estaban un chico y una chica apoyados uno sobre el otro, a los que no conozco, mirándose mutuamente, con arrumacos que fui viendo, pero sin poder parar a contemplar siquiera de refilón. Lo que igual hubiera sido por ser discreto. Si hubiera llevado en mis manos un violín lo habría tocado como otras veces he pensado en escenas tan bellas, con sus besos entre quienes se aíslan del mundo.
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Pero no pude más. No pude acelerar ni parar sino seguir ante una situación que un poco antes o un poco después no hubiera pasado nada. No pude evitarlo, doy mi palabra. Igual que aquella pareja no pudo impedir amarse y mostrar en cada gesto su sentimiento, y demostrarse entre ellos la pasión que mana de la humana condición biológica, que también a mí me afectó, pero en otro contrario sentido.
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Justo al pasar me tiré un pedo, por más que lo quise impedir. Fue tal la presión que se me escapó. Sonoro y repetido para más inri. Y no pude pararme para pedir disculpas porque la descarga era inminente. Pensé hasta defecar en un huerto urbano que hay al bajar las escaleras en el parque y que sirviera de abono, pero está prohibido y había gente que no habría entendido mi circunstancia. Me dirigía a un bar cada vez más cercano y a la vez me pareció un lugar lejísimo.
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A pesar de todo me di la vuelta para pedir disculpas, sin detenerme, pero al ver sus caras de sorpresa y la chica abanicando con su mano delante de la nariz y el chaval con cara de asco y extrañeza puse, sin querer, una cara agresiva apretando los dientes y corrí en dirección contraria, más no fue como un cobarde que pudieron ellos interpretar sino acuciado porque no pude más. Fue cuestión de segundos. Y me vino a la memoria la maldición cuando alguien se tira un pum: «por donde salió el pedo meta el diablo el dedo, el cuervo el pico y el raposo el hocico«. ¿Qué he hecho, qué he hecho?, me dije.
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Corrí, ya no como la gacela del Bernesga de cuando lo hice a orillas de este río, ni como galgo de Atocha cuando acelero para no perder el tren de cercanías en los trasbordos (un minuto de retraso equivale a veinte que hay que esperar) sino que lo hice con pasos cortos y apretando mis nalgas y con los brazos como si quisiera mantener el equilibrio, consciente de que pudieron entender que me burlaba de ellos. Sólo con recordar su cara al darme la vuelta me abruma, me desconsuela, ¡me da rabia! Y más que parecieran mis movimientos a los de Chiquito de la Calzada sin tener gracia aquello.
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Que desahogo, que desplome al llegar al lugar del estallido sentado en el inodoro. Pasé corriendo al bar, pedí raudo y veloz un café solo largo de agua, casi sin parar en el mostrador. Pero el camarero me entendió porque al salir lo tuve servido, bebida que me entonó debidamente, pero sin poderla disfrutar porque pedí pagar rápidamente. Iba a llegar tarde a buscar a mi hija ya sin dilación, pero tuve que enmendar lo acontecido, pero, oh, la pareja ya no estuvo. Casi lloro porque aquello que hice fue una afrenta. Al contárselo a mi hija creyó que era una disculpa por mi tardanza.
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Quedé desolado, porque si al menos no hubiera tronado aquella ventosidad de la manera que lo hizo no hubiera pasado nada. Nunca me pasó de aquella manera tan exagerada, puede que precisamente por intentar que no sucediera. ¿Y si por culpa de aquello se desmorona la historia de amor? Un amigo de la infancia dejó a su novia de la que estuvo tremendamente enamorado y con quien creyó en el amor eterno, porque la escuchó eructar. Su pareja hasta entonces se rió como que fuera una gracia que se le escapó para hacer de la necesidad virtud, pero mi amigo no lo pudo soportar.
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En cualquier caso fue una guarrada de mi parte y en aquel contexto algo de mal gusto y me hace sentir mal, incluso ridículo ahora que lo cuento. Y es una afrenta que afecta a poetas y a los amantes del amor. Si yo hubiera sido testigo de algo semejante y no saber la acuciante necesidad hubiera llamado la atención a quien lo hiciera y un desagravio hacia los enamorados.
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Me trato de consolar al ver que Francisco de Quevedo eleva el pedo a la categoría de arte, pero es así si quien recibe la afrenta lo entiende como tal. Pero ¿quién ha leído su obra? “Gracias y desgracias del ojo del culo” en la que este escritor considera al pedo algo interior y que viene de lo más profundo del ser humano, por más que los gongorinos de andar por casa tomen a mal semejante comparación con sus versos de nenúfares y terciopelo.
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Los divide Quevedo según sus formas, que luego ha pasado al román paladino en el habla con que el vulgo habla a su vecino, a una descripción geográfica: están los de «Vallaaadoliiiiiid”, finolis. Los de Hueeeesssssca, que son olorosos pero discretos y los de ¡Pamploploplona! que fue el mío, pero tipo mascletá. Y encima con aroma, que hace que Quevedo llame “la moral del pedo” a que a cada cual le repugna el olor de los de los demás, pero el suyo no le ofende ni indispone, sino que hasta le es familiar.
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El problema no es pues el hecho, sino el momento en el cual sucedió y en la ruptura de una situación tan sublime, muy a mi pesar. No pude dar explicación alguna. Desde entonces, durante este tiempo no he parado de pensar en aquello que cuenta el soldado de la conquista de México a las órdenes de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, en su obra “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”, en la que desmiente que se apareciera el apóstol Santiago gracias a quien, dijeron, ganaron las batallas, sino que fue por el esfuerzo y sacrificio de los soldados y no únicamente de los capitanes y el general. Quedaron las heridas, el dolor, la muerte de muchas personas en la batalla por ambas partes.
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Cuenta Bernal que cuando hicieron prisionero en su propio palacio al tatloani, señor de los señores llamados «caciques», de México, Montezuma, le asustaron los traques, que es como se llamó por entonces a la ventosidad que se expele del vientre y de ahí la palabra “traca”. Por su sonoridad y mal olor y que lo produjesen los soldados que fueron considerados teules, demonios malos, aquellos sonidos con su aroma correspondiente fue una prueba más. Parece ser que los indígenas de allá carecieron de las bacterias intestinales ni de las levaduras simbióticas que provocan las flatulencias o el meteorismo. Era una evidencia de que los conquistadores fueran dioses y malos. A su vez los soldados españoles se extrañaban de que este Señor de señores de los mexicanos se bañara dos veces al día ¡para estar limpio!
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Debido a que hubo un entendimiento con Montezuma, en parte forzoso, Hernán Cortés prohibió que se tirasen traques en aquel palacio, lo que al no conseguir el apremio castigó con cinco latigazos a quien los tirase incluso involuntariamente, lo que provocó que se ausentaran del puesto asignado para poder relajarse sin sufrir el castigo.
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Me hago merecedor de los mismos, pero bastante dolor es la afrenta cometida ante tan inoportuna flatulencia, “rumores” que diría el Quijote («¿Qué rumores son esos, Sancho?», escribió Cervantes, que son temas que no escapan en el literario mundo) y para descarga de tal hecho y en paralelo a la poesía que también sale de dentro:
a modo de colofón
pido perdón
por el pedón.
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Pues nada,pensar que por un peo, así me veo.
Inspirado texto, en verdad. A mí lo que me preocupa ante todo es que los jóvenes donceles fueran plenamente conscientes de que el responsable del desaguisado había sido usted, en vez de culparse mutuamente, ciertamente con posibles funestas consecuencias para su amor.
Lo del emperador Moctezuma y los conquistadores españoles ha resultado iluminador: ahora me explico yo que Hernán Cortés lograra tomar México con una fuerza militar muy inferior a la del ejército azteca. No me extrañan que los indígenas tomaran a los invasores por demonios, con olor a azufre incluido.
Me escribe Fernando Pérez, al más puro estilo «fernandiano» Total que no he podido por menos que componer esta romanza que te acompaño, con la intención de que diluya tus remordimientos. De un PEDO QUE SABE LATÍN, cuidado con mearse de risa…
Si por largar un buen cuesco
tienes que pedir perdón,
no me salva ni la Unesco:
¡me llevan al paredón!
No te flageles Ramiro,
no has mancillado al amor,
el apretón lo ha querido,
y eso es urgencia mayor.
Propia es la vida del pedo,
ser travieso y juguetón,
que habita con gran denuedo,
al fondo del pantalón.
Este que reina en el vientre,
es lenguaraz o traidor,
picajoso como liendre,
inodoro o con olor.
Discretín o echao p´alante,
es mudito o buen tenor,
da la nota discordante
si es redoble de tambor.
Con él has de convivir,
y al no haber otro remedio,
cuando lo sientas venir,
libérate de su asedio.
Parán, Pirín, Pirón,
fue un pedo muy reventón!!!
Pirín, Pirón, Parán,
cantares te sacarán!!!
Parán, Pirón, Pirín,
el pedo sabía latín!!!
Amigo Ramiro, en Sierra Morena, en la escena del batán, a Sancho Y Don Quijote aconteció lo que sigue:
«Tornóle a mover las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado. En esto parece ser, o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese una cosa natural (que es lo que más se debe creer) a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no podía hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo; pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible, y así lo que hizo por bien de paz fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con lo cual bonitamente y sin rumor alguno se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían sin ayuda de otra alguna, y en quitándosela dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos. Tras esto alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terible aprieto y angustia) le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció, que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con todas estas diligencias fué tan desdichado, que al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo Don Quijote, y dijo: ¿Qué rumor es ése, Sancho? No sé, señor, respondió él. Alguna cosa nueva debe ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más ruido y alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado; mas como Don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo excusar de que algunos no se llegasen a sus narices, y apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo gangoso, dijo: Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo. Sí tengo, respondió Sancho: ¿mas en que lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca? En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar, respondió Don Quijote.
Bien podrá ser, dijo Sancho; mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos. Retírate tres o cuatro allá, amigo, dijo Don Quijote,todo esto sin quitarse los dedos de las narices; y desde aquí adelante ten más en cuenta con tu persona, y con lo que debes a la mía, que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio. Apostaré, replicó Sancho, que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba. Peor es meneallo, amigo Sancho, respondió Don Quijote.»