“El viaje del elefante”, de José Saramago es una obra literaria a la que, personalmente, no llamaría “novela”. Hace de la ironía un auténtico arte. Lo que en tierras de León llamamos “la retranca”, que maneja con gran maestría este escritor portugués.
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Me han llamado la atención varias escenas, pero en general la manera de narrar la historia es de tal amenidad que parece conversar con el lector. Pero además es un diálogo que sucede en el pensamiento. La forma de escribir me recuerda a la que manejó James Joyce en “Ulises” y en “Finnegans Wake”, al no seguir los signos de puntuación, sino lo mínimo, ni poner los nombres con mayúscula, porque no escriben estos autores aquello que contarían o hablasen, sino que lo que directamente les viene del pensamiento y pensar no tiene las mismas grafías que lo dicho o escrito y lo plasman así. Permite esta forma de escribir mayor fluidez y comunica con más intensidad, si bien hay que acostumbrase a esta lectura, pues de lo contrario es difícil de entender. Y muy compleja a la hora de intentarlo y que sea capaz de comunicar con el lector. No es ensayo, no es novela, es escritura en su sentido pleno, desnuda.
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Cuenta al final Saramago que comiendo en un restaurante, “El elefante” en Lisboa, vio en un mueble una ruta hecha de monumentos en miniatura. Al preguntar por ella le contaron un hecho histórico, real, que es lo que da nombre al restaurante, al referirse al viaje que realizó un elefante de Lisboa a Viena, cuando el rey de Portugal regaló al archiduque de Austria por la boda de éste, a dicho animal. Sucedió, según las crónicas, a mediados del s. XVI. De aquella fecha España hubo conquistado México y las potencias marítimas de entonces, España y Portugal, se disputaban el nuevo mundo en busca del oro, que por otra parte y en otros lares va a alimentar guerras territoriales y de carácter religioso, evangelizando con la espada y la cruz que vienen a ser una imagen parecida. Por eso puede que sea cierto que “la Historia de la humanidad es una sucesión de ocasiones perdidas”
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El viaje del elefante en esta obra más que un hecho histórico, que lo es, es una anécdota, histórica, pero Saramago la mete en la fragua de la sonrisa para dar a lo sucedido una forma narrativa que haga pensar al lector. Posiblemente la escribió para su propio divertimento y, de paso, el nuestro propio como lectores.
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¿Qué valor puede tener el viaje de un elefante atravesando Europa?, ninguno. Un capricho. Pero al ser contado este suceso, como lo hace el autor, adquiere la épica de la sorna, de la risa y hasta de la moraleja si se quiere, pero sin pretensión alguna. Tengo la sensación de que este escritor, en concreto en este libro, esparce las palabras como el anciano que echa las migas de pan en un parque. No espera a que lleguen las palomas, se va, sonríe porque sabe que alguna puede picar… y quienes hemos sacado de ellas un alimento desde la sencillez escrita, sin que dé sensación de querer enseñar nada, hemos picado. Por esto quizá sea que “todo son palabras que sólo con otras palabras pueden ser explicadas”.
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Es por ello que me he animado a escribir sobre esta novela, porque me ha llamado la atención su fondo y lo que como lector he podido inventar, pero que está en el libro. Además de la manera más obvia, pues es evidente que “pocas veces en nuestra vida nos encontramos con un elefante”. Al menos yo me he encontrado con este libro sobre el viaje de uno. Algo es algo.
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Son muchas las anécdotas con las que entretiene la lectura de este libro y se saborea la manera que tiene de narrar el autor, por tal motivo voy a dar mi percepción personal, pues es como un paseo, hay que patearlo, poco se puede describir, pero sí comunicar que he tenido sensaciones que puedo señalar: me ha gustado, para animar a otros a pasear por esa ruta de palabras. Merece la pena. Y vale una sonrisa.
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El elefante se llama “Salomón”. Que le hayan dado un nombre indica que queda fuera de su estado natural, ya desde la India, ¡y vaya lo que recorre el elefante en cuestión! Porque los elefantes no tienen nombre y menos los que pongamos los humanos. Lo cual quiere decir que con el nombre le damos al animal una función, independientemente del significado con el que se nomine. El archiduque lo primero que hace al verlo es cambiar su nombre, por el de “Solimán”, de manera que cambia su función, no va a ser un animal de carga, sino de adorno, lo convierte en un espectáculo. Quizá por eso las cosas cambian de función también en la política, en la cultura, el arte y demás y habrá que cambiar de estrategias si queremos avanzar a nivel social, pues como leemos: “el trabajo no merece la pena cuando para lograrlo hay que destruir lo que se va a volver a construir”. ¿O sí?, al fin y al cabo el crecimiento económico sucede de manera especial y desbordante después de una guerra. ¿No es lo que pretenden los mandamás?, aquellos que regalan elefantes, y quienes los reciben o también cargos políticos, pactos, noticias sin fin y otras prebendas paquidérmicas. En fin.
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Nunca el rey de Portugal se hubo imaginado dar alguna vez la orden de que se limpie a un elefante. Pero ¿y al llegar éste a su destino?, el archiduque de Viena tuvo una duda: si los habitantes de su país le aplauden a él o al elefante, por eso fue muy importante ir delante del mismo. No fuera que…
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Cuando aparece algo nuevo en nuestras vidas hace que veamos las costumbres, los protocolos cotidianos y rutinas desde fuera y, a lo mejor, lo que creemos lógico no lo es tanto. Y lo que nos engrandece y empequeñece puede que no sea sino una simple cuestión de mera percepción. Por eso quizá cabe la pregunta que se hacen los soldados encargados de llevarlo, que forzosamente tienen que seguir el ritmo del animal, entonces ¿quién manda?, ¿el comandante o el elefante?. Curiosa rima.
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Quien guía al elefante y lo cuida y va montado sobre él es un cornaca indio, al que también el archiduque cambia de nombre, y por lo tanto de función. Dejará de cuidar al elefante, para hacerse responsable de una propiedad de su majestad.
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Durante el trayecto hay una conversación entre soldados católicos y el cornaca de religión hindú. El elefante es un animal, no opina, no cree, por eso quizá sea cierto que “entre hablar y callar un elefante siempre elegirá el silencio, por eso le ha crecido la trompa”. Puede ser.
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Puede ser porque en la conversación entre quienes creen en dioses diferentes se critica en los «otros dioses» cosas asombrosamente increíbles, sin que de los nuestras nos demos cuenta y comprobar que nuestra creencia es igual, aunque contada de manera diferente. Los soldados cristianos no entienden que el cornaca pueda creer que un dios (Shiva), por muy destructor que sea, quite la cabeza al hijo de la diosa (Parvati) de la que está enamorado, y todo por una riña doméstica, ¿quién puede creer semejante historia? Y que la diosa le exija que devuelva la vida a su hijo (Ganesh), y que entonces el dios destructor acuda a quien creó el universo (Brahama) , el cual se conserva gracias a Vishnú. Brahama le dice que para que vuelva a la vida el hijo de Parvati ha de colocar a su cadáver la cabeza de un ser vivo que muera con los ojos dirigidos hacia el norte. Y que tal sucede con un elefante. Y su cabeza la coloca en el chico aquél que vuelve a la vida con una cabeza de paquidermo, con trompa y todo. Parece una tontería, pero la fe es la fe.
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El cornaca que es de la religión hindú cree firmemente en aquella historia, pero no entiende como los soldados pueden creer que una mujer tenga un hijo sin haber mantenido relaciones sexuales con un varón, y que encima ese que nazca sea Dios, ni tan siquiera un dios, sino Dios y a la vez sea padre e Hijo, y ¡además Espíritu Santo! Y que la mujer que es madre de ese único Dios suba al cielo en cuerpo y alma ¡y no se cae! y el hijo que es Dios muere y luego resucita, ni más ni menos que al tercer día. Cada cual que crea lo que quiera, pero me pregunto ¿podemos elegir lo que creemos? Quizá, por todo esto, está claro que “un elefante no es para viajar en una góndola y menos con un gondolero cantando en la popa”.
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Puede que la creencia sea algo más práctico, pues a lo largo del viaje Salomón convertido en Solimán, al pasar por delante de una iglesia se arrodilla, lo cual es considerado por la gente del pueblo como un milagro. Resulta que Saramago nos descubre un pequeño secreto, que es que fue el cornaca quien hizo que Salomón, o Solimán, doblase sus rodillas y que fue el párroco del templo quien se lo exigió para afianzar la fe en los parroquianos, que parece que cada vez se arrodillan menos. ¡Y la que se armó!, los pelos del animal se revalorizaron pues al frotarse con uno la cabeza se quita la calvicie, en infusión cura todo tipo de enfermedades… menos mal que no se creen que a un joven muerto le ponen una cabeza de elefante y viva así eternamente, porque entonces ¡Dios sabe qué podrían llegara a hacer!
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Y ¡qué cosas se le ocurre contar a Saramago! El elefante va acompañado por soldados portugueses, que al encontrarse con los soldados austriacos para hacer el relevo de la custodia del animal y seguir el viaje, resulta que los soldados están preparados para hacer guerras y no se les ocurre otra cosa que declarase una entre ellos. Cualquier excusa es buena, ¿por qué han de entrar en el recinto donde está el animal quienes lo van a recoger? ¿Han de pedir los unos entrar o primero hay que invitarles a hacerlo? Cuestiones nada banales, que de no atender pueden provocar un grave enfrentamiento. Nada de esto entiende el elefante, pero es un animal ¿qué va a comprender? Pero tampoco el cornaca, aunque es hindú y como no es soldado no cuenta. Nunca ha habido una guerra entre Portugal y Austria, así que puede ser la primera, pero para hacerla han de recibir la orden. Además el elefante antes de ser entregado ¿de quién es?, ¿de quien lo regala o de quien ha aceptado el regalo? Quien desee saberlo que lea el libro, pero una guerra es una guerra, el problema es que ambos países no tienen ninguna frontera entre ellos, con lo cual ¿para qué quieren hacer una guerra?, además la batalla sería en un tercer país. No se inventó por entonces la aviación. Podían entre ambos ejércitos, o trozos del mismo, conquistar territorio entre medias de ambos para formar un pasillo que una a los dos países, pero eso les obligaría a declarar otra guerra a tres países diferentes. Poco práctico.
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El hecho histórico es que el elefante que de la India fue llevado a Portugal viajó a Viena. Lo que pasó después lo cuenta Saramago. Y lo que sucedió hasta llegar a la meta nos hace sonreír, pensar, viajar en la palabra.
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Y yo me pregunto, es simple curiosidad que agradecería que alguien me contestase: Si Ganesh es un dios formado por dos partes, quién es el dios, ¿el elefante de quien colocaron la cabeza o el del cuerpo sobre el que se puso? Todo encaja, gracias a que la virgen subió al cielo en cuerpo y alma puede dar de comer a los dioses con cabeza de animales y puede limpiar el cielo, fregar, lavar las túnicas del hijo y los mantos suyos y la ropa de los santos, que alguno le ayudará, por eso de la santidad. ¡No van a estar desnudos! Y como es muy grande ese lugar caben las huríes que anuncia Mahoma, ¡todas!, con lo cual no miente ningún libro sagrado porque hay espacio suficiente, con lo cual podemos dejar que abran las puertas para todas las personas y, de esta manera, se acaben las guerras para siempre, sean santas, por el más allá o contra los infieles. No sé. O sembrar pelos de elefantes y que nazcan dioses.
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Ahora bien viajar con un elefante hasta el cielo no parece algo muy probable, y si lo fuera que tal periplo lo escriba Saramago desde allá. Y nosotros que lo leamos. Buen viaje.
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Si es aficionado a Saramago, le recomiendo la lectura de «Caín» (su última novela). Un recorrido, como dice Vd., lleno de «retranca» por algunos pasajes del Antiguo Testamento. Seguro que le fascinará.
Gracias. A por él… Ya han caído varios otros. OK