Cuando madrugo cada día, nada más bello que oír el silbido del mirlo. Lo supera el momento previo que pasa del silencio de la noche a su silbo y es más intenso si cierro los ojos, permanezco quieto para respirar despacio y escuchar mejor su musicalidad.
Emite su silbido, una vez, otra, hasta que un compañero, compañera, responde y luego varias de estas aves, acompasando un ritmo que parece el preludio del amanecer. Es el canto del alba.
Suena el sonido del mirlo que marca un fondo de silencio, el que ocupan sin querer los ruidillos de la nevera, el motor de un coche prófugo a esas horas. Hasta el tic tac del reloj se hace gigante. Los pasos propios, que quieren guardar la calma, se oyen. También el chasquido de alguna articulación. El cuerpo se oxida sumergido en el tiempo, le quedan sensaciones que percibe placenteras y se hace grande, más, y se llena al percibir sensaciones, como lo hace de aire un balón.
Hay percepciones que sólo la metáfora hace visible, sin la cual no es posible entender lo que nuestros sentidos reciben, ni siquiera captar. He aquí el valor intrínseco de la poesía, del arte en general, de la escritura en particular. Sin ella sería igual que oír hablar a personas cuyo idioma se desconoce, no se entiende nada. Pero si no conocemos que existe el lenguaje, como sucede a los bebés, lo escuchado son ruidos, no comunican, desagradan. De ahí el canto de nanas, el hablar más agudo para acercar el sonido a quienes tienen días, o apenas unos meses de vida, para hacer visible la comunicación que aprendemos la especie humana.
¡Son tantas sutilezas las que pasan desapercibidas cada día!, que una enseña a ver otra y así hasta formar una cadena de percepciones especiales. Los poetas inventan de la nada bruta el detalle, la exquisitez, a veces incluso del dolor. Tal vez fuera mejor ser insensible para seguir el camino de la burocracia. O puede que no.
Al escuchar el canto del mirlo, para mí es un canto, y a medida que más lo escucho más lo es, me hace sentir la desnudez interior como si por dentro me quitara un ropaje de sonidos impuestos, de atenciones prefijadas y se hace piel en toda mi piel por la parte de dentro. Y respira musicalidad. Es algo pasajero. Suena la bocina del tren, la campa que llama a misa, la sirena carrasposa de las fábricas, la hora del reloj, inexorable, para entrar en la rutina y dejarse de zarandajas. Se abre el telón.
Despierto y sé que es un sonido que está ahí, que no me llama a mí, sino tal vez sea yo un intruso. Puede ser, pero lo percibido es también lo inventado, porque soñar forma parte de la realidad, es el alma de lo real, lo que impulsa a que las personas podamos manejar lo que somos. No quiero recordar y, por lo tanto lo he obviado, el sonido del despertador. Espero. Me levanto. No me convierto en un reloj. Tampoco después en un pájaro.
Al salir a la calle, aun falta un rato para el resplandor del alba, veo un mirlo en la acera, mueve inquieto la cola. El pico amarillo. Vuela, y se posa en una rama. Y veo otro. Los demás pájaros duermen. Menos mal que no tienen un diván estos pájaros, ni palabras que los encierren, sólo el canto, porque serían de otra manera, si no, calificados, diagnosticados, arrinconados por sus síntomas: hiperactivos. No paran. Su cabeza se mueve a un lado y a otro. Y les daríamos pastillas para que se estén quietos. Y les pondríamos un pupitre para que aprendan a cantar para nosotros. Y les castraríamos para que fueran castratis… y si cotizase en bolsa su canto, puede que lo compren los ricos desde sus paraísos y desplumados los mirlos, como lo somos los humanos no ricachones, dirían que son valores de uso cuyas acciones son volátiles, lo que supone una buena inversión, hasta que les afecte la crisis, la crisis de las palabras que callan los cantos.
Son los únicos pájaros a los que he oído cantar bajo la lluvia, y que otro congénere responda. En el balaustre de piedra en lo alto de un claustro. Estuve allá a la espera de que dejara de llover.
Me digo a mí mismo, trasportado a ese momento de la mañana en que aparece ese paisaje sonoro, que lo oigo porque he madrugado, como cada jornada laboral en paro, pero no me levantaría, no agudizaría mi oído para escucharlo si no me tuviera que levantar, perezoso, porque ¿para qué? Hay preguntas tontas que nos hacen vivir tontamente. ¿Es razón levantarse a escuchar el sonido de un pájaro? Y abrir la ventana. Desde la cama, bueno, tal vez, pero apremia el sueño. Siempre tiene que haber un por qué y esto nos traiciona. Incluso justificamos un burdo «por qué» para amar ¡qué idiotas somos! y no dejamos que entre el aire de la mañana con sus sonidos frescos. ¡Ay!
Está todo por inventar y creemos en las definiciones como si de un catecismo papanatas se tratara.
Me doy cuenta entonces de que ante la incapacidad de ir a buscar la belleza a sus recónditos rincones, “recóndita armonía” que cantara Pavarotti. Es la belleza un encuentro, que no buscamos, es dejar que los caminos nos lleven y pararnos a traducir y escuchar y ver, y sentir.
A veces la palabra enamora, no me había dado cuenta, y surge algo nuevo, invisible, de lo que nadie habla, ni comenta, que no es posible declarar, hay que esconder aquello que sucede sin ser visto, disimular, buscar su metáfora, porque hay cuestiones prohibidas más allá del silencio. Se trata de una especie de amor intelectual, una atracción que aparece al escuchar a otra persona, o al leer sus cartas no siempre de amor, o nunca, o… o simplemente no escritas, pero que se quieren volver a escuchar, o leer, o hablar con esa persona cuya voz se convierte en canto, cuya escritura se hace vuelo. Saber que va a suceder tal encuentro hace sonreír, sin que nadie lo sepa, ni siquiera lo sospeche uno mismo. Y negarlo, negar como hiciera san Pedro.
Mientras que bailamos al son de otro amor, como si únicamente hubiera una forma de amar o fueran únicamente los amores ya definidos los que hemos de vivir, pero nunca los creados, de la nada incluso, aquellos que descubrimos sin querer, y nos zafamos de ellos porque todo está estipulado. Es al recordar los cantos previos al alba que aparece nuevamente el canto del mirlo sin estar ensayado, aquel que suenan al oído después de haber sucedido sin ser ya un sonido, sino un recuerdo que se oye lejano, interiormente, tal vez imaginado, pero que hace vislumbrar lo invisible.
Lo he descubierto hace muy poco, al escuchar el canto del mirlo.
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Hermoso y sugerente. Yo siempre consideré indispensable la vuelta a la naturaleza como forma de reencuentro con uno mismo. Pero su escrito demuestra que la magia de la poesía puede convertir una barriada de bloques de cemento en el más bucólico de los paisajes imaginables. Enhorabuena.
Me gusta.
Me encantó leerte. Yo también tengo a mi alrededor mirlos y les escucho… son muy traviesos.