Hay cuestiones que jamás me habría planteado de no ser que las hubiera leído en alguna parte o se las haya oído contar a alguien. Una de ellas es sobre la arquitectura, la manera en que sus formas son el reflejo de determinada mentalidad.
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Cuando un nuevo estilo emerge trata de romper la continuidad en relación con el anterior, pero a su vez está siendo punta de lanza de una nueva mentalidad emergente, que con el tiempo se convierte en un espejo de sí misma y forma parte de su efecto reproductor, hasta que nuevas ideas, otras formas de pensar y sentir pugnen por establecerse, también en los edificios.
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Sucede en todos los ámbitos, pero la arquitectura es como el juego del “rey de la montaña”, subir la cumbre, quien llega a ella, por su coste, por su dificultad, por su capacidad de permanencia y presencia, es el alto al que llega quien se impone sobre los demás, y de donde le echan cuando otro le aparta de la “cima”.
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Estoy de acuerdo con la apreciación de Sartre, cuando afirma que la verdadera lucha que sucede en el fondo de otras muchas pugnas en nuestra sociedad es la lucha entre mentalidades.
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Aunque cambien los estilos arquitectónicos en edificios emblemáticos, y muchas veces en los que habitamos, ha habido una característica común hasta no hace mucho: la simetría. Una imagen que se ha roto o indefinido con modelos de construcción abstractos o informes.
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Cuando vi por primera vez el museo Guggenheim no supe si me gustaba o no, quedé absorto, noqueado en mi percepción. Asombrado como cuando el caballo se inquieta al ver su sombra, de ahí la palabra «asombra«. Supone la ruptura de las formas, ¿con otra forma? No exactamente, sino que la ha de crear quien la ve. Es una manifestación arquitectónica que refleja la imagen de un mundo indefinido, que conoce y en el que funciona la relatividad del espacio tiempo, conocedores de la realidad cuántica que se nos escapa de los sentidos, incluso del pensamiento.
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Quedan las huellas de la simetría en un mundo dual en el que un lado y otro forman una unidad, complementaria y a veces antagónicas, representan el bien y el mal, la ética de contrastes. Trasmiten una imagen moral del mundo.
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Por un lado el cielo y al otro el infierno, son las constantes de los estilos románico y el gótico, que luego se complican en el barroco y da su relevo en el Renacimiento, como un hilo conductor en común. El surrealismo clama que se ha hecho ¡tanto mal! en nombre del bien… Difumina la imagen con su estilo en el que no hay contornos, son los ojos del espectador quien ha de completar la imagen. El arte evoluciona, la arquitectura también. No imaginamos qué vendrá en los nuevos tiempos. Los artistas lo intuyen.
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En la simetría todo conocimiento, toda estética ha de conducir a Dios. ¿Y si no existiera? Quedaría fuera del mundo ¿o habría que eliminarlo? «Dios ha muerto», sentenció Nietzsche, con el fin de dejar que transcurriera el hombre en su propia historia, sin que hayan cambiado demasiado las cosas. El arte desde entonces se hace humano, demasiado humano, con la teoría de la evolución, el psicoanálisis, la teoría de la relatividad… todo a cuesta pesa demasiado.
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La arquitectura nos deja una huella. Veo cada día, desde hace unos meses, la fachada de un edificio emblemático. Atrae por su belleza simétrica. Frente a ella su creador: un inquisidor, cuya sombra alargada llega a nuestros días. Parece una estatua, pero su latido palpita en forma de silencio.
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Quien la ve por primera vez deberá descubrir dos figuras contradictorias entre sí, una a cada lado. Lo mismo que en otros lugares hay una rana sobre una calavera. Las adivinanzas son el ABC del símbolo. Una representa al estudiante vago, la otra al estudiante cumplidor que se esfuerza. Cinco ventanas a cada lado, en total los diez mandamientos. A un lado los perceptivos, al otro los que prohíben.
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Y las gárgolas, con las llamas que representan al espíritu santo que es quien inspira esta concepción arquitectónica. A un lado los siete dones del espíritu santo, que al no poseerlos hay que llegar a ellos por el estudio: sabiduría, conocimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios. De no ser así, el estudiante vago, cae en los siete pecados capitales: pereza, soberbia, avaricia, envidia, ira, lujuria, gula. Lo que refleja como centro de la simetría es que todo conocimiento ha de llegar a Dios.
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La virtud en contraposición al pecado. La nueva arquitectura aplasta las antiguas formas, como una cuartilla con la que hacemos una bola de papel. Todo está en todo. Si Dios no existe ¿habría que inventarlo?, como plantea Dostoievsky en su novela “Los hermanos Karamazov”. ¿O acaso ha muerto?, como sentencia Nietzsche. O hemos de regir la vida humana mediante la razón desde que Kant la colocó como el centro de las relaciones humanas, lo que llamó la “razón práctica”.
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Acabamos viviendo en nuestra propia mentalidad, lo sepamos o no.
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También la literatura ha sido simétrica y moral por ende, hasta que ha diluido las conductas humanas en los personajes de la modernidad. Son personajes que visitan al lector, no se queda con él porque son vagabundos de la palabra escrita.
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¿Nos planteamos la forma de la casa en la que vivimos, o lo que leemos? Nos esculpe por dentro aquello que entra en nosotros. El otro día el poeta y maestro Ángel Villa clamó que no se leyera humo, precisamente por esto. Ya que no podemos vivir donde queramos, al menos elijamos adonde mirar. Cada árbol de la ciudad tiene una forma y pasan desapercibidos a nuestros ojos. Las orejas de las personas con las que nos cruzamos a diario son formas abstractas sin que nos fijemos en ellas.
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La simetría nos hace concebir el tiempo como la contraposición del pasado y el futuro, cuando como la hoja de papel escrita, pero arrugada en nuestra mano, convertida en una bola esas palabras siguen teniendo un significado, aunque no las leamos. Quedan arrugadas, pero no su sentido. El tiempo convive en nuestro presente, se entrecruzan las experiencias y lo por venir cuando dejamos de pensar y sentir simétricamente.
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Al querer escribir tal sensación la palabra se difumina, se disuelve en el concepto al que trasforma y pierde su significado. ¿Qué es lo que quiero decir?, me pregunto. No lo sé, no sé, respondo. Escribo en difuminado, sin limites precisos en lo que concretar porque la simetría ya no cabe en las palabras, ni las formas geométricas en las que vivimos. Porque no sabemos, y tenemos que seguir no obstante… «quien no sabe adonde va es quien puede llegar a alguna parte«, dice Alicia en el país de las maravillas. Puede ser.
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