En el recuerdo siempre queda un poso de sensaciones que traen al tacto de la piel la brisa, la temperatura, al cuerpo los pasos dados en lo recordado. Como cada día al ir a la estación, en cuyo trayecto vi una palmera.

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Su copa frondosa, más que ninguna otra, sus ramas botando en el aire al vaivén de un suave vientecillo. La he visto bajo la lluvia, su silueta sombría cuando no hubo amanecido en invierno y bajo el sol a la vuelta, días con viento, otros con la estrella del alba ya ida.

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Es para mí la palmera más bonita del mundo. Y he tenido la suerte de haberla visto cada día y otra vez al comienzo del próximo cursos escolar espero seguir siendo su admirador. No me ha hecho falta ir a desiertos lejanos ni a playas exóticas para ver su paisaje. En un barrio humilde y siempre fijándome en ella.

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Acá en la ciudad recuerdo que al volver de llevar a mis hijos al cole, pasé cada día al lado de la catedral, que tanto me gusta. Y muchos ratos paseé dentro de la misma, cuando no hubo que pagar por entrar. ¡Cuántos turistas vienen a verla!, sacan fotos a su imagen y yo con la suerte de pasar a diario ante ella y he recorrido sus entrañas. Que suerte.

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Un día que paseé por el barrio me acerqué adonde está la palmera. Desde donde la vi sólo capté un tronco, pero resulta que son dos palmeras, una detrás de la otra desde donde la había visto. Las ramas de ambas parecieron la de una sola.

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Me hizo mucha gracia descubrir aquel paisaje diferente al que penetró en mis ojos de la palmera alejada, sobre la sonrisa de verla y descubrir en ella una metáfora de placer increíble y me alegré de poder contemplar las dos. La dos palmeras más bonitas del mundo, al menos para mí.

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