Hace poco me enteré de que existe la moda de disfrazarse por la noche al borde de una carretera y asustar a los conductores, algo que ha llegado a España ocasionando algunos accidentes. ¿Gamberrada? O puede que sea el comienzo de una locura colectiva.
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He vivido dos hechos, que me dicen “no lo cuentes que nadie te va a creer”, y eso que una persona que me lo ha dicho sufrió algo similar. No tienen gracia estos sucesos, pero se sitúan en la frontera de lo absurdo.
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Iba corre que te corre a una reunión, fui a cruzar una calle, cuando un grupo de jóvenes me impide el paso. Serían las ocho menos algunos minutos de la tarde. Uno hizo ostentación de llevar una navaja en la mano. “Mira a ver qué tienes en los bolsillos”, dijo alguno de los presentes. Todo fue como un relámpago, o al menos así lo recuerdo. “Y nos das lo que tengas”, oí otra voz. Deben ser de esas “maras” de las que se habla y que dicen que abundan en el barrio. “Lo siento, lo siento, tengo muchísima prisa, por favor…”, dije y aparté a uno de ellos que me taponó la acera con la mano y seguí mi camino, sin correr, pero con paso apresurado.
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No miré atrás. Tuve miedo. Pero me asombré de lo que hubo sucedido y pensé que debieron quedarse con cara de pasmarote, y menos mal que ni me encaré ni me plegué a sus exigencias por lo de que humillación tiene por el peligro que supone de quedar herido, aunque debo decir que no lo pensé. Fue la realidad: iba con mucha prisa.
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El otro suceso fue que un señor que pasó a mi lado, me dio un paraguazo sin venir a cuento. Seguí mi camino, como que no pasó nada, pero me indigné. Pensé que estaría mal de la chola. Otro día, una persona diferente, en otro lugar me hizo lo mismo. Paré unos segundos, pero no me di la vuelta. ¡Menos mal! Días después, vi que otra persona hizo lo mismo a un viandante y éste le insultó. Salieron de alrededor y de un coche tres matones más de barrio y le golpearon y quitaron la cartera, el móvil y demás. Grité, «¡eh, eh, policía!» Me escondí en una esquina y llamé a las fuerzas de seguridad, dejé a la persona agredida mi número de teléfono por si hiciera falta que actuase como testigo. Al llegar a mi casa en el portal una mujer se quejó de que otra señora le golpeó a ella con un paraguas sin mediar palabra. Se asustó, menos mal, y no hizo nada al pensar que está loca.
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He preguntado a viajeros que esperan por la mañana el tren de cercanías, el porqué de su miedo que trasmiten en gestos, en que se apartan del borde del andén, pues yo creí que era para evitar robos, de quienes se pasan el día dando vueltas y que deben de ser conocidos por los vigilantes. Hay agentes de seguridad que se pasean por doquier. Me dijeron unos que es debido a una sensación extraña entre tanta gente, sin concretar, y los más que porque tienen miedo de que algún tarado los empuje y les tire a las vías del tren.
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Me quedé pensativo. Recordé una frase que leí en el libro “Laura y Julio” de Juan José Millán: “el miedo es el alimento de la mezquindad”. Por eso se vota lo que se vota y no se hace nada, la gente nos agazapamos, y me incluyo.
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Pero, y aquí viene la reflexión: me he quedado mirando a la gente que pasa por la calle para observar a las personas de cerca, muy de cerca, en ocasiones tanto que salen corriendo. Ahora lo hago con más discreción, para no dar qué hablar ni meter miedo a nadie.
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Veo gente que mira fijamente, otras que hablan solas, a veces a través de un teléfono móvil, los hay que hacen aspavientos. He visto a hombres y mujeres quietos durante horas haciendo como que piensan, o a lo mejor es así. No hay nadie a quien mire un rato que no tenga algún movimiento compulsivo o gestos raros y ademanes de grandeza, o se que no se rasquen insistentemente alguna parte del cuerpo, y miles de tics.
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He descubierto la locura de nuestro tiempo: la piel humana se ha convertido en un espejo. Vestidos de él, lo demás es un disfraz. Oh.
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