No iba a contar nada sobre el secreto de una ciudad enorme, pero si lo hago es porque resulta que es un secreto a voces, porque forma parte del recorrido turístico, en esas rutas pillinas o disonantes, ¿cómo decir? ¡picaruelas! Al fin y al cabo los pequeños rincones son los átomos de las grandes urbes.
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A quienes dicen que invento las historias les insto a que lo comprueben con sus propios ojos, aunque mejor sería que lo probaran por ellos mismos. ¡Ay!
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No voy a contar una historia de amor, ni tan siquiera una leyenda de pasión, sino algo cotidiano en la rutina de la gran ciudad. Sin circunloquios, para que no te quejes amable lector, de que me enrollo.
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Me refiero a un lugar en la estación de Cercanías, en un recoveco que hay a la salida de emergencia del andén 3, según se sube a la escalera mecánica a la izquierda.
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Se trata de un espacio no muy grande, entre dos muros que se cierran con varias sábanas multicolores: verde, azul, rosa, blanca, de manera que forma un habitáculo.
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Pensé que es donde guardarían las escobas y cubos el servicio de limpieza. Vi que hubo personas que desde lejos miraron a este rincón, inclinando el cuerpo, porque desde lejos casi no se vislumbra. Sospeché que pudiera ser un lugar tapado para que en caso de algún accidente llevar al herido a ese lugar, a la espera de que llegue la ambulancia.
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Hasta que un día vi un corazón de cartulina roja, del tamaño de un palmo, pendido en una de las sábanas que hace de pared. No supe qué pesar. Algún enamorado o alguna enamorada que deja su huella como los candados en el puente veneciano. Una vez un grupo de turistas pasó por aquel rincón. Unos se rieron, otros se asomaron. Apenas escuche a la guía de lo que luego supe es una agencia de “turismo sex”: «nunca antes oí nada igual», comentó una señora. La guía comentó que es un lugar secreto, que tienen todas las grandes ciudades, como las catacumbas antaño en Roma, París. Este espacio es tan provisional, tan en medio de todo, porque de no ser un lugar de paso, no mucha gente lo vería, pero sí transitan individuos en sus aledaños.
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Me picó la curiosidad y me puse a investigar. Me dije tras varios meses de pesquisas, ¿a quién mejor voy a contar mis averiguaciones que a mis caros lectores?
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No os voy a aburrir con todas las pistas que seguí, las entrevistas, indagaciones de alto nivel y poner el oído a cotilleos, a parte de las no pocas comprobaciones de campo que realicé. No deja de ser rutinario para quien ha leído asiduo lector de tebeos de Mortadelo y Filemón y que además fue miembro de la SIA (Servicio de Inteligencia Verde, referido al partido ecologista, que nadie deambule en sus pensamientos por sendas que no son. Lo de “inteligencia”, sólo para ir tirando)
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Descubrí la vida misma, sin que lo pudiera haber imaginado. Y me parece bonito. No obstante será difícil de entender por quienes no hayan viajado en el tren de cercanías todos los días, ir y venir, a la misma hora o a veces para trasladarse por única vez. La gente lo conoce, pero de manera muy discreta, como “el rincón del amor”. Algunos lo nombran en francés, para quitar hierro al asunto: “le petit lieu d’amour”. Las palabras no siempre son exactas, porque no es que sea amor amor, en el sentido de amar, ni para siempre, ni durante un tiempo siquiera.
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Es más… no sé cómo decirlo: ¿pasional? Puede ser, pero mejor es que sepáis su historia, que he averiguado fruto de la investigación.
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Pero antes permitidme un requiebro. No, no quiero evadir contar la historia, pero hace falta una explicación previa, porque de otra manera no lo vas a creer, apasionado lector/a. Seré breve y conciso. Pero tampoco me exijas que lo cuente en 140 caracteres. Leer no es pim pam pum… es algo más, ese deleite, eso poco a poco a través de las palabras….
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Cuando se viaja mucho en el tren de cercanías el trayecto medio suele ser entre cuarenta minutos y una hora. Más o menos. Quienes hacen su trayecto en diez o quince minutos no cuentan. Encerrados en un vagón, personas que se suelen ver diariamente sin decir nada uno al otro, o que aparece alguien en esa atmósfera, o alguien que ha perdido su tren. Se crea un universo fugaz en el cual también hay sentimientos, puede que otrosí fugaces.
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En tal circunstancia de ir al puesto de trabajo o volver cumplida la jornada laboral, es un lugar de paso y que se mueve, que transita. Es una estancia provisional. En la vida de una persona como que no cuenta. Sin embargo es tan intenso aquel momento de desplazarse que vale por todo lo demás.
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Se crea algo especial en aquel lugar y en tales momentos, que se extienden de las seis de la mañana a las once y media de la noche. Que puede ser que alguien va de compras, o que ha quedado en otro barrio lejano de la gran ciudad. He comprobado que surge un idioma invisible, aparentemente invisible, pero que es muy personal, muy de dos a dos. Me he fijado mucho, las cosas como son. Podría ser hasta un traductor de gestos y de miradas. Incluyo en los gestos ciertas sonrisas a medias, cierta inclinación de los labios, movimientos y entre cerramiento de párpados. La lengua que suele recorrer los labios, lo que se hace sin querer. Es un lenguaje muy intenso y comunicativo, del que casi nadie es consciente. Pero comunica, comunica mucho. Y además profundamente, de manera que surgen historias, sin que las sepan sus protagonistas, o ni siquiera hablen de ellas. ¡Tonterías que se le ocurren a uno!”, me respondió un viajero con quien hice una de mis indagaciones. Tengo todo apuntado en mi libreta de ruta.
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En ocasiones tal forma de relacionarse estalla, ¡salta la chispa! Hay quien se frena, otros se sofocan, pero hay quien llevado por el anclaje de la mirada del otro se acerca. ¿Y qué hacer? Unos están prometidos a otra persona, otros casados, algunas no disponen de tiempo para alargar una historia de amor, y menos con alguien desconocido. Los hay que se ponen a hablar, a contarse sus idas y venidas, y cuando entre medias hay risas, los ves al cabo de los meses asidos de la mano, al cabo de los años con un niño o niña en brazos y hasta dos. También he visto como al pasar los lustros discuten y, no siempre la historia vuelve a empezar. ¡Qué tren de vida!
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Es bonito e inocente cuando ver a un varón que mete la tripa para dentro, o que sujeto a una barra mueve lentamente la cabeza y estira los labios para formar una media sonrisa. Como en ese momento cruce la mirada con una dama ya hay efervescencia inevitablemente, pero si se enganchan ambas e hilan, sin decirse nada, ¡se monta!, pero para que estalle hay que ver cuanto dura el trayecto, porque a veces queda todo en ese momento inconcluso, pero que también es bello y emocionante. Cuando pasan los agentes de seguridad es como los anuncios de la tele. Es recomendable un sosiego. Más cuando todo sucede como quien no quiere la cosa, como que no pasa nada. Nadie podrá ser testigo de nada, porque no pasa nada… aparentemente. Pero si señalas a alguna persona y le dices “¿eh?, ¡qué haces?, ¿qué piensas?, ¿qué estás imaginando?”, te hacen pasar por un loco, como me pasó a mí durante mis pesquisas: ¿Quién yo?, nada nada; ¡eh! ¿qué se ha creído!, ¡faltaría más!” Lo niegan sistemáticamente. Lo que pasa es que he leído “Finnegans Wake” de Joyce y sé que “cuando el gallo canta la polla se levanta” («polla» en el sentido del femenino de pollo, que nadie piense mal ni suponga lo que no es, ni tan siquiera su significado original de «niña» en el habla castiza)
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O ver a señoras, de cualquier edad, asomando un poco el muslo cubierto con una media, a la vez que los dientes de arriba rascan el labio inferior. No siempre aposta, pero como sepa que le mira un varón o alguien, porque a veces ha sucedido que mujeres se han sorprendido con otras, como dicen ellas “sin serlo”, o sea sin ser “eso”, pero sale la fiebre y sale y si salta la liebre inesperadamente ¡saltó!, que le vamos a hacer. Soy testigo de ¡tantas historias!
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O aquella que de rezar al levantarse del asiento se baja la falda, se arregla para que el traje no tenga arrugas, se agacha después de persignarse para coger el bolso y ¡ay madre! que parece que provoca, pero encima tal puritanismo como que quieren disimular y no saben donde mirar y se queda perdidas en el rostro de quien las esté mirando. Al final: que sea para los humanos / lo que se van a comer los gusanos. Luego a confesar los pecadillos, las tonterías que diría alguien, porque fue una tentación, ¿y qué culpa tiene nadie de que el diablo se las gaste como se las gasta?. Dos padres nuestros, cinco aves María y tres al Espíritu Santo para que ilumine el camino de la virtud. Seamos indulgentes.
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Soy testigo de la feminista con la indumentaria repleta de chapas con símbolos alusivos a la mujer emancipada, contra la violencia sexista, vestida de pantalón vaquero desgastado, jersey amplio y una bufanda de tela verde casi trasparente, que dejada de sus compromisos ideológicos, un día es un día, siendo seducida por un chaval trajeado y con corbata, repeinado con gomina que levanta las cejas y guiña el ojo como si fuera un tic nervioso que ella toma por una llamada preferente, y cómo las inversiones en Bolsa, o las tomas o las dejas, y lo arrebatador no se puede detener. Trató, eso sí, de llevar la iniciativa y guiñó también el ojo, lo cual hizo que el chaval se pavoneara que sólo le faltó recorrer el vagón corriendo y dejarse caer de rodillas como cuando Ronaldo mete un gol.
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Y quien mira a otro, pero luego recoge la mirada, la desvía, pero vuelve, quien sabe que le miran y hace como que no pasa nada. Son historias de pasión, fugaces como la vida de los quarks y de otras partículas elementales, pero con éstas, algunas cambian de spin y se materializan, se hacen materia en un caso, cuerpo en otros. Y es aquí donde llega la explicación. ¡Ya era hora!, dirás lector. Sí, pero si no hubiese contado todo esto, el idioma de los trenes de cercanía, no darías crédito a lo que sigue.
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Claro que una historia lo es porque los sucesos se acumulan y se siguen unos de otros. Aquel rincón de l’amour, o de love, como se quiera decir, no apareció como tal de repente. No me gusta la expresión que usan algunos cuando lo señalan como “el picadero”, porque eso es que no entienden, no captan la esencia del vericueto aquél. No cabe duda de que los pensamientos impuros lo impurifican todo. Pero seamos amantes de la verdad.
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Esos chispazos electrizantes, a veces provocan un incendio en el cuerpo de quien los percibe, que luego se puede apagar o dejar que queden las cenizas, pero si es compartido ¿qué hacer? Es algo irrefrenable en cualquier edad, sea adulta, juvenil, que a veces resucita en la ancianidad contra todo pronóstico, y ¡que bonito!, pero luego creen que ha sido un sueño o no lo comprenden, no saben qué ha sucedido, porque se habla tan poco sobre estas consideraciones.¿Quién no ha vivido un momento así?, o varios. Pero se niega. O se presume fanfarronamente de ligoteos baratos que no llevan a ninguna parte, a ninguna parte del sentimiento. Porque no se trata de esto.
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Hay que buscar un lugar escondido, apartado, pero dentro de alguna estación. Los cuartos de baños son muy impúdicos, sucios las más de la veces y sin glamour, que han resuelto la papeleta en ocasiones, pero han quedado relegado a contratos fugaces, veinte euros, y en cinco minutos despachada una necesidad a la que sacia con la idea premeditada de antemano de contratar, por eso es otra cosa, no se puede mezclar.La historia que cuento va por otro derrotero. Insisto, porque no quiero que te confundas, lector/a.
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Y es en ese rincón al que fueron a esconder la pasión, el estremecimiento, que luego arriba, en la superficie de las calles y calzada, deja de existir. Las más locas pasiones sucedieron y dejaron huella que no voy a describir ni indicar nada al respecto porque lo imaginamos, mis inteligentes lectores/as.Lo que importa es el impulso.
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Una vez apareció una flor en aquel lugar. Y se hizo costumbre dejar la flor. Y se oyeron suspiros. Y no pocas veces se confunde con el chirriar de las ruedas de los trenes, o que haya sido un susto o alguien que ha sido atropellado o que se ha caído por las escaleras mecánicas, sin que sea nada de eso, pero se oye. ¡Son tantos los rumores! He escuchado sonrisitas de quien oyen sin querer el eco de las flores, sí. Todos disimulan, ¿qué?, ah, no, no, no sé nada. O los que ponen cara de pánfilos, “¡qué?”. O algún cachondo que responde “a mí que me registren”. Nadie lo reconoce. Es un tema delicado, indudablemente.
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Alguien puso una sábana, otros meticulosos la dieron forma de habitación con varias más. Alguien llevó un somier, otra un colchón, una silla. Hasta hay instalado un lavabo. Si el corazón se ve desde fuera es que la sala está ocupada, bueno el rincón. Hay quien deja bombones, con tal de que sea acogedor aquel lugar.
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Basta hacer con la mirada ¿vamos?, que si el otro responde afirmativamente saben a dónde ir, estén en la estación en la que estén, llegando a encontrase allá sin hacer el mismo trasbordo. Pero cuando surge la pasión surge y es imparable, es un torrente que arrasa con todo, nada existe que no sea querer el deseo, poseer lo que apasiona el cuerpo, que cuando se acaba: un beso, una sonrisa, una caricia en la mejilla y nadie se vuelve a ver, cada mochuelo a su olivo y si se cruzan en otra ocasión, o a diario, no ha pasado nada, nadie parece acordarse, como un código establecido: sin comentarios.
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Al salir de la estación a la que vas se percibe lo vivido en el ardor de la sangre como una fantasía, como algo que se te ha ocurrido y ríes, pero ahí está el rincón aquél, cualquiera puede verlo y el chico sin afeitar de tres días con la gorra puesta y la señora funcionaria que va leyendo y deja ver un escote muy ligero, pero suficiente, la mujer negra que se deja mirar y huye de la mirada, pero reincide con el caribeño que se mueve a ritmo de samba muy disimuladamente; y la joven que guarda los libros en su regazo y el albañil que no disimula y mira penetrántemente hasta que sonríe de igual forma que una grieta se abre en una roca, y la mujer oriental que mira al suelo, junta las piernas y une sus manos hasta que un suramericano acaba tosiendo y ella se acerca a él y se sonríen; y no digamos el señor con gafas a punto de jubilarse, que ya es abuelo y mira por la ventana para ver el reflejo de la dependienta que se coloca el pelo y sabe que el cristal de la ventana es un espejo y es a la vez como la cerradura de su cuarto y sabe lo que imagina ese señor. Puede no pasar nada luego, ¡pero!… como encajen las historias, como hagan tilín por ambas partes… sólo queda el rincón o la locura.
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Porque además toda esa belleza se incrementa al oír pasar el tren cerca. Es un estallido en los túneles de la ciudad, y del tiempo, y de la vida, y de los sentimientos. Pasan, como lo hacen los vagones. Y se van.
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Entonces, una vez enterado de la historia de aquel rincón, echo de menos cuando los ferroviarios se colocaban en el andén, ¡ay el andén 3 de la estación!, y con el banderín rojo en alto tocaban el silbato al grito de: ¡Viajeros al treeeennnn!
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