La especie humana cuenta con unas pocas sensaciones que activan la reacción a su entorno. Habrá que decir que tuvimos emociones, porque hoy en día son el eco de una sensación lejana, pero que no sé si aletargadas o atrofiadas, apenas emocionan como respuesta a nuestros estímulos.
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Sin embargo seguimos creyendo que nos emocionamos, cuando el control de la emoción real nos ha llevado a anular su función. Ha costado miles de siglos convertir en un tabú, que llamamos ancestral, lo que en su momento fue “real”, debido a creencias religiosas, a la urbanidad, la higiene y geometría, la sociabilidad en definitiva y definir obsesivamente en qué consiste ser un ser humano.
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Sin embargo ese eco lejano en ocasiones retumba, reverbera en nosotros y se hace pasión, sobre todo pasión, como una especie de estallido de las emociones básicas que desviamos con nuestra conciencia.
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Pero acaso calculamos tanto nuestra vida que omitimos existir apasionadamente, gozar en el sufrimiento de su consecución, lo cual cada vez es más residual, como lo es el humano originario convertido en un conglomerado funcional de conciencia que funciona en un colectivo que forma parte de otro, hasta llegar a la indefinición humana. Lo que quizá sea el sino del exceso de habitantes y nos hemos adaptado a esa necesidad de sobrevivir fuera de nosotros mismos, alejados de nuestras cualidades naturales, siendo el final de una onda expansiva humana en la evolución de lo que será la humanidad que coja el relevo y admitir la individualidad perdida. Planteo que se extingue el homo y queda el sapiens, nada más, con su coraza tecnológica que seguirá avanzando y modelando nuestra manera de ser y la esencia misma de lo que hemos sido.
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La emoción es lo que mantiene y estructura el yo, la base de lo individual, lo que unido a la conciencia forma el sujeto. Pero cada vez más nos convertimos más en un objeto humano.
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Queda el eco, la sensación de percibir algo lejano que nos hace algo más animal (animal racional) y lo vemos, captamos, vivimos en los sueños convertidos en pesadillas, en la literatura, el cine, el teatro. Pero mientras que los mitos hace tres mil años fueron espejos de la emocionalidad, ahora es una dimensión ajena, porque no forman parte de nuestra vida ni de nuestros esquemas mentales como lo fueron los dioses y héroes del Olimpo, sino que son una evasión, una válvula de escape. Saciamos matar, copular, dominar en sus formas más salvajes mediante la proyección de imágenes o historias ajenas.
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Para el hombre griego o persa, o maya o de cualquier pueblo de tres mil años atrás lo mitológico formó parte de él mismo, de su existencia y regía sus conductas. Hoy nos parece horrible, cruel. Y lo es para la razón. ¿Pero para la especie humana? Y cuando una emoción se desparrama la convertimos en locura, sin entender este resplandor que nos llega del pasado.
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Perdonadme, es una reflexión, algo que me ha venido a la cabeza. No sé si es así o no. Pero la razón, el cálculo en nuestras vidas nos hace cada vez más objetos, más funcionales, más función social. ¡Y es que tiene que ser así!, no queda más remedio. No lo sé. Este proceso lo vivimos como una evolución acelerada dentro de la misma evolución, es decir que evolucionamos al cuadrado o al cubo, e impide cualquier lucha. Únicamente un arranque de furia, un deseo irrefrenable podrá ser la reacción máxima. Ni tan siquiera guardamos nuestro fondo humano en el subconsciente, sino que éste ha desaparecido. Lo que hagamos fuera del circuito marcado será a escondidas, pero además sin emoción, sucede como un descuido o desvarío.
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Ya nadie morirá por amor, como Cléia y Fabricio, y la duquesa Sanseverina en la “Cartuja de Parma” de Stendhal. Ni matará cuando se sienta humillado, como “Rojo y negro” del mismo autor. No habrá duelo entre la fe y la carne, sino psicología que lo amortigüe o a su refuerzo fármacos con serotonina.
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Ya no escribiremos a vida o muerte. Sí, algo queda, quiero creer que yo lo hago al morir de escribir sobre algo más que decir por decir o por encargo. Y gozar en el sufrimiento de la pasión. Y a la vez ser capaz de ejercer la razón como bandera. E inventar… inventar la locura, la locura cuerda que se infiltra en la palabra.
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Disculpad que no sea más explícito, pero no se puede narrar lo inenarrable. No.
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Pienso que ha habido todo un proceso de la conciencia que ha sustituido lo emocional al convertirlo en sentimiento a través de la palabra. Un descubrimiento, el lenguaje, desbarató toda una evolución del homínido y poco a poco a trasfigurado al ser humano. Hubo épocas brutales en las que chocaron ambos caminos. Hasta que la tecnología, fruto del lenguaje más sofisticado y evolucionado, ha creado un nuevo universo. No nos pertenece, somos parte de él.
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Stendhal, que escribió un ensayo sobre el amor, en su obra de Sorel, “Crónica de 1830”, dice que conocemos el amor por las novelas. Son mediante éstas y la poesía y más lenguajes de palabras que lo han inventado, que percibimos el resplandor de lo que fue una emoción convertida en sentimiento. La atracción aparece en forma de “amor”, de “amistad”, de “cariño”, de “convivencia”, de “deseo”. Desnudar estas palabras ha llevado a mucha gente a salir del mundo, de la vida, de sí… y se ha llamado romanticismo o locura. No entenderlo es la base de la enfermedad mental, siendo la normalización un hecho de perversa falsedad.
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Y sobrevive la parte calculadora de cada paso que damos para cumplir una función (social). Todas las personas tenemos una función que viene definida: unos son inversores, otros receptores de las políticas sociales y ayudas de asistencia, otros estudian, otros trabajan, unos enferman y algunos curan. La función (funcionalidad) de enseñar y de aprender, de asaltar y detener, de juzgar y de saltarse la ley. Todo está englobado en un Todo que lo incluye. He ahí lo que escribió Fernando Savater: “Panfleto contra el Todo”, lo que muchos citan como panfleto contra todo, lo cual no es así. O lo que Sánchez Ferlosio titula “Si los dioses no cambian nada cambian”, pero son palabras que refuerzan a las palabras como si fueran alambiques que apenas destilan penumbra.
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Pero hay un humo, un humo que refiere a un rescoldo en las estratificaciones cerebrales. Y tal vez las emociones perdidas sean como lo que Proust refiere en su obra “En busca del tiempo perdido”: los sentimientos perdidos son aquellos que se pueden encontrar, no en el recuerdo pues no han pasado… ni dejan de existir porque se incrustan en el tiempo. No son aquellos que se ven a lo lejos, ni los que se han ido o dejado de ser, sino que permanecen en la oscuridad del olvido. Pero son el presente cuando vuelven con la fuerza del recuerdo e invaden la conciencia. Entonces el sentimiento es un sentimiento interior, no únicamente aquello que nos relaciona con algunas otras personas, de la familia o del entorno, ni siquiera con quien yacemos a su lado. Es un sentimiento que nos hace ver el interior de los demás y señala el mundo de las emociones, perdidas sí, pero que podemos buscar. Encontrar.
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Es lo que hace que se asomen los atisbos de pasión, que vuelva su imagen al vivir el sentimientos y profundizar en la conciencia hasta llegar a un poso en el que se reencuentra alguien con su tiempo y su ser en el tiempo. Más allá, todavía allende de lo que capta el entendimiento, hay un mundo de pasiones, de emoción indefinida que retumban, que ya no podremos vivir, pero sí retomar su fuerza, su naturaleza, con el fin de que nos haga ser.
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Cuando el no ser es lo que somos “ser o no ser, this is de cuestion”, como reflejó Shakespeare desde lo más profundo de la palabra en una historia de pasión, puesta en la escena de la conciencia a vida o muerte, this is de cuestion.
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Disculpad si no me he explicado bien y por mi mal saber (nada) inglés. Y también por trasgredir el lenguaje escribiendo contra él y saltándome los 140 caracteres. Pero si os fijáis, en el mito de la estatua de sal… Ah, no, no. Esto ya es otra cuestión (no “cuestion”), que cada cual habrá de contársela a sí mismo. Pero que nadie piense que planteo mirar hacia atrás, ¡no!, es observar el fondo, pues como dijera Nietzsche: «sólo es filosofía lo que se piensa desde el abismo». Es decir desde nosotros mismos.
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