Hace unos días leí sobre palabras que no tienen traducción a otros idiomas. No recuerdo cuales fueron, pero sí que en japonés hay una que quiere decir “la luz del sol que se refleja entre las hojas de las ramas”. Otra que se refiere a “comprar un libro y dejarlo en un montón con otros que no se van a leer”. Y más.
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En una isla de Oceanía la palabra “pez” es diferente según se refiera a uno que sea visto desde fuera, o desde dentro del agua, o en una pecera y demás. Hay un matiz en el idioma español que me ha gustado siempre mucho: “la mar” y “el mar”, según se refiera al mismo lugar desde fuera o dentro de él al viajar en una barca.
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Varias tribus de la selva Amazonas usan muchos términos de la palabra “verde”, según sea su tono, el matiz, la luz que reciba. Lo mismo sucede con la palabra “blanco” en los pueblos de los anuit / esquimales en el Polo Norte.
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La riqueza de la palabra permite una perspectiva de la realidad que hace que ésta sea más amplia y también aumente su profundidad conceptual, porque supone una riqueza en bruto del pensamiento, sea para comunicar con uno mismo y con los demás.
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Como le sucede a Cosimo, protagonista de la novela «El barón rampante” de Italo Calvino, cuando lee una enciclopedia y aprende muchas palabras, entonces descubrió cosas a su alrededor como nuevas.
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Es por ello que la concreción excesiva y el mensajeo rápido en 140 caracteres, o la inmediatez de la escritura en internet limita el pensamiento, también la comprensión de la realidad sin que nos demos cuenta. Las redes sociales, los correos y demás, sea wasap o messenger, extienden la palabra, la llevan hasta los confines más lejanos, cierto, pero la quita profundidad y sobre todo queda descargada de contexto, más allá de lo inmediato y fútil. Sucede, además, sin que nadie lo decida y sin reflexionar al respecto este nuevo modelo de comunicación.
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Hecho de menos la riqueza de términos en lo que es la escritura y deberíamos crear nuevas palabras que especifiquen qué hacemos al dibujar / impresar palabras. De otra manera se hace difícil analizar las obras literarias, pues si todo forma parte de un todo donde sucede una mezcolanza nada es en sí.
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Por ejemplo la palabra alemana «Aufhebung«, significa «suprimir y conservar«. ¿Cómo traducirla con otro término equivalente al español? Fue en la que se basó Hegel para construir su dialéctica, especialmente sobre el proceso de la Historia, de manera que su significado no se ve como algo inmediato, sino que se unen en lo que él llamó «síntesis». Nos faltan palabras. ¿Cómo entonces queremos comprender lo real?
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Escribir, en el sentido del acto de escribir es una cosa, pero otra es aprender a escribir, a dar imagen a la sucesión de letras, a mano o con un tecleado. Esto debería ser “escriturar”. Pero no es lo mismo escribir un poema que una obra de teatro, o que una novela. Una narración no es lo mismo como si fuera redactar una historia, que como el desarrollo y vivencia de un sentimiento. Es diferente a crear un ambiente en cuya historia es capaz de adentrarse el lector. Son cosas diferentes y más… ¿Qué se puede analizar si no en una amalgama en la que nada se parece, pero forma una unidad?
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Debiéramos ser inventores de palabras para descubrir la realidad y hacerla más grande, más grandiosa y plena, en la que se relacione más lo interior de ser y lo externo a cada cual.
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Lo mismo sucede con la palabra «amor». Los griegos tuvieron tres términos, que yo sepa, para referirse a diferentes tipos de amor. Tales palabras las hay, pero se entremezclan, se solapan y usan como sinónimos… No es lo mismo la atracción, la fascinación, el enamoramiento, la convivencia, la atracción, la curiosidad afectiva, el cariño, admirar a alguien afectivamente, la amistad, el amor intelectual y demás. Son formas de amar, pero diferentes.
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La dislocación o descolocar el lenguaje empobrece nuestra capacidad de sentir. También de pensar, de comunicarnos y relacionar nuestras ideas, nuestros sentimientos y gestos con los demás. Incluso perdemos matices para la percepción de placeres íntimos que desconocemos o cuya sutileza no es definida, ni por lo tanto imaginada, en roces, en maneras no definidas por falta de lenguaje para ello, de manera que limitamos gozar a unos pocos parámetros que repetimos o echamos de menos como depauperados de vocabulario.
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Pero siempre nos queda esa expresión tan a mano: no tengo palabras para expresarlo. Pero es como quien no tiene pan para comer, ni dinero para comprarlo. O no usemos nunca ninguna palabra. Mendiguemos o invirtamos tiempo en la lectura.
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