Tras despedirme de los libro, al día siguiente lo hice de las personas de la biblioteca, a las que apenas he conocido sino de vista. Pero resultó muy curioso, emocionante y sorprendente no más. Por eso os lo cuento. Al rememorar aquel momento me parece un sueño, pero fue lo que fue.
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Después de un viaje de una hora, como cada día laborable, llegué a mi lugar de la biblioteca, que ya conté la circunstancia de llegar al mismo hace dos años. Un cuarto piso, en un extremo de una sala enorme, cobijado entre los clásicos. Sitio desde el cual contemplo toda ella, lo cual me ha permito ver quién entra, quien sale, cómo estudian jóvenes de la universidad, muchos de los cuales han sido asiduos durante estos años, hasta las 14 hs. que me iba a buscar a mi hija, hasta la estación de tren de cercanías, para volver a mi barrio, del que en breve me despediré otrosí, y ya os contaré. Aparte de un gran descubrimiento que desvelaré en otro artículo, cuando termine las despedidas.
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Me senté en mi sitio dispuesto empezar la tarea cotidiana, ya por último día. ¡Ay! Una de las mujeres de la limpieza me dijo que si quería un café. De los de la máquina de la planta de abajo. Me sorprendió, pero me di cuenta de que ya corrió la noticia. Días antes fui a despedirme de un bedel, que le cambiaron de sede laboral y con él intercambié a lo largo este tiempo transcurrido, conversaciones fugaces y se mostró interesado por mi tarea, me preguntaba por ella, y junto a otros me facilitaron documentos inestimables, secretamente. Tanto que me los dejaban en la mesa, sin saber quién. He sido testigo de como los archivos están en gran medida sin clasificar, a la espera de que las instituciones valoren la cultura de verdad. Pero esto es otra historia, que de momento la reservo para no crear problemas a nadie.
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Acepté la invitación, y compartí un café con las tres mujeres y un varón del equipo encargado del piso en el que estábamos. A quienes siempre en este periodo de tiempo, di los buenos días. Me preguntaron sobre la razón de tales dos años. Les conté lo que iba a hacer, pues como siempre no había nadie en la sala: poner unas flores en cada mesa. Hube pensado cogerlas del jardín de la plaza, que las estaban plantando, pero era problemático. Dinero para comprar una plantita no tengo. Así que en un cuarto de folio dibujé y pinté de colorines, durante varios días anteriores, una flor. Ellas y él me ayudaron a dejar una en cada sitio. Les hizo gracia y regalé una a cada uno de ellos. E hice de la necesidad virtud, al citarles “no cortes las flores, el viento no sabe leer”. Sonrieron.
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Observé la extrañeza primera de quienes al ver las flores gesticularon una sonrisa. Y todos la guardaron, a medida que fueron llegando. Algunos dejaron a un lado la flor para que los acompañase. De marca páginas, vi también que las usaron.
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En dos años no hablé con ninguno. Muchos del año anterior ya no estaban. Y hubo nuevos. Pero con varios sucedió una comunicación con las miradas. Despedidas con movimiento de las cejas o un ligero y sutil cabeceo. Fueron rostros familiares el de los más cercanos adonde estuve aposentado.
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Una vez me dejé olvidado el teléfono móvil en la mesa. Un chaval me avisó. Le di las gracias. Casi siempre se colocó enfrente de mi mesa. No hubo más historia y nada hubiese contado de no ser por la despedida. Otra vez, otro chaval me avisó a la hora en que me solía ir a buscar a mi hija, porque me hube quedado dormido. Se lo agradecí infinito. Pero me sucedió algo que de manera parecida leí en la novela de Proust, “En busca del tiempo perdido”. El chaval me zarandeó y dijo “oiga, se ha quedado dormido”. Eso “oiga” en lugar de “oye” me estremeció. Vi que no soy uno de ellos, como internamente me creí, sentídome joven, percibiendo esa edad de ellos en mí. Y desperté, sí, de mi modorra generacional, dejé la ensoñación de mi edad obnubilada. Como cuando Marcel le dice a Gilberta, pasados los años en “El tiempo recobrado”, finalizada la Gran Guerra: “¿Por qué dos jóvenes no podemos ir a cenar juntos?”. Los que estaban cerca, chicos de poca edad pasada la adolescencia, los miraron y entonces él cayó en la cuenta de que su rostro tiene arrugas, su pelo canas, como las de su amiga, escondidamente amada, también. Cuando él estuvo viéndola en el tiempo perdido… Esta escena de la novela, así como otras, me conmovió.
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Cuento tales detalles, aparentemente sin importancia para dar a conocer el contexto que permita entender cuál fue mi sorpresa inesperada. Llegó la hora del adiós. Unos minutos antes de la misma para darme tiempo de despedirme, con sencillez, a mirar atrás, a dejar dos años en aquel lugar, ahora convertido en un hueco para mí.
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Anecdóticamente diré que cuando una chica iba exuberante o muy ajustada en su vestimenta todos los chavales miraban en aquella dirección y entre ellos sonreían y se hacían gestos. Las otras mujeres jóvenes con gestos decían «¡que idiotas!», o “parecen salidos”, salidos de la incubadora mental. Bromas a parte, me miraban de reojo y yo, para hacer una gracia, hice que miraba al techo. “Ya, ya”, parecieron decir con sus gestos. Pero nunca cruzamos palabra alguna.
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Me acerqué a esos dos chavales con los que tuve ambas anécdotas, bien cierto que de poco o nada importancia, para darles un apretón de manos y decirles que ya me iba, que hasta siempre. Debo indicar algo antes de seguir. Ciertamente llamé la atención porque siempre fui con una mochila en la que he llevado la comida que engullí con mi hija en el viaje de vuelta a casa, con el termo lleno de infusión calentita. Los táper, tenedores. Y fruta. Y con el bolso del ordenador a cuestas. Del cual sale y se hace visible un teclado, porque estuve acostumbrado a teclear con las antiguas máquinas de escribir y al dar fuerte a las teclas estropeo las de los ordenadores móviles que se salen de su sitio. Por eso uno de mis hijos me puso un teclado añadido a prueba de, como él dice, «tus dedazos». Esto no pasó desapercibido. Al principio me miraban, porque hace algo de ruido, pero como sobre todo he corregido la novela en la que estoy metido, no ha sido molesto, o al menos nadie me apercibió de ello. Sí los nuevos que iban, observé, miraban mi hacer en un primer momento.
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Íbame a marchar cuando otros chicos y chicas se levantaron a mi paso y me ofrecieron su mano para hacer con ella un apretón de despedida. Así hice en toda la sala con cada uno. Me di cuenta de que supieron que aquella flor fue dejada por mí. Pero no tuvo importancia. Recorrí la sala y permanecieron en pie. Al ir a entrar en el ascensor una chica me dijo que estaba estropeado. Yo supe que no era cierto, porque minutos antes bajaron dos usuarios de la biblio, como la llaman coloquialmente. Iba a bajar las escaleras, al otro lado, cuando veo que se colocaron unos sobre sus mesas, otros encima de las sillas y dos haciendo el pino en el suelo. Me quedé impávido, estupefacto. Me recordó la escena de “El club de los poetas muertos”. Me emocioné, no pude evitarlo. Al bajar a las siguientes plantas, lo mismo tras saludar con la mano apretada a la de cada cual, algunos con un abrazo, que no entendí tanto ajetreo y desbordamiento de afectividad.
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¿A qué se debió? A nada. Pensé si fuera una broma o una efusión artificiosa. Sinceramente, pienso que no vino a cuento porque ¿qué hice? Nada. ¿O? Recuerdo algo que fue muy simple, de lo que no se habló después, parece que pasó desapercibido y, sin embargo, ahora que escribo me parece un hecho angular. Es lo único que puede explicar la euforia de la despedida. Porque a medida que bajé a las plantas inferiores interaccioné con algunos, el resto se puso a aplaudir. Dos levantaron el puño. No lo entiendo. De no ser que aquello a lo que no di importancia, y que, en cierta medida, fue sin querer, puede que tenga algo que ver.
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Fue a comienzos de este cursos, entrado el mes de octubre. Un día de lluviosidad. De éstos que se conocen como “días tontos”. Las doce y media p.m. Miré el rostro de los presentes que leían los apuntes, memorizaban los textos. Consultaban libros. Me pareció una imagen demasiado automática, como si estuvieran encarcelados en las palabras, pendientes de las notas, los exámenes, sin indagar nunca en nuevos libros, fuera de los que les indican sus profesores. Encajonados y acogotados en los apuntes de clase. Me parecieron enfermizos, enjaulados en sus estudios, como si el horizonte hubiera dejado de existir. Aunque se gastaban bromas entre ellos, aunque de vez en cuando mirasen a su alrededor, no sé, me dio la impresión de que faltaba algo en sus vidas, en su existencia. Y todo ¿para qué?, me pregunté al pensar. Sacaréis una carrera, buscaréis un empleo, os jubilareis, vuestros sueños quedaran rotos, si es que soñáis, y alguno se hará real. Si es que sois capaces de soñar. Me abstraje y traspuse, creo que fuera de mí, porque recordé lo que me contó un amigo, a modo de consejo cuando estudié la teoría económico para orientar la Renta Básica en la economía política. Me dijo que leyera textos originales de Marx, quien cuando escribió llegó a un callejón sin salida, mientras que empezó a escribir “El capital”. Un tema tan complejo como es la economía, querer desentrañar como sucede la explotación a los obreros, en muchos casos con la complicidad de “es lo que hay”. Vista su zozobra, la chica que trabajó en su casa le dijo: “mire por la ventana”. Entonces él lo hizo y descubrió de esta manera la realidad y es cuando recogió la idea de «hacer un análisis concreto sobre la realidad concreta”. Parece ser que luego se enamoró de esta chica, discretamente, dicen, pero no me consta si es real o es una historia apócrifa. O una leyenda urbana de eruditos filósofos como mi amigo.
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Sin darme cuenta, empeño mi palabra, sin querer, ido en el pensar, grité, debí de gritar porque no me di cuenta de que lo hiciera, no fui consciente: “¡MIRAD POR LA VENTANA!” Cual fue mi sorpresa que todos respingaron sentados como estuvieron. Se miraron unos a otros. Y sus miradas todas clavadas en mi persona me delataron. Hube gritado, sí. Sin lugar a dudas. Quedé impávido, sin hacer muecas ni nada. Quieto. Unos y otros se empezaron a levantar, a pasear en los pasillos que forman las mesas y las estanterías. Trasgredí la ley de la biblioteca, la ley del silencio. Unos y otros se pusieron a hablar, alguno incluso fumó un cigarrillo. Se asomaron dos bibliotecarios que se sorprendieron de lo que vieron, pero no pusieron orden alguno. Y aunque las ventanas no se pueden abrir, son amplias y miraron a través de ellas. Sí. Como si fuera un recreo. Aquel día me retrasé en salir media hora a tomar un bocadillito a media mañana, con mi botella de agua del grifo y pasear un rato para estirar las piernas.
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Luego todo volvió a su ser. Otra vez el estudio, la lectura, los apuntes. Es lo único que puede explicar la despedida de la manera que fue. Al salir, sabiendo no volver a ella, sino quizá de visita alguna vez, sin que ninguno de ellos esté para entonces, sin saber sus nombres, ni qué estudian, nada. Los bedeles hicieron un pasillo y me aplaudieron al pasar entre ellos, y con algunas chicas y chicos. Un profesor gerente, que pulula siempre por esos lares y en las cafeterías de los aledaños, miraba con ceño fruncido desde unos metros. Hizo una llamada, de lo que me percaté. Llegaron dos, grabaron lo que sucedía, con cara, los tres, de extrañados. ¿Quién es ése?, Nadie, pensé yo en mi respuesta imaginaria.
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Y me fui. Al volver la vista atrás sobre mis pasos dados, saludé con la mano y vi, por última vez, a las chicas y chicos mirando a través de las ventanas.
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