Aquella ciudad en la que estuve por las mañanas durante dos años. No quiero nombrarla, aunque es fácilmente deducible. Porque al escribir un paisaje ha de convertirse en universal. Por eso deduzco que la novela de las novelas comenzase rememorando un verso de “El amante apaleado”: “En un lugar de la Mancha”, sin definir cuál y sigue con lo que fue una fórmula tradicional de contar los cuentos: “de cuyo nombre no quiero acordarme”.
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¿Qué más da cuál sea? Al fin y al cabo he estado en un lugar, no en el nombre de sitio alguno. Ya conté mis experiencias en una serie de “bodoques”, que tanto me llamó la atención en un principio esa manera de ser colectiva, al menos abundante. Lo que luego me llamaron a mí por cruzar, sin darme cuenta, cuando un semáforo estuvo aún verde para los coches.
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Poco a poco, sin darme cuenta, me fui adaptando al lugar. Me fui haciendo algo boqoque, pero no para mis adentros, sino para reaccionar allá en el trajín cotidiano, pues como aconsejó siempre mi padre: «donde fueres / haz lo que vieres«.
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Tiene algo especial tal ciudad de contraste. Y, sobre todo, que queda definida por su monumento central: es una fachada. Toda ella. Con muchas cosas y actos tremendamente bellos e interesantes, como también lo es la fachada de la universidad.No cabe duda. Pero es fachada.
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Centro del conocimiento a nivel internacional y patrimonio de la Humanidad, lo que hasta hace no muchos años fue ruina y campo de labradores. Tal mezcolanza forma una mentalidad muy suya.
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Como centro de conocimiento he visto mucha cobardía y peloterismo. Soberbia hacia lo de fuera. Pero a la vez mucho saber. Sin curiosidad, sí método y, casi al final de mi estancia, interés por lo que pueda ser. Y afabilidad en un lugar amurallado, sin puertas, sino con un puente colgante para entrar y salir los cortesanos, o el noble rodeado de éstos.
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Quiero escribir sensaciones, sin poner ejemplos, como ya hice antaño, para ahora, hogaño, quiero dar unas simples pinceladas.
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Con el recuerdo y honores al presidente de la II República española, el reloj del ayuntamiento marca la hora con puntualidad. Como la Historia que permanece en el eje del inquisidor por antonomasia, a la vez fuente del saber. También estatua. Al escritor al que se rinde culto y pleitesía, los lugareños llaman a su estatua “el monigote”. No como desprecio, sino como un “ahí está, ¡danzando!”. Es un significado especial de lo que se ha convertido en folclore cultural y la misma erudición en un estereotipo que se repite cada vez con menos contenido real. Pero ¿qué importa cuando se fabrica una imagen?
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Ciudad convertida en atracción turística. La misma universidad redunda en tópicos y de congreso a congreso, hoy invitas tú, mañana yo, y una rueda de aureola vacía y sólo una luz, más que cegadora, para tuertos errantes. Puede parecer increíble, pero es así. Al menos así lo que percatado.
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Los actos se llenan cuando hay créditos de por medio. De lo contrario se inauguran ciclos de conferencias y exposiciones y, luego, la soledad del visitante. Y no por ello deja de ser profundo para ver y escuchar lo contado. He aprendido mucho, muchísimo. Para mí ha sido un Paraíso desde el punto de vista del saber. Lo que quiere decir que no hay mal que por bien no venga, cuando llegué a tal ciudad exiliado de la mía, en donde no hay la rama para Bachiller de “Artes Escénicas”. Ni reclamación social alguna. Y he de reconocer y agradezco la amabilidad del jefe de estudios del instituto donde ha aprendido y disfrutado mi hija.
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Me hizo gracia que una concejala fuera sobrina de Aranguren, José Luis López, quien escribió “Sobre el buen talante”, a cuya obra nadie hizo referencia cuando esta palabra se puso en el tapete de la política. Señal de que en tales lares de todo hay menos intelectualidad, hasta el talante se puede convertir en una marca, como lo es el Quijote, o en un reclamo publicitario, como también el susodicho.
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Las piedras de muchos edificios todavía cantan silencios pétreos Y las cigüeñas crotoran a su antojo. Forman parte de la ciudad, como los coches y sus bocinazos. Como los turistas y grupos agrupados con guías que guían por la ciudad.
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Me llevo un gran recuerdo y una sonrisa de despedida. Y el descubrimiento de un rincón muy curioso y bello, un potencial para actos y haceres del arte y la cultura: un jardín cuyo nombre es “El jardín de las palabras”, con cuatro inscritas: Universo, mundo, humanidad, vida. Rememora mi tierra saber que fue el antiguo huerto de los leones. Casi nadie lo conoce. El palacio de Laredo qué bonito. Porque el nombre sí que forma parte de las cosas, no de los lugares. Una ciudad que se llena de nombres por doquier, de quienes han estado, aunque fuera un minuto de bajarse del tren para mear. Todo engrandece la grandiosidad. Hasta las almendras garrapiñadas que se hacen en un convento y otros dulces en varios más. Con una fábrica del humor a su vez y la casa de, y la casa de. Y Colón estuvo allá. Y la catedral magíster. Regida por doctores y sumergida en los santos niños que dijeron al gobernador romano que ellos eran cristianos, cuando a quien lo fuera se le cortaría la cabeza. Y se adora, turistiza, la piedra sobre la cual se hizo.hay que pagar por verla, pero no tanto como los diez euros por entrar en la de donde fue esta ciudad, hasta que paso a la provincia de la capital del reino.
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Una tierra paradójica. En tantos sentidos que el franciscano y jefe del rey, ya en su tiempo, quiso una sepultura humilde y se le hizo una de mármol, la más suntuosa y de lujo de las que hay en el mundo en aquella época y de las posteriores. Y ahora no está en ella. Vacía la sepultura convertida en escenario turístico. Una calle central con nueve pastelerías. Mujeres vendiendo ramas de romero para leer la palma de la mano a la limosna dada, pobres que luego exigen más. El lujo también, y quien lo trujo. Restaurantes con platos del día a 32 euros y otros a cinco, donde además no se come mal ni en unos ni en otros. Y por siete. La infanta Catalina, su estatua con un libro y una rosa.
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Hay un no sé qué, una atmósfera que hace que atraiga el lugar, que dé pena dejarlo y decir adiós, desearla salud lectora y de escribir, para ver, soñar, irritarse y admirar, mi querida ciudad. Mi querida pequeña gran ciudad. Hasta siempre.
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