Despedida de viajeros y viajeras del tren

Dos años de viajar, ida, durante una hora y cuarto, y otro tanto de vuelta, es un mundo. Y lo digo literalmente. Un mundo con sus propios códigos y lenguaje específico del que ya os he hablado en alguna ocasión. Lo que voy a contar es, nada más, cómo fue la despedida. Quienes me habéis leído asiduamente lo entenderéis. Quienes no, o a salto de mata os vais a sorprender. Pero fue así. Tal cual.

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Iba a ser el último viaje. Le dije a mi hija, solemnemente, que aunque cogiera el mismo vagón nunca sería aquel tren en el que viajamos a diario. Sin tener que ir a clase, sin hacerlo un día tras otros. Incluso yendo a la hora de siempre, no será el mismo, sino una remembranza.  Porque lo que hace la relación invisible entre quienes viajamos es el que suceda un día y al siguiente y a lo largo del tiempo. Lo cual, para mi hija y para mí, se terminaba.

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Días antes algo debí de trasmitir: la sensación de despedida, mirar más fijamente a los ojos; poner gestos de nostalgia. Mis ojos inundados, pero sin derramar, con la emoción contenida. Algo que los demás detectaron, pienso, porque parece que esperaban algo especial. Se crea una atmósfera psicológica entre todos. Nos acompañamos de alguna manera, porque si alguna vez llegué tarde, comprobé que fuera de aquel horario fui un ser extraño, aislado entre la multitud, con la sensación, sólida y pesada, de la soledad debida al desarraigo.

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Y llegó el día. No supe qué hacer, pero se me ocurrió una idea que me pareció, al menos, bonita, un detalle. ¿Decir “adiós” a todos en alto? Me pareció frío, distante. Ir dando la mano uno a uno. Ya fue de esta manera en la despedida de la biblioteca y quise que fuera original, propio de aquel ambiente especial, cercano y distante a la vez, porque todos mantenemos las distancias, sólo que se tienden puentes de comunicación invisibles. .

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En el viaje de vuelta no tuve mucho qué hacer ni decir a lo largo del periodo que narro. No siempre he coincidido c0n los mismos. Entre que comemos, mi hija y yo, en un tupper, que leo y comentamos qué tal las clases y sobre los ensayos de teatro. Vemos caras conocidas, pero no en el mismo sitio, ni con casi los mismos gestos, ni con la complicidad de cuando vamos de 6’30 hs de la mañana hasta llegar a nuestro destino a las 7’45 hs.

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También la mujer que camino a la estación nos encontramos como si fuera un reloj. A mitad de camino. Si antes es que teníamos que acelerar, si después es que íbamos adelantados. Fue nuestra medida de llegada a la estación. Siempre los «buenos días», hasta que dejamos de hacerlo, sin despedida. Seguro que se preguntará ¿y éstos?. No encajó darle explicaciones.

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Nunca hablé con nadie. A lo más una vez que al bajar las escaleras automáticas, al hacer el trasbordo una señora, de la que os hablaré, dijo “¡mierda!”. Y yo, a su lado expresé: “qué mala suerte”. Porque da rabia que el tren cierre las puertas cuando estás a punto de llegar. Fuera de esto nada. Pero sí con el lenguaje de las miradas. Se crea una atmósfera de comunicación, un algo invisible, pero que es algo, se siente. Y la despedida lo hizo real.

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Llevé una caja de bombones enorme. Otra muy pequeña. Un detalle. Ésta se la di para decir adiós a una chica negra, que es la única de quien sé el nombre, Isabel, que me hizo responder a Rubén Darío su poema “¿Sabes quién es la negra dominga?”. Sí, comencé unos versos.

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A ella desde hace dos años la vemos, mi hija y yo, en el andén dos días a la semana, esperando. Desde una vez que dijo que creía que creyó que yo lo iba a perder porque me vio llegar corre que te corre, nos dimos los buenos días. Si faltaba algún minuto más echábamos la parrafada sobre si hacía frío, o si no llueve, o que oscuro está el cielo a estas horas, o luego que si clarea, que los días son más largos. Al cabo de los primeros meses temas sobre su hija que estudia, la lata de trabajar en sitios diferentes y cada día con un horario distinto. La muerte repentina de un hermano allende los mares. Preguntas sobre de donde venía yo, y cómo el estar allá. Luego “cada mochuelo a su olivo”, porque ella se quedaba en su lugar de espera, y allí nosotros si llegábamos antes, ya como costumbre, pero luego a nuestro lugar correspondiente, porque llegar al siguiente tren en el trasbordo es cuestión de segundos. Saber donde va a detenerse con la puerta cerca para coger asiento, lo cual es una habilidad. Cerca de las escaleras. Es algo que hay que calcular. Perder un tren por un minuto supone como mínimo veinte de espera. Prometí no correr nunca, pero me vi arrastrado. Y luego está la territorialidad, también en humanos, porque cada personaje de los que vi viajar diariamente siempre en el mismo sitio. Y yo igual. Pareciera estuviese establecido.

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Se lo dije a Isabel nos días antes. Que penita, dijo. Nos despedimos mi hija y yo. Hasta siempre. ¿No nos veremos más? Dejemos que la ruede el azar. El par de besos protocolarios y… adiós. Me dio las gracias por la cajita de bombones. ¡Qué detalle!, comentó. Viajeros al tren. Es un vehículo inexorable.

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Al entrar en el tren del trayecto largo las miradas se clavaron en la caja grande de bombones. Siempre fui con la mochila en la que llevé el condumio, y el ordenador, con un teclado fuera, porque acostumbrado a teclear en las máquinas de escribir me cargo las teclas de los ordenadores móviles.

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Todos hicieron como que no veían el cambio. Mientras que yo como que no pasaba nada. Me dio algo de corte, lo reconozco. Pero no volver, y que no me volvieran a ver sin más, me pareció frío. Distante más allá de la distancia. ¿Qué será de ése?, se preguntarían. Que ya no viene, pensarían el segundo día que faltase, y se acabó. No se requiere más, pero no sé, como que me faltaba algo. Al fin y al cabo tantos días y a la misma hora. Quise tener un detalle.

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Sin pensarlo más abrí la caja de bombones. Miradas de reojo, como quien no quiere la cosa, pero luego cada cual fijando sus ojos en ellos mismos, cuando no demasiados en sus pantallas del teléfono. Algunos con sus lecturas de libros de papel. Con cascos oyendo música también. Un señor con un anillo con bolitas alrededor del mismo, rezando el rosario. Se le nota. Y el joven que medita con los audífonos puestos.

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Algunos, me pareció que ya lo esperaban. Fue una impresión. Los cogieron. Uno, delicadamente. Otros dieron las gracias. Quien: “hasta siempre”. Dije que ya no nos volveríamos a ver, que volvía a mi ciudad. Es un lugar y un horario en el que nadie pregunta. Otros sonreían y con el bombón cogido entre las yemas del dedo pulgar e índica, hicieron como si propusieran un brindis. Yo sonreí, sin más. Todo fue implícito y explícito a la vez. Algo muy especial. Contuve las ganas de llorar, que se incrustaron en mi garganta.

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El conserje, al que llamamos así porque un día le vimos con un manojo de llaves, me miró fijamente a los ojos. Si alguna vez no le veíamos pensamos que otro chico de pelo algo canoso era su sustituto. Aquel día no estuvo éste. Dos años mirándonos un instante, sabiendo él que indicaba a mi hija “mira, mira, ahí está”. Cogió el bombón, que quiere decir en francés “bon bon”; “bueno, bueno”. Sin más lo introdujo en la boca. Nuestros ojos quedaron frente a frente más de un instante. Pasé al siguiente y luego a otros.

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Padresnuestros es una señora que la hemos visto persignarse cada mañana. Muchas impurezas debe pensar porque lo hace varias veces y como que algún rato reza. (Por cierto, es la que exclamó “¡mierda!”, con toda la razón del mundo. Por un segundo se cerraron las puertas del tren en nuestras narices, después del carrerón que dimos. Tales carreras han hecho que me conozcan en la estación del trasbordo como el “Galgo de Atocha”. Cuando acelero al bajar las escaleras mecánicas voy diciendo “paso, paso”, a lo que algunos responden “pase, pase”). Cuando se levanta esta señora no deja de bajarse la falda que llega justo por las rodillas. Y venga, y venga. A veces parece que tiene un ramalazo de erotismo tanto pudor. Al ofrecerle el bombón no me miró. Ella siempre esquivó en encuentro de los ojos cuando yo hacía revisión cada día, a ver si estaban todos. Pero me di cuenta, hace tiempo, de que cuando íbamos a salir me miraba por el reflejo del cristal de la puerta. Atentamente.

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Cuando la ofrecí el bombón lo miró fijamente. No a mí. Quedó paralizada. Yo quieto, mientras que el tren seguía su marcha. Es una señora de formas redondeada, oronda. Yo también. “No sé si debo”, se dijo a sí misma en voz alta. Le fui a decir una mentira piadosa: que son sin azúcar, pero no me dio tiempo porque empezó uno y siguieron los demás del vagón a corear: “¡que lo coma, que lo coma!”. Finalmente lo cogió. Lo dejó en su sitio. Lo cogió nuevamente, ¡ya lo hubo tocado con los dedos! Todas las tentaciones necesitan una excusa para caer en ellas. Lo comió sin hacer gesto ni mueca alguna sino mover los labios regodeada en tan exquisito sabor y la sensación suave de la textura del chocolate. Los viajeros que acompañaban aplaudieron.

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Temí que empezase el cachondeo, pero no. Fue todo muy formal. ¡A tales horas!. Aunque acordaos lo que pasó aquella vez que empecé a cantar. Cuando llegué frente a la señora de la limpieza, porque una vez la oí decir que no entiende como es posible tanta porquería dejada en el suelo. Se levantó al ponerme cara a cara y, apoyadas sus manos en mis hombros, me dio el par de besos de mejillas. Se sentó y ¡para dentro su bombón! Estaba sentada en el asiento del jubilado, un señor que desde hizo varios meses no le volvimos a ver. Ya conté su peculiar historia. En cierta manera, aunque estuviera encajonado en un horario y siempre con su corbata bien puesta, deduje una bella historia de amor. Me acordé de él e imaginé que le daba el bombón. Tal vez alguna vez lo vea en alguna estación con sus botas puestas.

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El Comunicador es un señor que hace de portavoz. Cuando alguien habló demasiado alto por el teléfono móvil dijo «que despierta a la niña». Quien hablaba ostentosamente le miró y él con gestos y movimiento de manos le hizo ver que hablase más bajo, que sea discreto. Si alguien se queda sin entrar: «Hay que madrugar más». Tiene un comentario para cada situación. Cuando pasa un pobre dice que hay que tener un capital para dar a todos los que pasan.

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Sobre las conversaciones por teléfono no quiero aburriros, pero sí dar a conocer, sin señalar a nadie, una que fue para mí un máster sentimental. Una suramericana, contaba a una amiga que ella quiere a uno, pero que le gusta otro y que ¿qué va a hacer? Y además en el trabajo hay uno que la insiste, que aunque esté casado es muy simpático y no está mal, y que le hace regalitos y ella que es golosa. «Ay, hija, si hay sitio para los tres en mi pasión». Otro día me enteré de que está casada con el que quiere, según deduje. Aquel último viaje iba muy circunspecta. Cogió el bombón y sonrió amablemente.

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Soplillo, por tener unas orejas monumentales, pero muy graciosas, que hacen juego con su cara, me dio las gracias y dijo “¿así que ya no vuelve por aquí?”. “Así es”, respondí. La japonesa misteriosa, siempre va sentada en el mismo asiento, quieta, hierática. Parece un maniquí. Digo que es japonesa por sus rasgos, pero podría ser de cualquier lugar asiático de ojos inclinados y tez clara, muy pálida. Una vez no me bajé en la estación final e hice el recorrido varias veces porque ella no se bajó, ni se movía. Pensé que fuera un maniquí, pero no, observé que respira, muy tenuemente, con mucha suavidad, pero respira, sí. Pensé, lo confieso, que de no coger el bombón, pues nunca la vi, ni yo ni nadie, mover las manos, dejaría un bombón en su rodilla, lo cual no deja de tener cierta carga libidinosa, lo reconozco. Una fantasía indecorosa y atrevida, pero ya sabéis, amables lectores y lectoras, que cuando escribo digo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Va siempre con el mismo vestido muy claro de florecitas pequeñas, claritas también en sus colores. Lo cual da cierta belleza añadida a sus piernas blancas y suaves a la vista. Pero no hizo falta que me arriesgara. Contra toda expectativa cogió el bombón, lo que originó un murmullo a lo largo del vagón. Parece que nadie está atento y sin embargo… Lo tragó literalmente y continuó con su mirada al infinito.

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Dos chicas que trabajan en unos grandes almacenes, dos obreros que apenas hablan entre ellos, sino comentarios sueltos. Uno de ellos con barba, que puede ser un espía. ¿Qué se cuecen a esas horas de la madrugada en el tren? Dejo en la despedida la distancia de haberme “desaparecido” dos termos, cuatro cargadores de teléfono móvil, un libro, dos bolígrafos. Ya lo conté una vez. Dejo a un lado quienes a la vuelta amenizaron el viaje con sus cantos mendicantes, los pobres que siguen un guión ensayado de pedir, o reparten un papel para cosechar calderilla. Tuve por principio no dar limosna. Les di hojas para iniciar solicitudes para reivindicar que nadie tuviera menos del umbral de la pobreza y que las prestaciones fueran universales. Nunca he visto mayor desprecio y encaramiento y me tuve que callar y contener. Existe la pobreza, pero tal no se exhibe, ni se hace chantaje a la gente que nada podemos hacer y que lo somos también, puede que no tanto, pero también.

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Curiosamente ese señor, de mediana edad, de las barbas dijo con cierto retintín: “la vida es como una caja de bombones, ¡nunca sabes cuán te va a tocar!”, imitando con la voz a Forrest Gump. Sonreí. Los dos se rieron. El resto igual. Mi hija, emocionada, afirmó taxativamente: “papá estoy orgullosa de ti”. Debo decir que a ella al principio le dio corte emprender esta manera de decir adiós, cierta vergüenza. El día anterior que le comenté la idea, se espantó: “¡papá no hagas el ridículo!” Y ya veis fue un honor y una satisfacción. Compartir la despedida con personas de piel negra, rumanos, estudiantes. A quien ve siempre en una tablet películas románticas. O al menos cuando me asomo a fisgar son escenas de baile, de besos, de lágrimas. He llegado a pensar que sea la misma película un día y otro.

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Y una chica que dos días a la semana va acompañada de otra muchacha con la que conversa. Gracias a tales diálogos sé que tiene un hijo pequeño, que trabaja en una oficina, en la que también, pero en otro piso del edificio, la que habla con ella. La que viene siempre la he visto, igual que otras chicas, maquillarse y pintarse los ojos y los labios en plena marcha. A mí me pone nerviosos, porque pienso que una frenada repentina las puede hacer meterse el lápiz en un ojo. Siempre que he pasado delante de ella para llegar a mi sitio, mi zona y si puedo mi asiento, mueve el pie. Me fijé desde el segundo día. Balancea la pierna. No me ha pasado desapercibido tal movimiento pertinente. Lleva unas botas cortas, tipo hada o de Peter Pan. Las mueve como un tic nervioso, pero cuando miró desde mi lugar su pierna está quieta. Al ofrecerla el bombón, ya quedaron pocos, aceleró el movimiento de la pierna sobre la rodilla de la otra, que se me olvidó comentar tal postura anteriormente. Hasta el punto de que me dio una patada. Todos los presentes miraron con asombro. Yo quedé expectante. ¡Vaya cara de enfado! Pero cogió el bombón y se lo zampó. Como me quedé absorto, ella me hizo una señal con la mano de que podía seguir repartiendo bombones… a ¡otros! No lo dijo de palabra, pero sus gestos me lo dieron a entender, al estar ella, sin motivo alguno de mi parte, enfurruñada.

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No fue el único enfado. Hubo otro que llevaba semanas, meses tal vez. Voy a ser discreto, porque no quiero meter la pata. Fui testigo desde hace ya mucho, cuando me senté en un asiento del extremo del tren, enfrente de un joven y una chica, claramente de más edad que él. Se bajaban muy pronto, ella en una estación y él en la siguiente. Quedaba poco para que les ofreciera el bombón. Pero la cosa tuvo su enjundia. Tiempo ha, al poco de iniciar los trayectos matutinos, los vi hablar animadamente. Y mirarse ambos con ojos de pitiminí. Y reían por tonterías. Ella estaba casada. Una vez le oí decir que su marido es un petardo, lo que el chico captó como indirecta, lo noté. Y yo me dije «aquí hay tomate». Dio un respingo en el asiento, el chaval. Animó la conversación y se puso a hablar de sueños y proyectos. Al cabo de unas semanas los vi asidos de la mano. Dos veces les vi besarse de piquito, discretamente, pero vamos que lo vi sin lugar a dudas y casi sin querer. Se mimaban y arrebujaban sus rostros para hacer que escondían su timidez, y de paso las manos circulaban por doquier. Bonito, dentro de lo que cabe. Pero algo sucedió hace un par de meses, que no se hablaban sentados uno al lado del otro. Para estar luego uno a un lado del pasillo, ella al otro, mirando cada cual para un lado. Al ofrecerles el bombón parecieron como si estuviesen enfadados conmigo, que ¿qué les he hecho? Creo que lo estuviero0n con ellos mismos y siempre hay quien paga el pato. Una señora me hizo el gesto de ¿qué se va a hacer?. Le di a ésta el penúltimo bombón, lo que agradeció sin decir nada.

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El último se lo di a mi hija. Me abrazó y se puso a llorar de emoción. Pasamos el resto del viaje abstraídos en nuestros pensamientos. Cada cual en los suyos. Cuando bajé en mi estación no miré hacia atrás. Levanté el brazo y dije adiós con la mano. Al ponerse en marcha el tren, sí, me dirigí, con la mirada del torero (con perdón de los animalistas) cuando acaba la faena, a todos los que quedaban yendo a su destino, y agité un pañuelo. El tren continua su marcha, la vida sigue. Ya me acerco, pasito a pasito, al lugar de donde partí.

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Adiós. Adiós belemnita errante.

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