Despedida del barrio

Ya he hablado, en artículos de meses atrás, sobre el barrio en el que he vivido estos dos años. Es difícil decir “hasta siempre” a un lugar, a un trozo de mundo, llegado por azar a él, resultando estar lleno de sorpresas, de contrastes, de puntos de vista calidoscópicos. Cada renglón debería de explicarlo con miles de palabras, llenarlo de letras invisibles sin imágenes que las contengan, porque es dentro de ellas donde suceden.

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Suspiro ante el reto de expresar lo que bulle en mí. Dejaré que las palabras sean como las gotas de lluvia y encharquen tu lectura. Espero que algo se refleje de ese algo de una luz tenue, a medio apagar.

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Es un lugar en el mundo al que llegué de sopetón y del que me voy con nostalgia, con la mirada hacia atrás y soñando. Como una cueva en la que he aprendido a leer las sentencias de Zaratustra y los diálogos de Platón con las suyas palabras a cuestas.

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Es un barrio que quien lo busque en google se atemorizará, porque las noticias alarman y hay mucho de cierto, pero dentro de otras historias y otras y demás. No es toda la verdad la que cuentan, ni nada más que la verdad. Pero no vamos a juzgar nada, sino planear por un lugar incierto, que como las partículas de incertidumbre  es y no es a la vez. El lugar de toda la ciudad donde los pisos son más baratos, donde se pueden conseguir tarjetas de trasporte duplicadas por diez euros ¡y funcionan! Donde las empresas de paquetería y de correo privadas no entran, no hacen el servicio a direcciones del mismo.

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No voy a decir que he convivido con las múltiples culturas que existen en el barrio, pero he escuchado, he dedicado tiempo a hablar con las gentes y la observación, a veces indiscreta, ha sido mi gesto cotidiano. He visto y he dialogado. Me han preguntado ¿qué buscas acá? Mi respuesta fue «nada», sino vivir, pero que sin buscar nada he encontrado. ¿Qué? No lo sé, todavía no lo sé, tengo que digerirlo.

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Al principio, ya lo narré, me pareció un lugar demasiado simétrico, como si se viviera en cajas de cerillas gigantes colocadas a medida. Y no está muy lejos de esta percepción su diseño original. Dos años después he comprobado que en cada línea recta, en cada esquina hay historias sinuosas, vericuetos de vidas con sus pasiones, aburrimientos, desencantos y esperanzas. Cada ventana asoma una historia, cada balcón repleto de trastos suenan a humanidad. Las fachadas con las ropas tendidas. Ventanas cerradas, enladrilladas, a cal y canto y otras abiertas de par en par. Como las cabezas de sus habitantes, desde quienes hablan con consejo sabio, a otras solas que gritan a las paredes. Quejas de pisos ocupados. Suciedad en las aceras y renovación de los contenedores.

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Alguien tuvo la idea de colocar en árboles del barrio bolsas de basura, ante la falta de papeleras suficientes. Pintadas que se quejan de las cagadas de los perros que no siempre se recogen. Para algunos es una humillación hacerlo ante quienes desprecian que se acompañe a un animal, por doméstico que sea y que se gaste dinero para sus cuidados. Cuestiones no perceptibles, pero que se atisban asomándose a la mirada de quienes miran a los demás. La importancia del entrecejo con el que se expresan muchos. 

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Cuando llegué con la maleta, la mochila, el ordenador y una bolsa tuve que cargar con ello al hombro porque parecía la acera un campo de minas de excrementos. En estos dos años se nota más limpio, en general todas las zonas del barrio. Sin embargo han aumentado las pintadas racistas: “mofetas”; “moros fuera”. Sería muy largo contar cuando lo de los atentados en Francia. Pero escuché gritar a un marroquí: “¡Francia es nuestra patria!”. En otra ocasión alguien de los blanquitos comentó algo a un amigo sobre “esos moros” y se montó una trifulca porque hubo quien se dio por aludido con la carga de un desprecio de pasada: “No soy moro, soy argelino”. Y amigos de quien dio respuesta tuvieron que ir a calmarle.

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Escribiré pinceladas, como los cuadros de los expresionistas, para que en la retina lectora os forméis la idea, sin poderla yo dar, pues escribo sensaciones sueltas que no están delimitadas ni por lo tanto definidas.

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Es un barrio difícil de explicar algo concreto sobre él, porque si se cuenta una cosa lo contrario también es. Depende del momento del día o de la noche. Es lo que hizo que su ciudad, la que la cobija en su extremo sur, se llame en plural: “los madriles”, porque son muchas ciudades a la vez. Acá es como si hubieran pasadizos donde todo se junta, pero no se mezcla.Incluso el perfume de las mujeres marcan un mapa que indican de donde son.

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He paseado por sus calles y el parque. He mirado por la ventana. He comprado en sus tiendas de calle y en las superficies comerciales. He visto arreglar ordenadores y teléfonos móviles sobre una caja de cartón en la calle, con colas esperando maniobre el genio. He visto robar bolsos y a un hombre coger sus propios tobillos y levantarse a sí mismo del suelo medio metro. Sí. ¿Hipnosis? No lo sé. Han sido estos dos años de una experiencia extraña. Tremendamente enriquecedora. Una especie de nuevo mundo inimaginado por mí.

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Mujeres con el velo puesto y la chilaba, sobre todo los viernes fiestas. Y también chicas con un shorts bamboleantes y vestidos ajustados. Salir y entrar en la mezquita y hacer el amor en los coches de la misma acera. Cantos parecidos al gregoriano, que son recitación, pues no cantan, con música en la otra esquina de reggaeton, bailar salsa en las plazoletas, grupos que dan palmas y arañan el aire de baile con la guitarra cual fuera una pandereta y quienes miran fumando con gestos de cowboy. He aprendido a mirar y ver.

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Dos iglesias grandes, muy cerca la una a la otra. En una sobre todo blanquitos, en otra suramericanos.  Un local con evangelistas que cantan y gritan sus pecados para ser perdonados directamente por el Espíritu Santo. 

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He visto bailes de regiones lejanas, conquistadas, con sus trajes en las fiestas de integración.¡Se parecen tanto a los pueblos de la montaña en el norte de este país y de la maragatería! Quedó la huella de un lado y de otro. Con más colorido, con dibujos muy expresivos. Pero caretas, faldones, danzas en torno a la mujer como centro de un universo. Todo se ajusta, al fin y al cabo es humanidad.

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Puntos de venta de droga, llamando a la ventana de un bajo. Se mira a un lado y a otro. No debo ser un peligro porque lo han hecho a mi lado cuando pasaba. “Ahí”, señaladas las ventanas con cortinas rojas, que según tapen la ventana o estén apartadas se puede entrar o está ocupada para saciar el sexo masculino. En la tecla del portal automático hay una señal sibilina. Todos los vecinos lo saben, pero como que no, se ignora a sabiendas. Según cual hay especialidades y quien las sabe y quiere orientar a los demás. Cada colectivo guarda sus reglas. Los piadosos cuentan con las rebeldes, mujeres preciosas, que inician al sexo a los jóvenes como enseñanza y a su vez que sepan moderarse, y hablan antes y después de lo demás. Es un regalo de Dios y hay que respetarlo. Que no sea algo banal o bruto (como animales). No ha mucho fue costumbre de los cristianos viejos. Pero puede ser todo un error de percepción mía. Las que trabajan la noche y la media noche cerca de la carretera en el rincón industrial, luego son una más en el barrio en el que viven sin dar pistas, pero sí señales en sus gestos y desplantes.

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Follones en las escaleras, peleas de gritos, cuando las parejas duran el camelo de un momento. Y no se sabe si es pareja o momento y “porque yo quedé”, “pero no me dijiste”, y “¿qué has hecho con ese?, porque a mí…”. Es infantil y profundo a la vez. Pululan Freud y también Skinner entre la pobreza y la cultura de lo que venga viene y hay espacios comunes dentro de cada grupo, donde buscarse la vida es encontrar el cobijo. Los ideólogos llaman a esto «solidaridad», pero es más, es algo más, es entrañable, es lo tribal.

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Pobreza y la ilusión de poder ser rico de la noche a la mañana. Casas de apuestas. Y los niños aprendiendo en la calle con los cromos y una piedra a ver quién se lleva más. Salchichas de cordero, boniatos y sangre en la cazuela. Vino y cerveza, ron y té verde con hojas de hierbabuena. Jarras fumaderas, los narguilés o pipa de agua, para aspirar la melaza.  Hombres que hablan solos, mujeres que callan a solas y algunas que no ven en puntos de venta de alcohol barato. Y todo entrañable. Niños que corretean, que montan en bici, juegan al balón. Los colombianos y del Perú con sus ligas de voleibol en espacios destartalados, pero muy organizado. Una zona deprimida y se ven coches de lujo medio, de segunda mano, que además se venden al lado de un solar, donde se prueban y comprados a toca teja, uno que paga, otro que cuenta los billetes y otro que recibe, cada cual acompañado. Aunque hay talleres mecánicos se arreglan y mejoran muchos en donde aparcan.

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Palmeras, almendros, pinazos (apellido de quienes levantaron el barrio), castaños de indias, pinos, pinos multiformes, acacias y acacias chinas, chopos. Hay espacios en las plazoletas entre edificios con rosas y setos. También los hay a su albur. El nombre de las calles responde en su mayoría a zonas valencianas, de donde fueron los arquitectos. El de la mía responde a la zona norte de la huerta valenciana. Algo que llama la atención de este barrio y que lo caracteriza y extraña al recién llegado es que las calles no son lineales, no responden a espacios rectos, sino que es según los  bloques, lineas de edificios a un lado y delante y en otro solar alejado aparece una numeración de viviendas de la misma calle. O sabes la ubicación del número o no es posible indicar dónde está el número de determinado edificio aunque estés en la misma calle.

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Un parque enorme, con una sorpresa que ya contaré, loros, que son de Argentina, abubillas que hacía años ha que no vi, ardillas, gorriones, palomas, y mirlos, mirlos , mirlos que pasean, que vuelan, que cantan. ¡Cómo acompañan sus sonidos procreadores cuando se madruga antes de salir el sol! Rompen la sensación de soledad. Y en el parque un puente de colores que es una identidad, un lugar para los actos a los que poca gente acude, pero sí se exponen voces, escrituras, paneles, rebeldía y resignación de todos los colores.

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He visto una, pero serán más, peleas a puño, de boxeo sin guantes, en un ring de gentes airosas, crueles, pero que entienden que no es nada porque ganan dinero a sangre. Hay que ser fuertes, saber recibir golpes y darlos. Lecciones de vida. lecciones de quienes no pueden elegir. Chabolas que habitan negros que han de cumplir ciertos trasportes. Apuestas y jalear a un contrincante, sangre en los rostros. Hasta que uno se retira. Se dice de peleas de perros, y de gallos, en descampados abandonados donde siempre hay alguien que pasea. Se dice. La policía roza los portales para trámites y lo que digan los jueces, a los cuales ¿qué les importa lo que pase acá? Sus leyes son otras. Son funcionarios.

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Un campo de fútbol enorme. Cerrada una piscina de buceo profesional. Otra grandes de invierno con el nombre de Raúl, el jugador del Real Madrid que la patrocinó, que fue del barrio y viene a él de cuando en cuando a ver a los amigos y tomar algo en los bares. Las tiendas con los rótulos de dos o tres negocios anteriores. Peluquerías, la de Antonio, y las que dibujan siluetas de formas serpenteantes. De mujeres no he visto. Quizá haya. Un tren de cercanías a un extremo. Al otro el metro. En medio parada de autobuses. Casa de cultura, aparatos de gimnasia para la tercera edad, con pedales y para mover las manos en plazoletas y parques. No falta nada, hasta MoneyGram y locutorios con tarjetas de prepago.

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Fiestas con concursos de guiones de teatro (presenté uno que no ganó), de cuentos, de pintura. Lo tiene todo, pero falta algo, quizá cierta riqueza de supervivencia. Se habla en el ayuntamiento de experimentar en este recoveco de la ciudad la Renta Básica. Me lo ha vuelto a decir alguien que está en el ajo, pero no se deciden. Un centro médico, cuyo edificio tuvo cierta importancia arquitectónica. Con doctoras doctas, sobre todo, que miran a la cara del paciente y dejan a un lado el ordenador. Y que aconsejan además de recetar.

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Y lo que no sale en la prensa, lo que llena un barrio de sí mismo, en el que hay dos sedes bancarias con sus respectivos cajeros automáticos. Tiendas de chinos, de alimentos, farmacias, estancos, bares, de los de kebab. No hay Mac Donald. Una papelería. Un mercado. Da la sensación de ser un barrio destartalado, pero no exactamente. Algunas casas bajas de gitanos. Cada colectivo va a lo suyo, pero amablemente. Un local de evangelistas. Un herbolario. Una mezquita, que es un local. Cuando lo cuento y vienen a ver cómo es creyeron que verían cúpulas y torres adornadas del arte alauí.

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Y emerge como una montaña, o un oasis, una sede de una antigua caja de ahorros de la provincia. Una biblioteca, espacios de ordenadores, para que niñas y niños hagan los deberes, un bar para la tercera edad y salas de reuniones. En mi primera excursión por el barrio vi las muchas actividades que proponen. Me apunté a una, a un club de lectura. Ha sido una sucesión de encuentros en los que he aprendido mucho, donde no se discute, se habla, se intercambian puntos de vista sobre lo leído. Aprendí a valorar la historia de una novela o de cualquier obra, no sólo el fondo, el sentido, los aspectos psicológicos y simbólicos con lo que se suele hacer una metalectura ingenua, lo que me ha servido para escribir dando importancia al contexto, porque es lo que hace que el lector se introduzca en lo demás. A veces, ciertamente, una buena novela la he visto desplazada porque no se está de acuerdo con la historia, o porque sea machista, cuando la historia es una excusa para sacar sentimientos, siendo lo que hay que reflexionar, no una sentencia.

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La primera novela fue “Nada” de Carmen Laforet, que llevé años esperando a leerla y de eso que lo vas dejando, hasta que ¡por fin! Y luego otras muchas. Descubrir a Iréne Némirosvky, y autoras y autores de los que no supe. Con una coordinadora que ha buscado la variedad de las historias, lo referido a efemérides de algún autor. De una manera sencilla y han transcurrido las reuniones, con sus fiestas gastronómicas en las vacaciones de Navidad y cuando llegan las vacaciones de verano.

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No quise comentar nada de mi actividad como escritor, o como deseo de serlo, para no interferir en que pudiera tener una opinión más “especializada”, que no lo es. Al final del primer año lo comenté y di a conocer mis libros publicados. Pienso que el valor de lo cotidiano es muy importante y es por donde ha de circular la lectura. Esos análisis de simbolismos, de profundidades sociosicológicas me interesaron, pero ahora me parecen pedantes y artificiosos, porque se antepone lo comentado a lo escrito.

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Hay otro club de lectura juvenil. Propuse hacer uno común. Lo forman chicas y chicos muy observadores. Posiblemente para ellos la historia sea lo esencial. Lo conozco porque algunos de ellas y de ellos han participado en otro encuentro que me ha fascinado: Tertulandia. Participan chicas y chicos de diversas culturas y de diferentes edades. Es un contraste interesante. He tratado de no faltar.

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He conocido muchas cosas que se perciben, pero que no se notan. A través de esos locos enanos, que dijera Joan Manuel Serrat,  se puede percibir la coreografía de su ambiente. Me ha hecho mucha ilusión cuando al verme por la calle me han saludado, y con algunos detenerme para hablar. “Profe, profe”, me llaman. Ha sido entrañable. Y gracias a la coordinadora, que es la misma mujer que impulsa el club de la lectura.

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Escribí, ya he comentado, una obra de teatro relacionada con el barrio: “¡Pandilleras al tren!”. Sucede en la escalera del túnel por donde he pasado a las 6’30 hs. a diario estos dos años. Los personajes son referencias a chicas y chicos concretos y la mezcla de varias personas. Un tema que me llamó la atención es la capacidad crítica de los jóvenes, pero al mismo tiempo la obediencia total a sus mayores, hasta el punto de que dos hermanas suramericanas muy inteligentes quieren hacer una determinada carrera, pero estudiarán lo que sus padres las digan “porque ellos saben qué me conviene”. Es esto que oí lo que me inspiró. En otras culturas sucede algo parecido. Las contradicciones hacen mella, vivir en un lugar donde las normas son otras a las que se viven en la familia genera confusión a la hora de afirmar la personalidad. Un ambiente y otro que chocan. Es lo que describe el abismo con las olas cuando es junto al mar.

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He conocido jóvenes el primer año que luego dejaron de asistir y se han metido en pandillas que se buscan la vida. En ellas se mezclan con otros jóvenes. Se han de esconder de los suyos, entrar en juego de mentiras. ¿Quién los escucha, quién los atiende? No pocos acaban quedando fuera del clan, fuera del sistema, sin adonde ir. Su única supervivencia será asaltar y su violencia dirigida ciega contra todo, porque no lo entienden, no saben qué les sucede. Y en todo esto se mezclan los afectos que no pueden desarrollar. Han de prohibirse a sí mismos. Y ellas aguantar el silencio.  ¿A quién le importa? Todo ha de estar definido. Cuestionarlo tiene un precio. Estudian para que les dejen ir de un lado a otro, pero no les interesa. Nos saludamos, pero siempre van en pandilla y no podemos conversar sino unas frases. Los trabajadores sociales mientras tanto fisgando las neveras de los hogares, por si recibiera una prestación social quien come yogures desnatados. (No es una metástasis literaria)

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He oído decir en uno de los temas, la superpoblación, se proponen varios y se elige uno al azar, que hay que tener muchos hijos para que no se vacíen los ejércitos y que sean cada vez más grandes. Piensan que pueden usar algo secreto que les dará la victoria a los musulmanes, pero que todavía no lo hacen porque no ha llegado el momento de hacerlo, tienen el aire de la victoria. No quieren la violencia, pero ¿y si me dan a mí? Granada es un país. Le corrigieron: es una provincia, y una ciudad de España. “Es una nación ¡nuestra!” Quedé perplejo por tal convencimiento. No lo han aprendido en la escuela. Es algo que no se nota ni percibe en la calle, de lo que no se habla ni discute.

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He comprobado que los colectivos están formados por personas tremendamente bondadosas, gente buena y el la grupalidad forma parte de la identidad de quienes lo forman. Mientras que para los blanquitos es la sociedad, la masa, para las diversas culturas lo tienen en la tribu, en el ambiente. Quizá en sus respectivos países de origen sea diferente, no lo sé. Los musulmanes cumplen sus horarios de ir a la mezquita. Las mujeres y los niños van, pero a la parte de abajo, y no siempre las cinco veces. Religión, psicología, convivencia, todo se entrelaza.

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Y siguiendo los acontecimientos últimos, trágicos, y espero que no se malinterprete, los actos terroristas por crueles que sean, que lo son, y que mi rechazo a tal dinámica y mi condena, son realizados desde la bondad y el idealismo. No comprender esto es lo que hará que siga creciendo y se intensifique y vaya a mayores hasta que explote el conflicto a un todo que amenace seamos nada. La sociedad del dinero es tan egoísta que no es capaz de verse a sí misma ni lo que se le viene encima, porque somos ciegos. Me incluyo. Lo que cuento lo acabo de descubrir recientemente, reflexionando: O cambiamos profundamente o sólo sembraremos dolor. Y será lo que recojamos. La lucha contra el terrorismo exige un cambio profundo, que ha de empezar por reconocer el mal que hacemos desde la sociedad del bien, del bienpensante, del bienestar, del bienvenido, del bienparecer. Sin embargo se ataca más, se intensifica señalar al de fuera y hacer de sus turbantes bombas, cuando son costumbres. Un ejemplo de los que, además de buenos, se etiquetan como «los buenos»: apoyan y promueven fabricar las armas más destructoras para Arabia Saudí y a la vez ponen en sus palazuelos institucionales «Welcome refugiados». Es un ejemplo de chiiiissss. La hipocresía ideológica. La costumbrista. La de no hay más remedio.

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A una joven de la tertulia le pregunté que porqué lleva el velo sobre su cabellera, y si ella lo decide. Y dijo que sí, que además le sirve para que no la tiren del pelo. Se rió, porque se dio cuenta de que esa respuesta aprendida no me la creí.

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Nosotros rezamos o hacemos charlas, pagamos lo que compramos, los impuestos más o menos, Votamos. Pero no vemos y lo que nos cuentan las pantallas es lo que nos ciega más. Ha habido un atentado a jóvenes recientemente. Muchas muertes, mucho dolor. Terrible. Pero ¿hemos sentido lo mismo de mucho más al otro lado? Sólo nos importa lo nuestro. Y alguien bueno hace que veamos eso que no vemos y que amparamos. Nadie tiene la culpa, pero las cosas suceden. El fanatismo es la sinrazón, cuando ésta no sirve, cuando da lo mismo, es una válvula de escape, de consecuencias atroces, pero en lugar de hacer pensar a quien cree razonar, le refuerza en su insolencia y suntuosidad y pompa.

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El otro día supe en Toledo que «sinagoga» significa lo mismo que «iglesia», lo mismo que «sóviet»: asamblea, reunión de personas. Para los judíos basta que se junten más de diez personas y recen o lean o reciten textos sagrados para que ese lugar forme una sinagoga.

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He visto la sonrisa de la gente entremezcladas unas con otras, gestos de preocupación, andares en lo cotidiano, de quienes carecen de visibilidad y de voz. He visto comprensión e intolerancia de todos con todos a la vez.

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De no haber vivido este tiempo en este barrio, con sus vivencias y aprendizaje, no hubiera podido llegara una conclusión tan tremenda, tan paradójica: que lo más cruel y doloroso venga de la bondad como respuesta, para que la bondad pueda seguir existiendo, porque ¿qué ganan? Lo más que podemos hacer respondiendo sin reflexionar es convertirlos en más «malvados» como lo somos desde el egoísmo y la codicia que se vive cotidianamente entre personas respetables, entre la gente “buena”, pero egoísta y codiciosa, y que desarrolla la envidia y todo sin quererlo ver. Necesitamos disfrazarnos de «los buenos» fabricando «malos» de cartón piedra. Entonces un choque nos hará saber que lo bueno es más profundo, que hay que dar y no balas, mientras que le gente buena seguirá laborando y que cuando respondan los llamarán “los malos”, porque son bombas ya que no han podido ser, ni ver, otra cosa.Una obra de teatro, que no recuerdo el autor, trata de un niño que está en el regazo de su madre mientras que bombardean la ciudad. La madre le pide calma, que no se asuste. El niño dice al final: «mamá, quiero ser bomba».

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Al fin y al cabo un barrio es la célula de todo un mundo. Me despido de él leyendo, con los del club de lectura, “La casa de té” de Ellis Avery, donde cuenta el cambio de Japón a la modernidad, su occidentalización, quizás a medias. Muy interesante. Nuestro mundo es como es, pero puede ser de otras miles de formas. En este libro se percibe el paso de una sociedad de honor y costumbres a la sociedad del dinero, donde todo se mercantiliza, ¡hasta los cuencos para tomar té!, lo cual hace que un protagonista de vaya a un templo de su religión. Al ir a Tokio se asombran de que haya rascacielos de ¡12 pisos! La manera de andar con falda por las mujeres es diferente a cuando usaron los quimonos. Las mangas les parecen tubos, poco elegantes. Comer partiendo con un cuchillo la comida les parece vulgar, es lo que hacen los carniceros, pero lo acaban haciendo, por dentro se vuelven más tradicionales, por fuera más occidentales. Dejan de usar para bañarse las bolsas de salvado para hacerlo con pastillas de jabón. Las ventanas dejan de ser de papel y pasan a ser de cristal. Ya todo el mundo interior de las casa cambia, su luz es diferente. Todo es más práctico. La protagonista descubre al final de su historia que ha sido siempre una extranjera, aunque hubiera ido de muy niña a aquel país del sol naciente, por circunstancias. Igual me sentido al irme: un extranjero, una persona extraña a este barrio del que hablo y, sin embargo, acogido. Ahora seré un extranjero al volver a mi Arcadia, a mi Ítaca, la luz de donde vine será diferente y, es posible, que las personas con las que esté, mis amigos, familiares sean de colores y sus palabras suenen a salidas de una flauta de bambú.

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Y de fondo, sin que casi se detecte en la novela es una historia de amor que no culmina de una mujer a otra y acaba en Nueva York viendo a dos chicas que juguetean y ella, la autora protagonista, con otra mujer de la Casa de té, de la mano. Que cuando niña le hizo sentir caballos cabalgando dentro de su cuerpo asomado al placer. Y descubren los besos que allá no se daban. Y el rito, la ceremonia como forma de subsistencia, lo que también he vivido en la distancia, cercana y a la vez mezclada de espacio y tiempo como el recobrado que describe Proust, con mi pareja, añorada, siempre dentro en las entrañas de sentir:  “Al fin y al cabo el té y el zen saben igual”.

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