A veces escribir es recordar. Otras plasmación de lo imaginado. También retrato de una situación externa o interior. Es éste el caso de esto que escribo, porque sin el meollo de lo que narro nada de lo que recordaba se hubiera encadenado, ni siquiera me hubiera puesto a contarlo. Sin tener nada qué ver aparentemente.
Llegar a la escena que quiero contar requiere un circunloquio para entender su importancia, el porqué me llamó la atención y yo mismo saber definir qué pasó. Fue una situación extraña, muy simple. Y, sin embargo, ha hecho que mi corazón adquiera fuerza, la fuerza de lo ancestral, de lo tribal, de aquello que duerme. Espero que esa fortaleza se traslade también a la palabra.
Tal hecho hizo que todo lo que empezó a convertirse en recuerdo adquiriese vida como contraste. Lo cuento y reflexiono a la vez. Que disculpen los impacientes y quienes tengan prisa en internet.
Fue a la vuelta de un viaje que, por circunstancias, de nueve horas se convirtió en diecisiete. Tuve que hacer dos trasbordos y esperar en las estaciones, o en sus inmediaciones. Una semana después, por un error del horario de una empresa me quedé a la espera de viajar, también de vuelta, desde las diez horas de la noche a las ocho de la mañana del día siguiente. En la calle. Pero en ambos casos me encantó. Rejuvenecí, pues hace años que no viajaba con el horario abierto. Incluso vi dos chavales que cambiaron de rumbo a medio viaje. Algo que hice frecuentemente hace años.
Fueron ambos viajes en autobús. Toda una experiencia no buscada, encontrando gentes de la noche que parecen personajes sobre los que es fácil imaginar una historia. “¿Cómo pudiste aguantar?”; “¿No hubiera sido mejor…?”. No. Esa sensación de vivir y de existencia sólo es posible al improvisar.
Actualmente viajar se se ha convertido en un traslado de un lugar a otro. No hay vivencia del espacio recorrido, ni lo que supone existencialmente. ¿Qué más da? A mí no. Son las cuitas del viaje lo que hace que éste sea tal. ¡Cuanto vivido en, relativamente, poco tiempo! Y acabé yendo a las profundidades de África, al ver la escena que quiero narrar, desde lo más hondo de mi ser, adonde me llevó: las entrañas de mi mente, a lo indescifrable del corazón.
Cuando viajar es una experiencia reabre la esencia de lo vivido, no sólo en lo viajado. En ocasiones la lectura hace lo mismo, como cuando leí la narración en primera persona de Bernal Díaz del Castillo sobre la verdadera historia de la conquista de la Nueva España. O leer “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust, una auténtica experiencia lectora. De no ser así no merece la pena, una historia más.
O como cuando Fernando Pessoa viajaba en un tranvía e imaginaba hacerlo en un trasatlántico trasformando este proceso en una gran parte de sus poesías.
En el último trasbordo del viaje de vuelta tuve que esperar desde la una y media de la madrugada que llegué hasta las seis de la mañana. Comí un bocadillo que me regaló un pariente. Media botella de agua. Iba con mi mochila y un bolso sobre unas ruedas de carrito de la compra, lleno de libros. Quise leer, pero no me concentraba. “Sefarad” de Antonio Muñoz Molina. Me dediqué a ver a las personas, que no fueron pocas, que también esperaban. De vez en cuando un paseo, corto, para estirar las piernas.
Oh. Tres mujeres de piel negra y dos hombres ídem, llegaban hablando en alto. Buscaban donde dejar las maletas y varios bolsos abultados enormes. A su manera colorida vestían elegantemente. “¡Cuánto tenemos que esperar!” debió decir una de las mujeres, una de mediana edad, otra un poquito más joven y otra algo mayor, a la vista al menos. Hablaron un idioma que desconozco, pero supuse aquello que una exclamó, la de más mediana edad, pues inmediatamente antes miro al reloj de la estación que pende en el techo.
Pasó un rato. Todos pululamos, o quietos, forzando abrir los ojos. Una chica, una mujer, me ofreció una magdalena en un envoltorio de plástico trasparente. Iba a decir que no, que gracias. Ya hube comido el bocadillo de jamón serrano, algo salado, pero sabroso. Pero me pareció una descortesía. Una mujer de mediana edad, que yendo juvenil desparramaba años por doquier. Posiblemente de mi edad. De mi altura. Pelirroja, mucho. Muy despeinada. Con pantalón corto de excursionista y una blusa de manga corta. Calcetines de lana gruesa. Botas de andar, hasta el tobillo. Una mochila enorme. Supe que viajaba mucho más lejos que yo de vuelta. Que es diabética. Que me dio la magdalena porque pensó que yo debía tener hambre. Puede que pensara que padeciera yo su enfermedad. Mientras que comí la magdalena ella se fue a sentar a otro banco, no lejos. Estando el mío vacío más de la mitad.
Parejas, grupos, solitarios y mujeres mayores, de edad avanzada sin nadie a su alrededor. Una de las mujeres negras, profundamente negras, (la palabra “profundamente” en todo su sentido y esplendor), se rió en alto. Nadie reparó. Yo miré. Como si fuera en bromas empezó a moverse, con las piernas quietas desde la cadera todo el resto del cuerpo hasta la cabeza moviose como un péndulo acompasando silencio y risas de las otras dos señoras de color. La que se movió, con un vestido largo hasta casi los pies, con motas negras, dio unos pasos con cierto ritmo. Fue aquel movimiento lo que hizo que las otras dos comenzasen a cantar piano, piano. Casi un susurro que yo apenas percibí en ese primer momento.
La mujer que se movía empezó a hacerlo con más fuerza, acompasadamente y de manera rítmica. Las voces de las chicas aumentaron de tono. Una de ellas acompañó la voz con palmas. Todos los que estuvimos en la estación miramos atónitos. Sorprendidos, pero: a esas horas. A esas horas un vigilante se apoyó en una columna y dejó que bailase. Fueron dos humanos uniformados más a acompañarlo y luego otro. Impávidos. “A esas horas”, como si fuera normal a las tantas de la madrugada. Las tantas no: las 3’43 hs. Miré el reloj de la estación. Fue un acto reflejo, porque me hubiera dado lo mismo que llegara el autobús y se fuera. Uno de los chicos negros, un señor más que cuarentón, pareció aullar al modo de una trompeta. El otro, pasados unos segundos, con su voz pareció imitar los sonidos de un tambor. Y cada vez más alto el tono de la canción. Con el ritmo más acelerado dirigido por el baile de la negra con el vestido de tela amarilla y motas negras. Febril. Su cabeza pareció desencajarse. También su cadera. Todos los que mirábamos movíamos algo de nuestro cuerpo. Los de traje de vigilancia también. Algunas personas acompañaron con palmas.
Yo me desenfrené, sin querer. Llevado por una fuerza irracional. Primero la cabeza. Luego el cuerpo. Luego las piernas. Me coloqué al lado de la señora que bailaba, a cierta distancia. Dos parejas bailaron, pero desde su sitio. No tuve miedo de dejar mis cosas alejadas de mí, cuando pienso que pudo ser una trampa para robarlas. Me río al pensarlo. En aquel momento me dejé llevar, no sé por qué pasión ancestral, como si un agua serena comenzase a manar dentro de mí, como si la lava dormida estallase como un volcán. Y si me hubiesen robado ¿qué?; y si hubiera perdido la memoria, el anclaje en el tiempo ¿qué?. ¿Acaso no es todo fruto del azar? Cerré los ojos durante un instante. Imaginé un corro de hombres y mujeres de color negro cantando a mi alrededor, con el fondo de chozas, de árboles secos, casi, con leones, leonas y sus cachorros paseando en la noche de la niebla.
Yo que no sé bailar. Hice un curso de baile con mi mujer, hace ya años, pero de merengue, vals, tango y ese tipo de movimientos. Todo baile desnuda. El baile desnuda el encuentro del tú a tú y bailan los cuerpos. El mío se hubo convertido en un extractor de tiempo. Dejé de pensar, de dormir, de soñar, de despertar, de esperar, incluso dejé de bailar, al menos de tener conciencia de lo que hacía. La música calló de repente y abrí los ojos. Me paré yo también. Sonreí. Aplausos. Noté la fatiga. El corazón me estallaba, literalmente. La mujer del vestido largo amarillo me abrazó y besó mejilla con mejilla. También los dos varones de piel negra. Muy negra.
Todo volvió a su punto inicial. Silencio. Miradas esparcidas. Diálogos susurrantes. Bostezos. La chica pelirroja ya no estaba. Me llamó la atención de ella que iba con los labios pintados, pero no elegantemente. Mal contorneados y muy rojos, demasiado llamativos. La quise haber contado porque se llaman “magdalenas” aquellos bollos redondeados y que una parte sobresale, que parecen lágrimas y por eso su nombre, que lo empezó a tener cuando Proust comenzó a escribir su novela, precisamente la que surgió cuando recordó, al menos el protagonista de la misma y por lo tanto algo el autor, al mojarla en el té, que estaba en una taza y lo probó. Aquel sabor le sumergió en el tiempo, siendo perdido aquel que es posible recuperar, encontrar, más allá del recuerdo en la vivencia que reaparece, como si resucitara y fuera el tiempo una unidad que pasa por nuestra conciencia.
De la misma manera adquirió existencia todo lo vivido aquellos días anteriores convertidos en el destino de mi viaje, y puede que también posteriores días, proyectados en aquel momento y ahora que escribo puede que fuera ese instante de bailar donde lo hice, pero hube de esperar a colocar las palabras en su sitio del tiempo, en su lugar correspondiente, pero…
Me percibí desnudo y blanco y negro a la vez. Me trasladé no sólo a otro lugar, sino a un tiempo intangible, como si aquella danza fuera mía también, como si despertaran las células dormidas y los segundos acabados y adquiriesen vida. Fui consciente de palpar aquella inconsciencia. No, no, la magdalena no tuvo ningún polvo alucinógeno, ni sustancia, porque me doy cuenta que fue algo interno que llameó como un rescoldo agitado por la música de viento. No lo recuerdo. Lo sigo viviendo. Por eso sé que no fue un sueño, ni fruto del agotamiento. Todavía hoy siento el fuego de aquella danza africana. Es ahora que escribo danzando, con los ojos cerrados, pero no ciegamente. Mi lápizbolígrafo danza sobre el papel.
No fue un trastorno transitorio emocional ni del sentido de la orientación, no. Fue la fuerza de una danza. Y no sólo yo. Hubo más gente que miró altiva después. Que petrificaron su sonrisa en el rostro. Todavía oigo los tambores africanos, todavía huelo el sudor de mis congéneres. Todavía siento el latido agitado. Todavía danzo cuando estoy solo, cuando paseo por el parque, cuando entro en un gran almacén y en las oficinas del ayuntamiento. Todavía danzo. Aunque no se note, aunque no se perciba. Es la danza africana que late en la vida.
Entonces me doy cuenta de ¡tantas cosas! Sí. Hoy podría contar una historia, pero bastan los anteriores días que jamás habría dicho nada de ello, cuando de una manera irracional supe que la vida lo es al vivir. Que carece de conciencia, pero que se la damos «saber» e intenciones, y metas, para poder dosificar vivir. Que trabajamos, que nos trasladamos, que compramos para olvidar y, sin embargo, la danza africana nos persigue. Y en la noche, sólo en la noche cuando los sueños despiertan bailamos, lo sepamos o no.
Todo adquiere la belleza de la danza. Sí. Sí, amigas, amigos, ¡danzad!, como el capítulo de Flanstain, “Danzad, ¡danzad malditos!”… “Donde abruptamente el camino se extingue / sin dejar huella”, (Phi).
La revolución que viene, “despacio pero viene”, según Mario Benedetti, fue lacerada por trampas de trileros municipales, por un navajazo que hizo sangrar las ideas. Un amigo y compañero con la cara desencajada me dijo que son cosas que pasan, que es producto de la miseria, de la marginación, (como si no fuera una fuerza no atada), que por eso es más necesario que nunca lo que estábamos haciendo… tramando pensé yo. Y llegará. Pero es importante por sus mismas palabras: dignidad. La danza africana ha llegado a las palabras. No son delirios, son la vida necesaria. La de todas y de todos y no para unos pocos.
Y adquirió vida la experiencia de los días acumulada, que al pasar pasan, pero queda su vuelta a la vida, a la existencia de muchas maneras. El chaval que habló con su amigo en la estación: nos quejamos de lo que no tenemos, eso hace que no nos fijemos en lo que sí tenemos, ¡joder!, unos ojos con los que vemos, oídos para escuchar, boca para hablar… sólo con reconocer los cinco sentido ¿no es para celebrarlo? Tenemos que aprender a aceptar lo que nos sucede para dominar aquello que nos sucede, para vivir más plenamente, para decidir. Si tienes pareja te quejas, si no la tienes también, pero esto ¿qué es?
Una señora se expresaba con los gestos de dolor de pies. Iría descalza en la calle, pero su hijo la dijo que tiene que ir elegante, que no se tiene que dejar, que siempre fue con tacones, que ha de ser la señora que siempre fue. Nunca he visto una mirada tan apuñaladora como la de esa madre. Ida quizá, que no sabía donde estaba, que preguntó si ella es ella: ¿Yo soy yo? Y el hijo despectivo como si nada pasara, ni siquiera el tiempo, dando órdenes, quizá las que le enseñó a dar su mamá. Aquella mujer miró desde la danza africana.
Desde entonces me siento miembro de una tribu, que no sé cuál es. También yo me pregunto si yo soy yo, sin tener clara la respuesta. También he dejado de quejarme. Hace muchos años yo también bailé la danza africana, hace tantos o más cuando una cascada de palabras quiso apagar el fuego de existir. Más allá del tiempo, más allá del aire hay un eco que susurra, que canta, que suena. Pero no lo podemos trasladar. Es necesario viajar al hoy, al momento y cerrar los ojos para ver y danzar.
“Mateo se aproximó a la ventana y levantó las cortinas… se acodó y bostezó largamente… Un aire de música venía por ráfagas de la avenida del Maine, la luz blanca de un faro se deslizó en el cielo… Si al menos Marcela no existiera. Pero era una mentira: nadie me ha trabado la libertad, es mi vida la que se la absorbido. Cerró la ventana y volvió a la habitación… pensó: mucho ruido para nada. Él no era nada y, sin embargo, no cambiaría ya… Es cierto, es cierto después de todo: tengo la edad de la razón”. (“Los caminos de la libertad” de Jean-Paul Sartre).