Hay un camino que he recorrido muchas veces en verano. En alguna ocasión, como hace unos días, en invierno. Me encanta. Va de Santibañez de la Isla a Villarnera (León) y volver. A ritmo lento unos veinte minutos de un pueblo al otro.
.
En bromas llamo a Villarnera “el New York de la pradera”, porque tiene una alta torre de ladrillo para cubrir el depósito del agua, cuya altura es muy superior a las casa y supera al campanario, una espadaña, de la iglesia. Desde lejos parece un rascacielos. Recorriendo este camino me han venido muchas ideas que luego apuntaba. Para una novela que escribo, para temas controvertidos, para los artículos de los lunes. Una de ellas tomó forma de cuento: “Pompolito sin zeta / el niño poeta”. Se lo dediqué a mi hija Daira, de cuando paseaba con ella y con sus hermanos.
.
Es un camino sin más, de la ribera del Tuerto, que adquiere un valor sentimental y entrañable al ir y venir por él ¡tantas veces!, que repetirlo una más se convierte en algo especial. Su paisaje cambia según las plantaciones. Ahora tierra y chopos en rama desnudada. Pero el recuerdo mantiene la visión de hectáreas de maíz, patatas, remolacha. Este verano, veraneo, pasado: girasoles. Y allá a su frente Estambul, dicho con la mirada poética. A un lado el monte del Teleno. Al otro la ribera del río que marca la vegetación de ribera.
.
Hay otro camino, lejos de allá, que es para mí especial y recurrente. Puede que nunca más lo vuelva a realizar, el del monte del pico del Águila para subir a su cima, en Moralzarzal (Madrid) Alguna vez os hablaré de él, cuando la nostalgia se convierta en palabra.
.
La vuelta de cualquier camino es otro diferente aun siendo el mismo, cambia el paisaje al variar lo que vemos. Es la sensación de lo vivido en la mirada lo que lo hace especial. Y rasgos del mismo que hace de los ojos una especie de corazón del paisaje mismo, que late en cada parpadeo.
.
Es un camino desdentado de árboles, porque parece que se los han arrancado como si de muelas picadas se tratara. Al comienzo desde Santibañez hay una plantación de chopos que ha sido cercada hace poco con una alambrada. El borde entero del camino lo recorre un canal de riego a cada lado.
.
Queda a un lado, a la mitad, un manzano silvestre, del que cada verano, veraneo, como varias manzanas, seleccionadas entre las caídas y las que cojo. No veo que le falten nunca y si queda alguna ahí seguirá porque nadie más las coge. Creo que tampoco se para nadie más a contemplarlo. Pasan tractores con sus operarios que van a lo suyo. El verano pasado no probé ni una, porque no dio fruto alguno por culpa de una helada en primavera que arrasó con toda la fruta en la zona. Este invierno está repleto de yemas con toda su fuerza. Al otro lado, a unos pasos de distancia, hay un olmo alto que sirve de referencia al estar a medio camino.
.
Al ir un pueblo. Al volver el otro. Con sus casas agrupadas se convierten en paisajes, y en cada una de ellas una historia, que ya no se cuenta. Los lugareños las saben, pero ya no hay dimes ni diretes, ni narraciones al uso, ni en los pollos se sienta nadie, sino ancianas y ancianos en verano, pero callados por regla general. Como los pueblos mismos: callados. Sin escuelas, reconvertidas ellas en locales del lugar: consulta médica, biblioteca, salón de actividades, casa del pueblo. Hace poco han puesto un bar en Villarnera. En Santibañez sigue la Gotera con su Historia que rezuma, foco del asociacionismo en la comarca en sus tiempos de pasión social. Aún se mantiene la llama en los jóvenes.
.
Pero no salgamos del camino desde donde al volver se ve la caseta de la presa de riego, donde se regula a qué canales y cuándo se llenan. Una nave grande de ovejas. Por ese lado hay otro camino, que llamo “el de los halcones”, porque un año vi paseando por él a dos. Y a la otra orilla del camino el molino, a las afueras, con la vivienda de quien trabajó allá. Se quemó hace unos años. Ya nadie lo habita, ni se usa. «A la luz del cigarro voy al molino…».
.
Acercándose a Villarnera un cementerio a mano derecha. ¿Qué camino tiene a su vera un cementerio? Pocos. pero todo cementerio tiene un camino que lleva a él. Siempre me paro ante su puerta de barrotes, para escuchar y ver su silencio. Leer los nombres de las lápidas que no conocí a nadie. Es un sosiego entrañable y especial. También un ritual del camino para mí. Recuerdo lo que mi tía Lola decía al ir el día de los Santos al cementerio de León: “Los hablas, les dices algo, pero ellos no dicen nada, no contestan, parece el mundo de los callados”. Y contaba la historia de uno y de otro y de otro. Yo simplemente contemplo, logrando casi no pensar en nada. Y la paz es conmigo, la palpo. Es curioso, me doy cuenta al escribir, que de vuelta nunca me detengo ante él. Y hay un banco de piedra pegado al muro, en el que nunca me he sentado.
.
Al llegar al final el aviso de la civilización: ladridos de perros tras unas vallas metálicas. Se hace desagradable, pero es ya costumbre de esta ruta, de silueta sonora difuminada.
.
Es al ir y al volver que oigo los pasos dados. He visto a lo largo del tiempo en el suelo babosas, caracoles, oído el salto de alguna rana, o sapo, el polvo de la secura, plantas que tienen nombre, pero no los sé. Hace treinta años los hilos de los cables del tendido eléctrico rebosaban de pájaros en verano, y bandadas que parecían abanicos gigantes que volaban, pero ahora los veo de uno en uno y pocos, muy pocos.
.
Y respiro, respiro profundamente. Me gusta recorrer ese camino, una vez y otra, otra y otra, hasta la próxima.
.
Buen camino, lector.
.
Si quieres ejercer el mecenazgo con mi labor, de una manera sencilla, gracias:
.
.
.