El séptimo arte no es lo mío. Incluso dudo que sea un arte como tal. En mi opinión consiste en una tecnología, artística incluso, de la imagen, la palabra, el sonido. No entiendo nada de él, pero me encanta escuchar o leer a personas que se apasionan con las películas, sus directores y con quienes interpretan los papeles.
Como dos Fernandos, Pérez y Montes, que viven el mundo cinematográfico apasionadamente. Hablan de personajes, actores, casi siempre con nombres en inglés que ni sé pronunciar. Me pasa como con los toros, que no me gustan, incluso rechazo la tauromaquia, pero me encantaba escuchar a mi abuelo hablar con sus amigos del capotazo de Curro Romero, del plante del Viti. O cuando Andrés Vázquez, el «torero samurai», cuenta que él habla con el toro, al que le pide permiso para matarlo tras un duelo entre “él y yo”. Y que se miran a los ojos. Pronto se estrenará una película sobre este torero, con quien una vez al año comemos en su restaurante de Villalpando, en una tertulia también con un jesuita y un maestro rural.
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No voy casi nada al cine. Y a veces es para repetir la misma película (si se repite en algún certamen), que no puedo ver en el ordenador como hacen mis hijos que “bajan” una y otra, incluso antes de que sean estrenadas. Y tampoco en la pantalla de la tele.
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Mi gusto en estas lides es como el musical, que hace que algunos amigos y amigas se rían de mí. El único cantante que me gusta es Julio Iglesias. Hasta tal punto que la misma canción cantada por otra persona no me gusta nada. Los Beatles y otros como los Rollyng Stone, pues sí, pero no me llegan, no me… no sé. Los cantoautores me gusta lo que dicen, pero no me hacen tilín. Sí, los oigo, como veo algunas películas, pero no… No eso. Falta esa cosa que se queda. Lo cual me sucede con tres películas y una escena.
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Las tres únicas películas que me llenan, que las siento y que todavía quiero volver a ver alguna vez más son “Birdy”, “El último tango en París” y “La rosa púrpura del Cairo”. No sé nada de sus directores. Bueno, la de la rosa púrpura sí: Woody Allen. Y el protagonista del último tango es Marlon Brandon. No puedo decir nada más. Aunque sobre su temática, impresiones, lo que me sugieren, no pararía de hablar y de escribir.
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Y hay una película, de la que no me acuerdo. Sólo del título: «El caballo sin cabeza«, que vi de pequeño, en el cine del colegio. Recuerdo el título, sé que algo en ella me impresionó, pero no sé el qué. Y no la quiero buscar por Internet. Me gusta que esté flotando por ahí en mi mente-pasado.
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Pero, es curioso, que no sepa por qué me gustan de manera especial. He visto otras, incluso recientemente que me han impactado, que me han emocionado, pero no son esas tres. Y las hay muy buenas, muy profundas, pero a mí se me escapan porque me pongo a pensar, a divagar y se acabó la película. Sin embargo con esas tres que he citado no se acaban, me acompañan.
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Hay una escena, de la película “Alguien voló sobre el nido del cuco”, que me sobrecoge, me encanta. Es la única ocasión en que el celuloide supera al libro, a la literatura. Me parece algo genial. Cuando el protagonista que está en el psiquiátrico saca a la calle a sus compañeros. Los lleva a un barco y llega la policía, entonces los presenta como si fueran eminencias científicas. La misma cara es otra por la simple percepción de que sean sabios. Es una magia de la sugestión. La imagen de los rostros se transforma y hace ver que de la locura a la genialidad hay el ancho de un hilo de diferencia. ¡Me encanta esta escena! Comparable a ella sólo, para mí, la escena de la novela de Proust, “En busca del tiempo perdido”, cuando pasados los años y entre ellos la Gran Guerra, Marcel y Gilberta se encuentran y él la quiere sacar a bailar como si fueran dos “jóvenes”. Es en esta escena de la literatura que el tiempo se transmuta, aparece como algo creador donde el pasado y el presente son uno.
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Os hago esta confesión, mis caros lectores, de manera confidencial. Va de cine.