Diario de un disidente del coronavirus: Romanticismo

19 de abril, 2020. Se habla mucho, en el día de hoy, sobre la salida progresiva del encierro en las casas. Las cifras de ingresados en hospitales y de muertos por el coronavirus bajan progresivamente. Se anuncia una salida de la cuarentena escalonada, a la vez que se proponen una serie de indicaciones, «científicas», para mantener una conducta social que evite el contagio.

Desde mi punto de vista forma parte de la exageración por la ola irracional que estamos viviendo. Ha sido tan apabullante que nos ha dejado paralizados. Nos ha descolocado a la inmensa mayoría de la población. Pero esto no sería nada si apareciera otro virus más irreal, uno informático, que puede ser provocado por un hacker o como consecuencia de esa guerra invisible en el terreno cibernético.

De afectar a la red de Internet, cuando todo está programado vía informática, el parón sería total: la luz, el funcionamiento de los semáforos, los bancos, la administración. El gobierno de Rusia, por si acaso, anuncia pruebas para hacer que una parte de la red dependa únicamente del Estado.

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Y algo más grave: la comunicación como se lleva a cabo actualmente no sería posible. Ni wasap, ni correos electrónicos, ni redes sociales, ni telefonía móvil. ¡¡Y sin tele! Esta falta de virtualidad sí que nos afectaría, mientras que en el actual estado de alarma por el coronavirus es lo que ha funcionado con suma intensidad. Con el mundo de Internet clausurado podríamos salir, pero ¿adónde? No funcionaría nada. Hemos adquirido una dependencia excesiva de esta máquina virtual que lo ocupa todo. Es algo que, según se comenta, podría pasar a causa de una tormenta solar, ante lo que se están tomando precauciones

Sobre todo la juventud se vería desbordada, metida como está su vida en la pantalla de los móviles. Su alma se desdobla entre lo exterior y lo virtual. Esta nueva situación les desquiciaría en exceso, porque desconocen otro mundo. Habría que volver, aunque fuera temporalmente, a modos de vida no tan antiguos, pero que nos parecen muy lejanos.

Me llaman la atención las medidas sanitarias de prevención de futuros contagios. Se preparan normas sociales basadas en nuevos usos y costumbres, con una coartada “científica” basada en la salud, más allá de lo que requiere la higiene saludable. Nos van guiando, por nuestro bien, hacia un control que afecta a la moral, a la convivencia, a nuestra intimidad y a la expresión de nuestros sentimientos. Me refiero sobre todo a lo que se da por llamar el distanciamiento social.

A consecuencia de esto surgirá una ola increíble de romanticismo. Abrazar a alguien será peligroso, un riesgo, y hasta podrá ser considerado un atentado biológico. Inimaginable hace unos meses, lo asumimos como algo normal tras el miedo que nos han hecho pasar.

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Isolda y Tristán

A partir de que salgamos amar será a muerte, ¿y de qué otra manera es posible el amor? Únicamente así. Delataremos el pragmatismo sentimental. El amor será romántico o no será. Habrá quien pague por recibir cartas de amor, o para que alguien se las lea, como compensación a mantener relaciones sexuales que serán prohibidas. Abrazar será un riesgo para la salud. Los besos un peligro.

Ya lo poetizó Rubén Darío, sin saber el extremo al que podría llegar la Humanidad:

¿Quién que es no es romántico?
Aquel que no sepa de amor y dolor
que se ahorque de un pino,
será lo mejor.
Pretéritas normas confirman
mi anhelo, mi ser, mi existir.
Que vienen de lejos
y van al porvenir”.

Las musas volverán a bailar en las calles y en cada rincón. Los poetas se convertirán en una élite social y los varones soñadores serán llamados «realistas». De la nueva realidad, claro.

Ya ha empezado. Con el confinamiento, hoy en la Plaza Mayor de León, vi una chica que se paró. Me di cuenta que a unos metros de ella había un chico joven , que también se quedó inmóvil. Él iba con una barra de pan en la mano y ella llevaba la bolsa de la compra, que dejó en el suelo. Se miraron. Quietos. Una voz desde un balcón gritó que no se puede estar en la calle. Yo me escondí. Fui un cobarde. Ellos permanecieron cara a cara, con la debida distancia. Aun así fueron acusados de irresponsables. Vi como él comenzó a llorar, sin gestos. Le salieron lágrimas que recorrieron sus mejillas, como a ella igualmente.

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Pensé si don Quijote podría quedar encerrado mientras que Dulcinea volase por el firmamento, siendo su imagen alma de las calles de toda ciudad. El corazón me empezó a latir con una fuerza inusitada cuando vi como aquel chico y la chica corrieron uno hacia el otro. Él tiró la barra de pan. No sólo de pan vive el Hombre (ahora dirán que tampoco la mujer.)  Se fundieron en un abrazo. Se besaron. No quiero describir la escena en demasía, para evitar ser acusado de apología contra el encierro o ser un agitador de las malas costumbres.

Las lágrimas vinieron a mí. Hasta que se comenzó a escuchar el vuelo de un helicóptero. Una casualidad, pensé. Pero vi lanzarse a tres paracaidistas. Me llevé las manos a la cabeza, porque tenía que avisar a los amantes de la plaza. Me iba a arriesgar, pero llegaron coches patrullas de todos los cuerpos policiales. Dos camionetas de militares.

¡Alto!, deténganse!” gritó un sargento de la Benemérita. Quise salir con los brazos en alto para gritar que eran inocentes, que, que… Me paralicé. La pareja siguió besándose y se desnudaron uno al otro. Pensarían (¡sintieron!) que no había nadie. Los balcones se llenaron de mujeres y varones que miraban asombrados. Les llamaron irresponsables, ¡contagiadores!, sinvergüenzas y todo tipo de improperios. Pero ellos dos no les oían. Cayeron a la plaza dos de los paracaidistas. El tercero quedó colgado de una farola.

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Un policía local se acercó y les leyó sus derechos. Me percaté de que ninguno de los dos amantes que se besaban se conocían de antes. ¿Cómo impedir la pasión?

Desnudos ambos se dieron cuenta de que estaban rodeados. Y yo mirando. Me sentí periodista en aquel momento. Lo cual me exculpó por no intervenir. “¡Incumplen la ley!” gritó otro agente de la autoridad. Los dos jóvenes miraron extrañados aquella parafernalia castrense.

¡Nos amamos!”, gritó ella. Un policía dijo que actuarían con proporcionalidad de acuerdo a los fundamentos jurídicos de un estado de derecho en una situación de alarma y que cobra a los pobres un euro por la comida de la caridad. Les dieron una oportunidad: “¡Ríndanse!” El chaval respondió que se aman, que no podrían no abrazarse, que los besos estallaron en lo más profundo de su ser.

¡Sois infectados!, gritó la jauría desde los balcones. ¡Nuestros hijos morirán!, ¡y los ancianos! ¡No quedará nadie, por vuestra culpa! Clamó una mujer. Todos al unísono corearon «¡terroristas!» Llegó la comandante Gutiérrez con el fin de imponer algo de sensatez. Iba con la mascarilla y los guantes puestos. Como todos los demás. También los de los balcones. Se acercó a la pareja ordenándoles que se vistieran y que se fueran a sus respectivas casas. Ambos dijeron que no, que se aman y que estaban arrebatados el uno del otro, en ese momento y en aquel lugar.

¡Ustedes lo han querido!” dijo Guitiérrez. Sermoneó a los batallones: ¡Esto es una guerra! Pero ¿cómo puede decir eso?, pensé. Ya habían mentalizado a la sociedad de que asistimos a la batalla casi final. «¡Y la vamos a ganar!», siguió diciendo. Los soldados y policías corearon “¡cueste lo que cueste!” Un silencio sepulcral reinó en el segundo siguiente al de los sonidos de chasquidos metálicos.

Julieta y Romeo
Los balcones empezarán a servir, a partir de ahora, para algo más que asomarse y aplaudir.

Esto es España”, le dije a un cabo que miraba con unos prismáticos. Pues claro, me contestó. A sus compañeros les narró que ella tenía las piernas sin depilar demasiado y a él le sudaban las manos. Informó que no acertaba a ver el tamaño del pilindrín. Todos exclamaron que el coronavirus es terrible. Una soldado puntualizó que es el COVID-19.

«¡Ustedes lo han querido!», sentenció Gutiérrez. Él y ella volvieron a abrazarse, se besaron. Su respiración formó una ola de cuerpo. Pensé que no íbamos a ser menos en León, cuando tenemos el santo grial, que somos el origen del parlamentarismo en todo el mundo y un maragato en la torre y un negrillón en la plaza de santo Domingo, ni menos que Teruel con sus amantes, que Inglaterra con Romeo y Julieta, los de la Mancha manchega con su hidalgo caballero y Dulcinea del Toboso, o aquellos Tristán e Isolda. Vi sonreír a Bécquer y al mago de Thomas Mann. Aquella plaza no estaba en Venecia. ¡Isolda!, grité en mi pensamiento. La Leonor de Allan Poe se puso a bailar.

«¡Fuego!» Y un estruendo de versos y leyendas cayeron como gotas de lluvia y se puso a nevar tapando a aquellos dos corazones que quedaron a la intemperie, en la plaza en la que dos calvos habían dibujado entre los copos un corazón gigante, teñido de rosa, que nunca se derritió aunque nadie volviera a ver aquella nevada.

Tuve mucho frío. Aquella escena tan nítida y real, que no fue un sueño, me dejó helado. Me acerqué al centro de la plaza donde había una hoguera, justamente en el lugar donde habían estado los amantes de León. Me puse en cuclillas para calentarme. No quedaba nadie en la plaza. Tampoco en los balcones.

Lloré. Un policía se acercó para preguntar que qué hacía allá, que si no sé que estamos en cuarentena. No recordaba cuanto tiempo había pasado. Me tembló la voz. Vi la barra de pan caída en el suelo. También la bolsa de la compra que dejó aquella joven. Me erguí y cogí la bolsa y el pan. Había salido el sol y se derritió la nieve. Repitieron su pregunta. Únicamente les pude decir que aquellos dos jóvenes se amaban, que fue con una pasión que está por encima de ellos, que gracias a los que aman a muerte son posibles las revoluciones. El agente me pidió que le enseñara mi carnet de identidad.

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¿Les separarán las manos con las nuevas normas?

No podía traicionar al amor. Arranqué impetuoso los botones de mi camisa para mostrar el pecho al descubierto, ya que el corazón no lo podía sacar, pero a buen entendedor… El policía sacó su arma. No temblé, luego sí. Tiró la pistola al suelo. Yo dejé caer la barra de pan y la cesta de la compra. Me dejé abrazar. Sus ojos azules, su mentón con la medio barba de dos días. Nos besamos, quedando el otro agente anonadado. Otra vez se volvió a llenar la plaza de militares y agentes del orden público. Otra vez salió la vecindad a los balcones, esta vez a la hora de los aplausos.

Y se repitió la misma escena, otra vez y otra, y otra, otra…

Amor, salud y resistencia.

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