27 de abril, 2020. No es un error. Soy Roberto, Robertito, y una vez vencida la disidencia al COVID-19, dos años después, me he hecho cargo de uno de los diarios herejes. No sé cómo los podían soportar los lectores con tanto foucaultismo, junguirismos y esas historias de la economía y de la irracionalidad. ¡Inaguantable! Además de falsos.
Lo irracional, cuando es asumido por el Estado, es automáticamente la razón de Estado, y ¡punto! Y, por ende, es lo que tenemos que razonar los ciudadanos.
Un diario es contar hechos cotidianos que vivimos a diario. No elucubraciones como se hizo antes de la Era Coronavirus. El Covid-19 venció y se cargó a toda la disidencia. Mucho criticar el encierro, las normas científicamente establecidas, y cayeron como moscas. Recuerdo el desfile militar que hizo el gobierno para celebrar la victoria una vez que la resistencia fue liquidada, ¡ni cautiva ni desarmada!, ¡ludum finita est! En el escudo de España se añadió desde entonces, el emblema heráldico Covid-19. Nunca lo olvidaremos.

Hoy celebro el aniversario de conocer a Belita, Isabelita, con quien justo un año después me casé.
Recuerdo aquel 27 de abril de hace dos años, cuando todavía estábamos en el santo encierro preventivo. No habían muerto millones de personas, pero bastaba que una sola hubiera fallecido. Recuerdo la cifra exacta de caídos por la enfermedad aquel día: 23.521. La curva descendía heroicamente, pero los contagios aumentaban. No vencimos al bicho, pero sí a la curva que cedía al final de los días de cuarentena. Los disidentes decían que ¡no pasa nada!, que se tenía que contagiar la mayor parte de la población. Pero bastaba que, únicamente, un ser humano perdiera la vida para que hubiera que hacer algo, y nos pusimos a las órdenes del Estado. Aquellos que empezaron a abrazarse, a saludarse mejilla con mejilla y los que se besaban atrevidamente, todos murieron.
De nada les sirvió a muchas personas la clandestinidad. La culpa no fue coronaviral, sino por desobediencia grave.
Conocí a Belita en las redes sociales, muy guapa en la pantalla del ordenador y del Ipad. Luego no se parecía a su imagen, pero ¡qué más da! En la nueva era lo importante es lo que vemos en la pantalla. Mucho más tangible y material que la imaginación, algo que degeneró, en aquellos tiempos, en fantasías y extraños amores: pegajosos, lamentables, apenados, conflictivos y poéticos.
Belita, la bella Belita, aunque luego no tanto, escribía poesías de flores que se abren en verano y marchitan en invierno. Yo las leía. Puse algún “me gusta”. Me sentí tan solo ante el ordenador que decidí acercarme a ella. Le dije que con todos sus versos hice un ramo de flores y que fue ella quien me inspiró: “Deja que tus palabras sean mis flores”. Quedó cautivada, pues me puso un corazón. Y aquel día recibí muchos “me gusta” y emoticonos. ¡Qué orgullo!
Me comuniqué en privado con ella. Le gusta el cine. A mí también. “Me gustan las películas de amor”, le dije. A ella también. Se había separado dos semanas antes de su pareja por culpa del confinamiento. Vivían ambos en la misma casa. No pude acercarme hasta el día en que pudimos salir. El gobierno nos dio permiso, así como instrucciones muy precisas sobre el distanciamiento social. Era alegre y dicharachera, pero no tan bella como a primera vista. Ni tan jovial. Perfecta para la new age.
Quedamos en un bar para tomar un té. Yo soy así, un atrevido. Con esta sabrosa bebida pude ingeniármelas para decir “sí, té quiero”. Ella pensó que dije “sí, te quiero”. A partir de ahí fue una velada muy romántica. Separados por una mampara dibujamos en la servilleta una sonrisa. Ella me miraba por encima de su mascarilla. Y yo sonreí aunque no me viera los labios. Con sus guantes se colocó el pelo. Le dije que no, que no hiciera eso, que puede contagiarse con los virus. Me preguntó si era celoso. Serlo de un virus no se me había ocurrido, pero esos que hablaban de Freud y Jung, dirían que inconscientemente, sí. De una cosa estaba seguro, por más que parezca una grosería: un virus no la puede tener más grande que yo.
Cerraba los ojos y ella también. Los abríamos al unísono. ¡Ay!, l’amour. Tomamos el té con una pajita diseñada para mascarillas. Salimos a pasear a dos metros de distancia uno del otro. Nos lanzamos besitos higiénicos desde detrás de la máscara. Yo le decía “Belita bella, ¡cuánto te quiero!» Y ella a mí “Robertito de mi corazón!
Fue el comienzo. Luego nos fuimos animando con juegos eróticos. Ella cada vez me fue enseñando más y yo igualmente a ella. Cuando llegamos al desnudo integral no pudo ser completo, porque una prescripción facultativa obligaba a no quitarnos la mascarilla ni aun en casa. Lo mismo los guantes. Los expertos y asesores indicaron que es lo mejor. Había muerto un anciano de 97 años en una residencia de personas mayores con algo de fiebre y podría ser a causa de los virus victorem, que se suponía que quedaron neutralizados, pero… Por si acaso, porque se gastaron los detectores y más vale prevenir. Cosa muy razonable. Como ya no quedaron disidentes, los ministros de sanidad que fueron tres en un Consejo sanitario, podían hacer su labor con más tranquilidad.
El mundo entero descubrió una nueva sexualidad, porque ¡qué excitantes la mascarilla y los guantes de látex cuando ves a alguien desnudo a través de una pantalla! Tanto ella, Belita, como yo nos animamos y ¡al ataque! Cada uno por su cuenta ¡catapún chimpún! ¡Que vibración y ese sonidito agargantado! No me quiero regodear porque si no, no termino el diario.
Después de vivir nuestra pasión prematrimonial nos casamos. Una ceremonia sencilla. El ritual de la misa había cambiado. También el del registro civil. El notario de turno no nos dio la mano. Entramos por separado. Con la mascarilla y los guantes puestos, los tres. Igual que en la iglesia. El cura y nosotros vestidos para la ocasión. Ella de largo y blanco, porque le hacía ilusión, y yo de esmoquin. La retahíla del registrador fue que nos cuidásemos y que obedeciéramos el uno al otro y los dos a los consejos gubernamentales. Lo cual a la vista estaba. Entre otras cosas porque seguíamos vivos.
El cura nos sorprendió por su sentido teológico actual. “Hasta que la muerte os una”. Me quedé sorprendido, pero lo explicó muy bien en la homilía, dicha con su boca tapada con una mascarilla: Los cuerpos se unirán en la tumba, si aguantáis juntos, claro, especificó. No nos besamos, ni lanzamos un beso al aire, pues portan virus, los que haya y los que pueda haber. Nos movimos como si bailásemos al unísono. De la misma manera los testigos y el cura párroco.
El fotógrafo nos sacó unas fotos muy emotivas en las que se nos veía los ojos, a ella el peinado y a mí un tupé. En lugar de echar arroz a la salida de la iglesia nos chorrearon con desinfectante, primero a uno y luego al otro. Para mí fue una boda científica e higiénica. Muy bonita.
Como no podíamos salir de nuestro barrio, la luna de miel la hicimos en el hotel «Cancún», de lujo. Todos los hoteles ahora tienen nombre de una ciudad lejana. Yo mientras que estuve encerrado puse postales y fotos de las capitales más grandes del mundo pegadas en la pared de las habitaciones y pasillos, de esta manera viajé de un lugar a otro.
La aristocracia siempre ha tenido gusto y ha sido elegante. Comimos en una mesa alargada, cada uno en un extremo. Parecíamos marqueses. Comer con mascarilla ahorra servilletas, lo cual además es ecológico. Con guantes no podemos chuparnos los dedos, pero nos decíamos adiós con las manos cubiertas. Nos esperaba la noche de bodas.
En realidad, seamos sinceros, de una cuarentena ¿qué nos importa?, ¿Kant, lo que piense Schopenhauer o lo que dijera Thomas Mann? Seamos sinceros y hablemos claro: ¡La sexualidad! En un diario que se precie no puede faltar este tema. Porque la literatura es un estriptis, o no es nada. Hay que contar las cosas con naturalidad, tal y como son.
Conseguimos una cama ancha. Es muy cara al ser especial para ese momento tan mágico. Cada uno a un lado separados por una mampara de cristal o metacrilato, pero trasparente. Belita se puso sus transparencias y encima de la mascarilla una tela de seda que le quedó preciosa sobre su rostro mascarillado, que parecía celofán. Yo para compensar y sorprenderla me coloqué un preservativo de color azul para que hiciera juego con lo demás que llevaba puesto. Desnudos ambos, con los guantes, la máscara, y yo el profiláctico, además de sabor fresa. Parece que no, pero anima. No es lo mismo látex a secas, que con aroma y sabor a fruta. Nos miramos, un poco ñoños, pero también lascivos. Nos contamos cosas que haríamos en caso de estar en casa. Claro que sofisticadamente. No paramos. Hasta el punto de quedarnos dormidos y tuvimos que ¡cataplín chimpín! finalizar a la mañana siguiente al despertar. Atrevidamente nos vimos como el uno y el otro tiroriroriro, lariro lariro…
Fascinante. Una sexualidad gubernamental, científica e higiénica. No esa manera residual del primitivismo instintivo, cerdo y guarro. ¿Pero cómo no les daba asco mezclar la saliva de uno con la del otro, juntar las lenguas, ¡que tormento!, y tocar el culo, o bajar al pilón, lleno de microorganismos, bacterias, virus! y ¡vaya usted a saber! Y hubo quien con cualquiera, pagar y ¡hala! Ahora quien hace un contrato sexual es con una muñeca desinfectada y muy apropiada, porque se usa y se tira. No es que el amor sea de usar y tirar, pero para un apaño vale. Al fin y al cabo, ningún orgasmo es eterno.
Y lo de meter el chilíndrín en eso que es entre peludo y gelatinoso, blandurrio, ¡por favor!, ¡qué horror! Si hasta se ha constatado con pruebas arqueológicas que había quien depositaba un ósculo en el orificio que se halla en el extremo terminal (inferior) del tubo digestivo. ¡Por dios, por dios! ¡Cómo podía ser! Y hay periodistas que han investigado incluso placeres con lluvias doradas. ¡Por favor! ¡peor que el canibalismo!
Menos mal que llegó la ciencia y la higiene. Donde esté depositar los labios en un espejo, liso, fresquito, sin peligro alguno, y no por donde se mastican los alimentos o ¡vaya usted a saber! ¡Por donde se mea! ¡Indignante! En esta nueva etapa de la Humanidad se han prohibido hasta los chupa chus. ¡Ya está bien! ¿No querían quitar la ley mordaza? pues la quitó el nuevo equipo gubernamental. Ahora nos tapan la boca, para que no entren los virus. ¡Menos mal!
Donde esté una almohada bonita, desinfectada, a la que abrazarte, o besar el zapato de la amada después de ser cubierto por un baño de ozono. ¡Qué tiene una teta que no tenga un biberón!, con el que después de hervir quince minutos puedas jugar con él y llevarlo a la boca, incluso untar su boquilla en un yogur de fresa bajo la mascarilla y rego-de-arte con su tacto y sabor.
Belita y yo hemos decidido tener una hija y después un varón. Guapos. Nada de «lo que salga». Dentro de un año el primer nacimiento y a los tres años el otro. Hemos pedido hora para la inseminación artificial. Nos hace mucha ilusión. Hemos elegido una oferta en la que podemos seleccionar el color del pelo y la forma de la nariz. Un poquito de cada uno de nosotros.
Belita dice que ¿para qué sirve ser guapa? Porque ha salido una nueva orden para ir en la calle con un burka, y evitar contagios, porque, ¡claro!, si en casa estamos con mascarilla y guantes, ¿qué diferencia hay? Una prenda así es elegante si se lleva con soltura. Respondiendo a Belita le dije que no es lo mismo ser guapa que ser fea, se vea o no.
La tela puede ser de colores, con diseños de moda o de prêt à porter, pues es una manera de vestir que, además de higiénica, es científica y muy creativa. Y si lo manda el gobierno es por algo, porque le asesoran los asesores, por eso el pueblo está asesorado. He encargado una de color plateado para las fiestas, otra gris para el trabajo y, para salir a tomar algo, una de color beige. Confieso que soy algo libertino. En casa me quedo en pelotas, eso sí, con los guantes y la mascarilla, porque además ahora estamos en distintas habitaciones, separados Belita y y, muy unidos por el wasap, los Twitter y el Facebook. Las cartas están prohibidas porque, claro, aunque escribamos con guantes, se tocan cosas, superficies, y el papel puede ser portador de microvirus. Algo demostrado por los científicos y que han contado en la tele.
Precisamente uno de los disidentes que murió escribía cartas. ¡Y hasta una (se ha sabido) de amor! Pero de ese votum, que si las estrellas, que si tus nalgas son la luna y tus labios el trisar de una golondrina que se posa en… ¡No lo quiero ni pensar!, pero ¡qué sobones eran antes! ¡Unos cerdos! Y ellas ¡venga, venga! Algo repugnante. Y lo dice alguien que no es un recatado ni un moralista. Sensato y razonable. Científico y asesorado, ¡eso sí! ¿No querían los disidentes la razón? ¿Pues qué más razonable que mantener el distanciamiento social, sentimental y cautelar? La ley está para cumplirse ¿o no?
Yo, desde luego, limpio siempre con gel varias veces la pantalla del ordenador, el teclado y el teléfono móvil. También el cristal de la ventana de mi cuarto. Sí, lo confieso, alguien dijo que escribir es confesar. He cogido carrerilla y lo he de contar. Tengo una amante. Por eso limpio con esmero la ventana. La vecina se desnuda con la persiana levantada, a veces sin las cortinas. Ni ella ni yo abrimos la ventana, por supuesto, pero yo me dejo ver y ella, y catapún chimpún, no lo podemos remediar. ¡Qué mascarilla de color púrpura!, ¡qué guantes de látex almidonado! con brillo como si fueran de nácar. Y, la verdad, cuando se mueve, entreveo la lámpara de su mesilla y ¡eso me sulibella!, no lo puedo remediar. Luz de luz que me envuelves y me haces tiritar de placer.
Hemos logrado, después de dos años, una sexualidad científica. En lugar de profesores tenemos higienistas en las escuelas. Se han descubierto ciento doce maneras de lavarse las manos. Gracias a un gobierno cuyos ministros, además de mascarilla y guantes, llevan un antifaz. Y los poetas, ¡oh, los poetas!: “Su poesía va y viene / porque su rima es higiene. / Su inspiración ¿de dónde viene? / De la mascarilla que tiene”. Pura ciencia poética, y no esos versos libres, sin rima ni métrica, que dicen bobadas. O sonetos / parapetos ¡absurdos!
Salud e higiene.
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Gran aporte humorístico para quitarle hierro a esta pesadilla de los «abducidos por los tests». Comparto.
¿HIGIENE?
Vamos a tener que ir aprendiendo a utilizar «las tres conchas», porque no va a quedar papel higiénico, ni del otro, y de nada nos va a servir jurar en arameo, como hacía el poli de Demolition Man…