“El espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas”. (Génesis, I- 2)
Y entonces Zaratustra se acercó a un pastor y le preguntó:
– ¿No ves que las aguas vienen de lo más profundo? El cuidador de las ovejas, como buen perro guardián de las costumbres, se rió. Miró al intruso a los ojos, creyendo éste que no podría aguantar su mirada, y le respondió.
– Las aguas dan de beber a los animales. También a los seres humanos, animal racional que busca en las palabras saciar su sed. Las ondas de un charco son tan hondas como las olas del mar, como la corriente de un río con sus cascadas y meandros -.
– Bien, – respondió Zatustra -, deja que tus ovejas balen, deja que se vayan todas y que me sigan -.
– No. Son mías. Yo soy su pastor. Mientras que tenga agua seré dueño de los prados, podrán comer y beber y se multiplicarán como los panes y los peces, como los que salieron del arca de Nöe para crecer y multiplicarse. Seré rico, siempre que no me falte el agua –.
– ¿Crees que el agua riega la riqueza? –
– Sí. Soy el buen pastor y guío a mis animales más allá del horizonte para ser rico -.
– Pensé que podría contar contigo con el fin de lograr que las aguas queden limpias, para que nadie las beba envenenadas, ni los animales conviertan su liquidez en una moneda que acabará contaminando las aguas de los ríos, los mares, las fuentes -.
– Yo no soy un profeta. Me dedico a cuidar el ganado. Quiero venderlo para que quienes lo coman vivan y yo vivir mejor. Nadie firmó un contrato -.
– ¿Con quién? –
– Yo no he firmado ningún documento, pero mis acreedores sí. El agua pudo habernos destruido a todos. ¿Recuerdas el diluvio? -.
– ¡Fue por culpa del egoísmo humano! –
– El mismo que nos salvó. Igual que a los antepasados de mis ovejas -.
– El agua corre, lo hace por los ríos, los riachuelos, avanza hacia los mares -.
– También mis ovejas corren y balan, hasta que van al matadero. ¿O las dejo y me voy? ¿Adónde? Sería una más de ellas. Vete y no digas más -.
– Te has quedado en lo superficial -.
– Es lo creado -.
– Lo siento: Te ahogarás en tus aguas -.
– No son mías, son para mí. El agua, las aguas son una bendición -.
– ¿Del cielo? –
– No, de la tierra -.
– A la que tú perteneces -.
– No, ella y todo lo que carga en su superficie me pertenece a mí y a los míos. Lo mismo que las ovejas que beben y balan -.
– Os enterraréis en vida sobre el asfalto, el cemento y el acero. Todo necesita agua, pero este líquido elemento no os necesita. Ensuciad su faz, destruid su piel y beberéis vuestra propia destrucción -. Así habló Zaratustra. Miró a los ojos al pastor, que pensó que este personaje salió de algún libro pedante y maldito. Sonrió, ocultado su rostro bajo la kufiyya y se fue. Las ovejas le siguieron y sus perros guardianes cabecearon yendo detrás de las ovejas que beben y balan por lo siglos de lo siglos, sigilosamente.
Aquel personaje harapiento, barbudo, que llevaba un palo a modo de báculo se quedó cabizbajo, mas sus pasos no se detuvieron en aquel lugar. Caminó. El pastor se alejaba, pero dejó de verlo porque se fue en dirección contraria, solo.

“E hizo Dios firmamento, separando aguas de aguas, las que estaban debajo del firmamento de las que estaban sobre el firmamento. Y vio Dios que era bueno”. (Génesis I – 7)
Se topó Zaratustra con una agricultora, la cual, con una azada de mango muy largo, estaba haciendo surcos.
– Estarás esperando que llueva -, dijo Zaratustra a la mujer que cavaba. – ¡Querrás que llueva! – Insistió el peregrino a la nada, o el vagabundo, o el que habla. La mujer no contestó. No paró de hacer chocar el hierro de su herramienta contra el suelo de tierra fértil. Sudaba. – ¿Vas a sembrar? – Preguntó el señor barbudo con voz atronadora. La agricultora labraba la tierra sin descanso, sin parar. Para ella las palabras fueron voces unidas a los trinos de los pájaros, al sonido del aire que chocaba con ella y espolvoreaba la tierra. Las hierbecillas secas se movían bajo el firmamento. El cuerpo de la señora estaba inclinado, como si adorase al suelo en el que nace lo que dará de comer a ella y a su familia. – Estás muy sola –, afirmó Zaratustra, que no la quitó los ojos de encima sin saber si tanto esfuerzo que hacía la mujer aquella es bueno o malo. La señora no dejó de hacer su labor. Al hombre de mirada penetrante le pareció extraño que no se tomara un descanso, siquiera unos segundos. Veía a esa persona faenar bajo el sol, sin parar, sin escuchar, sin atender a nada que no fuera golpear la tierra con la azada. Pensó que estuviera sorda. Estuvo un rato quieto, mirando a aquel ser humano. Oscureció y continuaba. Amaneció y seguía al mismo ritmo. Zaratustra sintió fatiga de lo que estaba viendo. Cerró los ojos, pero escuchaba el afán de venga, venga, venga, sin descanso. Pasaron los días, los meses tal vez, o los años, quien sabe si los siglos, cuando quien habló aceptó que ninguna palabra haría detener a ese sujeto laborioso. Se mantuvo impasible, sereno. Estudió cómo llegar a ella. No le hubo visto el rostro, por lo que no sabía si era bella o fea. Tampoco si tuviera pelillos en la barbilla o no. Averiguó por la ropa que es del sexo femenino. Fue tentado por pensamientos de tipo verdusco que le asaltaron, atrevidos al imaginar que no llevara nada puesto debajo de la larga falda. La camisa estaba sudorosa. No había árboles alrededor, pero sí una hilera de ellos a lo largo de la ribera de un río. En todo aquel tiempo no había llovido ni una gota. Insistió. – ¡Deseará que llueva! – No hubo respuesta. “¿De qué sirve caminar, si acabo parado en una cuneta?”, se preguntó aquel andarín de rutas inciertas. Sintió el latido de corazones muertos en aquel lugar. Dio un paso dejando el camino para pisar el suelo propiedad de la señora. Quiso acercarse para indicar a la mujer que quiere hablar con ella. Quiso que levantara la mirada, que viera el firmamento, al cielo azul, allende la tierra hasta donde el horizonte avisa de que hay más mundo, más allá de la vista. Pero no le dio tiempo a decir nada, ni siquiera a acercarse. La señora, azada en mano, levantada sobre su hombro en actitud hostil, gritó que no diera un paso más, que quieto. Que sooooo, que ¿adónde va? Una mujer de azadas tomar. Zaratustra volvió al camino.
– Sólo he querido preguntar -. No pudo alargar su elocuencia. Ella bajó la azada, que sujetó a su lado como si fuera una tercera pierna.
– Es mi tierra -.
– Trabaja en ella, ya lo veo -.
– Sin parar -.
– Querrá que llueva -. La mujer sonrió. – Si hace surcos será para sembrar en ellos. Querrá que germinen las semillas para recoger más adelante sus frutos -.
– Eso que me dice no es una pregunta -. Zaratustra miró extrañado a la señora.
– ¿Quién es usted? -.
– Esto que me dice sí que es una pregunta -.
– Sí -.
– Soy el que no soy -. La señora se rió.
– No necesito que llueva. Mis manos (enseñó la palma de ambas dejando la azada apoyada en su cuerpo) riegan con el sudor de mi frente. Dirigimos los ríos a la tierra trabajada, hacemos que su agua sea nuestra y desemboque en los frutos de nuestro trabajo -. Volvió a coger la azada. Se acercó a Zaratustra un poco más.
– Y en su bolsillo -.
– ¡Claro! Hacemos presas y ¡embalses! Y lloramos para tener más agua. Mi labor permite comer a la humanidad. Que llueva, pero es necesario guardar el agua -.
– ¿Toda?
– Para cultivar más.
– Virgilio os convirtió en ranas, en su libro “Metamorfosis” -.
– Croa, croa -. Imitó al anfibio y rió.
– Puedes acabar destruyendo todo -.
– También me lavo, ¿sabe usted? –
– Y yo bebo, pero a veces hay demasiados desiertos. No veo árboles -.
– El agua también apaga el fuego -.
– Y lo apacigua -.
– Nos da más terreno para sembrar. Y pastos -.
– Los ríos deberán volver a su cauce -.
– Los peces se beberán el agua si eso ocurriera -.
– Los pescadores podrán pescar -.
– Les dejamos pozas, partes de las riberas, los cotos. Necesitan peces -.
– Yo necesito ríos salvajes, escuchar su corrientes al pasar sobre los cantos, necesito ver la transparencia del agua -. La mujer le miró de la cabeza a los pies. Luego fijó sus ojos en los de él.

Aquella labradora se dio la vuelta y volvió al lugar donde hubo estado cavando. Se quitó la ropa. Desnuda se tumbó en el suelo junto a la azada. La ropa al otro lado. Quedaron ambas cosas a cada lado, una a su izquierda y la otra a su derecha. Al alba será igual en el reino de la tierra labrada. El cuerpo aquél se perpetuó estirado con los brazos en cruz. Zaratustra se acercó a ella. Mientras que lo hizo se dio cuenta de que sus piernas estaban blancas, sin vello. Todo su cuerpo es bello, y su rostro. Una mujer desnuda tumbada en medio de una tierra de labranza, con los ojos abiertos. A Zaratustra se le aceleraron los latidos del corazón. De pie, a su vera, le miró. También ella a él, de reojo.
– Soy agua -, dijo la labradora. Zaratustra quedó pensativo. Quiso agacharse y besar los jugosos labios de aquella mujer. Y después recorrer con sus manos todo el cuerpo y saborear sus partes íntimas, y poseerla Pero tuvo miedo de ahogarse, o de tal vez naufragar. No temió que hubiera alguien. Tampoco que ella le golpeara con la azada. Quedó en silencio. Dedujo que si ella es agua, él sería una nube.
– ¿Quieres que llueva? -.
– Sí -, respondió la mujer.
– Por fin has respondido a mi pregunta -.
– Sí. Y también quiero ser un río, y un mar -.
– Pareces una semilla -. Ella cerró los ojos. Zaratustra volvió al camino, en silencio, sin volver la vista atrás. Al andar se oyeron sus pasos al pisar la tierra. Dejó las sandalias en la cuneta (fúnebre) y continúo descalzo. La mujer durmió bajo el sol y soñó que es una fuente. Zaratustra bebió de un manantial que se estaba secando, comió los berros de aquel nuevo entorno y en el camino cogió una manzana silvestre que arrancó de una rama. Echó la semilla de la misma al hontanar.
“Júnteme en un lugar las aguas de debajo de los cielos...”. (Génesis, I – 9)
Vio Zaratustra a un ser humano vestido de traje, con corbata, gemelos en la manga de la camisa. Con la mirada puesta en el paisaje desde una loma. Levantó las extremidades superiores hasta colocarlos en cruz. ¡Otra!, exclamó el buscador de senderos. “Será mejor que pase de largo”, pensó. También que de no haber observado que movió los brazos, pudo pensar que era un espantapájaros. Pero ¿qué miraba aquel varón desde aquella altura? Y se acercó. Pensó no decir nada.
Al llegar vio un campo hermoso, en el que hubo flores, árboles, dos ríos, uno afluente del otro. Reinaba la armonía. El aire acariciaba aquel espacio con la música de trinos salteados y un grillo que se adelantó a los demás congéneres. El hombre que estaba en la cruz suya, formada por él, también llevaba puestas unas gafas. No veía. Se las quitó para ver el rostro de quien se acercó a él. Se las volvió a colocar y también puso nuevamente los brazos en cruz.
– Este paisaje que ves -, dijo el cruzado, – hará que este pequeño promontorio donde estamos se convierta en una montaña de oro -.
– ¿Y seguirá la cruz en su cumbre? –
– Claro -. Hablaba sin moverse, sin dejar de ver el espacio que se extendía ante él. – Yo lo he visto primero -.
– Yo el segundo -.
– He cogido todo -.
– Yo nada.
– Voy a echar a quienes pastan la tierra. También a las personas que labran el suelo -.
– ¿Qué comerás? –
– Comeré más, porque me alimentaré del alma de las personas. Fabricaré ovejas y frutos y cereales en naves gigantescas que yo mismo construiré. Regaré las calles para limpiarlas. Levantaré edificios uno tras otro. Los destruiré para volverlos a levantar. El asfalto será un río de viandantes y coches. Esto que ves no vale nada, pero cuando lo llene de cemento y hormigón y plásticos y humo será oro molido. ¡Oro! –
– Tu cruz es de carne y hueso -. El hombre trajeado le miró.
– Eres un insolente -.
– No habrá agua suficiente -.Eres un insolente -.
– No habrá agua suficiente -.
– Habrá mucha, aunque sucia, a desbordar. Haré que los ríos den vueltas y vueltas. Los mares serán parques temáticos y granjas de algas y de olas para dibujar paisajes marinos que guardaremos en pantallas. El mundo será una pecera -.
– Un laberinto de peces y pescadores -.
– Mientras que paguen, todo vale. En esas llanuras nadie valora el dinero. He comprado todo lo que veo. También lo que ves tú
– Habrá mucha, aunque sucia, a desbordar. Haré que los ríos den vueltas y vueltas. Los mares serán parques temáticos y granjas de algas y de olas para dibujar paisajes marinos que guardaremos en pantallas. El mundo será una pecera -.
– Un laberinto de peces y pescadores -.
– Mientras que paguen, todo vale. En esas llanuras nadie valora el dinero. He comprado todo lo que veo. También lo que ves tú -. Volvió a mirar a la lontananza.
– ¿Cuánto te ha costado? -.
– Nada -. Zaratustra respiró hondo. Dio media vuelta y se fue.
– ¡Bájame de la cruz!, quiero coger lo que es mío -. El que deja sus huellas en las sendas no habló, siguió dando pasos alejándose de aquel lugar.
“A lo seco llamó Dios tierra y a la reunión de las aguas mares”. (Génesis I – 10)
Una bruja corría de un lado a otro, a la orilla de un río, con una escoba en sus manos Unas veces barría, otras la levantaba para golpear a nadie. De esta manera vigilaba que ningún ser vivo cruzase la corriente. Había detrás de ella un puente con una barrera. Zaratustra se agachó para pasar por debajo.
– No se puede pasar -, sentenció la mujer. No tenía padre, ni marido, ni hijos, ni casa, ni perro. Era dueña de su escoba. Y de un grano que luce en su nariz
– Quiero pasar al otro lado del río -.
– Es otro mundo. No se puede -.
– Me bañaré en sus aguas -.
– No está permitido. Es una frontera. Todos los ríos lo son. Separan un lado y otro. Hasta en los pueblos dividen el barrio de arriba del barrio de abajo -.
– No queda nada en ninguna parte. Nada que separar -.
– Por eso debe de cumplir con su función. Levantaremos un muro en las dos orillas -.
– No queda gente, ni pájaros. Tampoco ovejas -.
– ¡Funciona! –
– El viento pasa de un lado a otro -.
– Trae y lleva olores -.
– Antes en los ríos se lavaba la ropa -.
– Y se pescaba -.
– Y nos bañábamos y se construyeron puentes. Regaban los surcos, las praderas, sus aguas formaban nubes -.
– Hasta que llegó el oro. Antes bastó con pagar, pero toda la gente quiso pasar al otro lado. Los de un lado al otro. Los del otro al de enfrente. Hace falta una alambrada gigante, que dé la vuelta al mundo. Y luego otra más grande -.
– Si no hay nadie -.
– Mejor, así no será saltada. No hacen falta vigilantes. Habrá cámaras cada dos metros -.
– ¿Quién la va a colocar? –
– La nueva ley -.
– ¿Qué ley? –
– Yo -. Zaratustra fue a pasar por debajo de la barrera, pero la bruja se interpuso delante, estiró los brazos a un lado y a otro con la escoba en una mano .
– Ya no quedan cruces de caminos -.
– Sigue el tuyo sin pasar al otro lado -.
– Quiero cruzar -.
– Defiendo la cruzada de los ríos y los mares -.
– ¿Es tu última palabra? – La bruja no contestó. Quedo quieta, callada. Miraba a Zaratustra, quien se marchó. Cuando miró hacia atrás, ella seguía impertérrita, como una estatua. ¡La estatua de la valla!, con una escoba en el extremo de la cruz. Se hizo de noche y la media luna estaba en el cielo. Alguien encendió las siete velas de un candelabro, sin que se viera la hoz de la labradora por ninguna parte.

“Salía del Edén un río que regaba el jardín y de allí se partía en cuatro brazos”. (Génesis, II – 10) Fueron los ríos Pisón, Guijo, Tigris y Eúfrates, donde abundó el oro, un oro frío, y el bedelio y ágata…
Zaratustra caminó pensativo. Tuvo sed. Se acercó a beber al río. Vio reflejado su rostro en la aguas cristalinas, acercó la mano al agua haciendo de cuenco. No le dio tiempo a humedecer sus labios. De sus manos cayó el agua al río cuando sintió una punta metálica en su cabeza. Vio en el reflejo del agua que era una pistola.
– No se le ocurra beber el agua -.
– Es un río -.
– Es mi patria, la defenderá a muerte. No quiero que la ampute -.
– Tengo sed -. Se levantó despacio, para mirar cara a cara a quien le apuntaba.
– Y yo la obligación de defender mi territorio -.
– Un río no lo es -.
– Sí. La conquista del agua fue la ley que motivó las guerras de antaño. No puedo dejar que nadie se la lleve -.
– Necesito solamente un poco -.
– Sea la cantidad que sea forma parte del río -.
– ¿Usted no bebe? –
– Yo soy un patriota -.
– Y yo, si quiere, lo soy -.
– Una patria no se vende -.
– Los ríos se han llenado de sangre, como los mares de pateras vacías -. El pistolero se rió.
– ¿Quiere verlo? –
– No -.
– Pues lo va a ver. La sangre es el alma de la patria -. Disparó tres disparos contra el río. El agua se volvió roja. Volvió a disparar igual y se puso de color negro .
– Lo has contaminado -.
– Le he defendido. Ahora es petróleo, por eso es mejor no beber agua del río -.
– Entiendo por qué es una patria -.
– Y el porqué de que a cada lado haya un bando y todavía habrá más a los alrededores. Debería disparar contra ti, no sé de donde vienes. Eres enemigo -.
– ¿Del agua? –
– Del río. De mí río -. Zaratustra, impasible su ademán, elevó sus brazos colocándolos en cruz. El pistolero le miró asombrado. Se arrodilló ante él y Zaratustra se fue quedando el pistolero arrebujado sobre sí mismo con el arma en la mano.
“Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho y hubo tarde y mañana”. (Génesis, I – 31)
Zaratustra no encontró donde beber agua. Las riberas de los ríos estaban ocupadas por tanques. Los ramales de los ríos llenaban embalses que sepultaron valles y pueblos. Se habían convertido en cloacas patrióticas y las mujeres y hombres lavaban en ellos sus ropas, sus cuerpos, sus cunetas, sus pesares, su pasado, su conciencia y la Historia.
“Se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra”. (Génesis, V -6)
Zaratustra no vio después a nadie en el camino. Miró a un lado y a otro. Las orillas se llenaron de verjas y vallas metálicas y de cruces y medias lunas, y de candelabros y navegaban en la corriente momias de Egipto y el gorro de Napoleón. Aviones bombardeaban a un lado y al otro.
“Un diluvio de aguas exterminará toda carne que bajo el cielo tiene hálito de vida”. (Génesis, VI – 17)
También Zaratustra vio florecillas silvestre por donde anduvo, y árboles frutales y perennes. Comió una manzana que le refrescó. Vio a un cervatillo que agachó la cabeza al tenerle enfrente. Zaratustra sonrió, pero el bello animal se murió súbitamente. Con una rama Zaratustra escarbó una tumba en la que le enterró. Puso una cruz sobre ese espacio, pero luego la quitó. Dejó un palo, que también lanzó fuera de ese lugar. Puso una piedra, pero la tiro lejos al poco rato. Continuó su camino, anduvo buscando algún riachuelo, un pequeño arroyo para encontrar un hogar. Construiría sobre el mismo un molino que diera luz y moliera la harina. Quizá la agricultora le estuviera esperando. El pastor podría llevar las ovejas a pastar cerca. Pero se acordó del hombre con sombrero y traje, su sueño podía comenzar por una simple casa, con un molino. También será necesario un pistolero para defender ese agua, ese territorio. Así es que dejó de buscar quimeras, borró de sus ojos cualquier horizonte. Deseó unirse a más gente, y tener a su lado una compañera para vagar por el mundo y beber los besos del desierto. Escuchó el canto de unos pájaros que se hacían la corte unos a otros. Una lagartija zascandileaba entre las matas de romero y tomillo. Se acercó a la planta de una patata en flor, alguien tuvo que plantar aquel tubérculo alguna vez. A lo lejos atisbó un incendio, no hubo agua en ningún lugar para apagar las llamas. Los ciervos corrieron asustados de un lado a otro. Las ardillas bajaron de los árboles, las tortugas se metieron en los caparazones, las flores embellecieron sus pétalos. Los árboles movieron sus ramas. Las orillas de los mares, las riberas de los ríos quedaron anegadas por el agua. Zaratustra siguió dando pasos, apoyándose en una rama que le servía de báculo. Quiso que lloviera. Quedaban nubes, y sonrió.
“Andarás por la tierra furtivo y errante”. (Génesis, IV – 12)
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