Me han dicho que perdí la memoria. Parece ser que fue de repente. Salí del trabajo y me marché con alguien para recorrer el mundo. Sufrí un ataque de amnesia. Estuve unas horas adormilado. Me desperté sin conocer a nadie, sin saber de dónde vengo, ni quién soy.

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Mis allegados me cuentan que estuve dos años en un hospital para el tratamiento de la mente. Tras una medicación específica, ejercicios sobre recordar y una dieta rica en fósforo los especialistas me vieron con suficiente capacidad como para recuperar la memoria. Tuve que buscarla.

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Volví a mi barrio, situado en una gran ciudad. No reconocí la calle por la que siempre había paseado. Pero supe que es mi calle. Los árboles habían cambiado porque crecieron. No quedó ni una sola tienda. La panadería se convirtió en un gran supermercado, la tienda del aceite a granel y de la leche en botellas de cristal en un bar, los bares en recintos de copas, pero en dos meses que estuve, cambiaron de nombre, algunos establecimientos lo hicieron cuatro veces. Una papelería pasó en menos de seis semanas a ser una tienda de bolsos y luego, pasados ocho días, se convirtió en un almacén de productos manufacturados en China. Una tienda de cintas de vídeos pasó a ser una boutique de revistas, y así con todos los espacios comerciales. Los portales de los edificios también son diferentes.

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Por las aceras no para de pasar gente y gente. Personas que nunca reconoces de un día a otro. Puede que algún anciano que sale a pasear sea el mismo. Si al cabo de unos días no se le ve es que ha muerto o ya no puede salir de casa. No tuve ni una referencia de mi pasado, por lo que no pude asentar la memoria. Me sentí perdido, en un mar vacío. Mi recuperación se hizo difícil, en este sentido, al carecer de puentes entre el recuerdo y la realidad.

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El médico me indicó que viajase a algún lugar al que hubiera estado de pequeño. Fui a la sierra del Guadarrama. Allá pasé las vacaciones durante varios veranos, en un chalet de mi tío Anselmo. Al llegar no es que hubiera perdido la memoria, es que el tiempo zampó cualquier contenido que hubiera tenido. Las casitas de campo eran mansiones de varios pisos. Las praderas de pastos, con sus vacas, cabras y ovejas antaño, son filas de chalés adosados. Los caminos de tierra carreteras asfaltadas. Las fuentes en las que bebí, que recordé lejanamente, estaban bajo el cemento que sostiene calles de adoquines. A cambio han puesto fuentes decorativas con chorros que de noche se iluminan. Lo que se consideraron chorradas de ciudad hace años, ahora es la esencia de aquel lugar. Las tabernas son réplicas de ambientes cubanos, de Flandes y demás bambalinas para los domingueros y veraneantes. Los botijos son adornos nada más, con su fórmula para enfriar y todo. El pasado había desaparecido. Y yo ¡buscando la memoria!

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El doctor que me atendió se empezó a preocupar. Pensó que quienes tienen memoria recuerdan quimeras del pasado ¿Y si hubiera sido un sueño? El sueño de la memoria. Me miró preocupado, porque al atender mi caso, descubrió que él, y al igual mucha gente, tienen memoria, pero no se paran a mirar desde ella, ni a contemplar los recuerdos. Da la sensación de que el tiempo aparece y desaparece, y con él las cosas, los acontecimientos y las personas. Si no hay memoria no hay realidad, dijo. Se dio cuenta de que al recuperar yo, poco a poco, la memoria, después de haberla perdido, descubría el vacío de ella misma.

«La memoria ha muerto», dijo mi doctor con cierta languidez. La memoria histórica, también, tanto la sentimental de cada persona como la memoria del pueblo como tal. «¿Qué podemos hacer?», pregunté. Se quedó pensativo.

Es como si un terremoto psicológico hubiera barrido del mapa de nuestra personalidad el andamiaje de la vida. Somos vagabundos del tiempo. Tu naufragaste y al llegar a la orilla del recuerdo nos haces ver que somos ciegos de alma. Tenemos que hacer algo -, dijo el doctor.

Pero ¿qué? –

Debemos comprender qué es lo que pasa. Usted acaba de reencontrarse con la memoria y yo no la he perdido. Y nos hayamos en una situación común ¡exactamente igual! Es increíble. Fíjese, yo ya no me acordaba de mi primer amor. No he vuelto a pensar en esa mujer, ni a recordar nada de entonces

¿Y? –

– Usted ha recordado la memoria –

– ¿Cómo dice? –

Sí, usted ha recordado el vacío de la memoria. Quienes no hemos perdido la memoria la hemos olvidado. Y no tenemos problemas. Debe haber algún lugar en la mente donde la encontremos. Pero para conseguir llenar la memoria debemos llegar a un punto de apoyo de la realidad -.

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Mi doctor y yo fuimos juntos a buscar la memoria. Él como investigador que desea descubrir la realidad del recuerdo. Yo como un paciente que se rehabilita de haberla perdido. Nos pusimos a andar, andar y andar. A lo largo del camino charlamos de lo divino y de lo humano. Quisimos hablar del resultado de la final de la Copa del rey, pero no me acordé del resultado.

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Durante el recorrido vimos que los paisajes cambiaron, las casas, las calles de las ciudades también. «Todo cambia, nada es», repetía el doctor, rememorando al filósofo presocrático Heráclito. Yo escuchaba sus monólogos. Mi fuerte no son las letras. Según él, siendo esa reflexión cierta, hace falta un esqueleto sobre el que se construya la memoria. Podemos olvidar las ideas, o lo que nos cuentan, pero debemos recordar el lenguaje, las palabras, de lo contrario no podríamos comunicarnos, ni aprender nada. Pero al recordar recordamos algo, luego la ubicuidad de las cosas debe tener una referencia.

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Después de varios días, con sus sucesivas noches, de andar mirando nuestro alrededor recordé que en el soportal de la iglesia de ese pueblo al que llegamos y en el que veraneé de pequeño, una vez, siendo yo muy niño, se me escapó la pelota y la recogió mi abuelo. Y recordé el empedrado, donde es ahora un aparcamiento asfaltado. También cuando salí por aquella puerta vestido de primera comunión. Y muchas cosas más. Se lo conté al doctor. Me escuchó atentamente.

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Podrán pasar mil años y cuando volvieras encontrarías esta iglesia, en el mismo lugar y con sus mismas cosas. Cambiarán sus alrededores, pero no ella. Los antiguos se dieron cuenta de que tenían que tener referentes históricos para la memoria colectiva. Eso nos otorga la memoria individual – dijo el doctor con una sonrisa pícara, como si lo que descubrió fuese una ironía.

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Se quedó pensativo. Luego continuó con una perorata de la que he sacado en claro que el problema de la memoria colectiva es que siempre recuerda a los grandes personajes, a los poderosos. Se perpetúan las iglesias, los palacios, pero no los lugares de trabajo o donde han vivido personas normales y corrientes. Si perdemos esa memoria social perdemos nuestra identidad como pueblo, y como personas libres.

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El doctor no supo volver a su consulta, ni siquiera a sí mismo. Perdió, en ese mismo momento que habló conmigo, durante el fragor del viaje en busca del recuerdo como tal, su memoria y la razón. Se dio percató de que había abandonado todo, a su familia, la clínica, sin decir nada. Se había aventurado a recorrer unos pasos inciertos a mi lado, para ayudarme. Se había olvidado de todo por buscar la memoria. Regresé con él. Su familia le ha encerrado en una residencia de enfermos mentales. A mí me exigen sus abogados que pagué las horas que empleó conmigo para tratarme de mi mal. Yo lo veo injusto porque pagué las horas de consulta, el viaje fue voluntario. El caso está en los tribunales.

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Voy a ver al doctor cada día a la residencia psiquiátrica, para no olvidar su descubrimiento. Paso un rato con él, pero tengo la sensación de estar horas y horas a su lado, como si estuviera en mi casa. No reconoce a nadie, ni a mí. Soy la única persona que está unas horas junto a él. Con su mano derecha coge los dedos de la otra, mueve lenta y continuamente la cabeza de arriba abajo mirando al suelo. De vez en cuando musita, «sí, sí». Y esa es su vida. Han pasado dos años y ya nadie se acuerda de él. Le hablo de nuestro viaje y de mis cosas, o sea de mis diálogos interiores. Su compañía me hace recordar, porque tengo la sensación de ser la misma persona que cuando me atendió en su consulta, sólo que con dos vidas diferentes. Ahora recuerdo algo, no sé el qué pero algo.

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Por otra parte he fundado una asociación que exige a los políticos de turno recuperar el patrimonio histórico y hacer que se respeten los entornos de los barrios, las casas antiguas, los soportales, las escuelas. He catalogado los edificios y divulgo lo importante que es preservar el lugar en el que vivimos, si no queremos vaciar la memoria. De lo contrario no nos acordaremos de nada y nos dedicaremos simplemente a ganar dinero. Una vez quise explicar a mi sobrino lo que es un burro, porque a él llamó «burro» un compañero de clase. Nunca ha visto ninguno. Y sólo pude hacerlo por una foto. Le dejó de preocupar el insulto cuando le leí un párrafo de la obra de Juan Ramón Jimenez, Platero y Yo, en el que pide que no se use la palabra “burro” como insulto o desprecio y menos como sinónimo de torpeza.

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Estoy seguro de que al doctor le hubiera gustado fundar una asociación como la que presido. Seguro que no para de pensar en las cosas que hay que hacer para recuperar la memoria y no podrá salir nunca de ese pensamiento. Yo sigo buscando la memoria, pero no me acuerdo si salí a su encuentro yo sólo o con alguien que me visita todos los días y que cree que no recuerdo nada. Lo demás esta claro, pero no puedo hablar, tan sólo mover la mano derecha para coger los dedos de la izquierda y sin poder expresar lo que pienso, sólo sé decir «sí, sí«, porque uso el código morse, pero nadie lo entiende. Muevo la cabeza de arriba a bajo, para disimular y que no me quiten la pensión que me dieron por haber perdido la memoria. Y sigo pensando ¿por qué continua el doctor alguna vez a mi lado? ¿Encontró la memoria que buscó conmigo? ¿La encontré yo? ¿O ninguno de los dos? Los dos coincidimos: sí, sí.

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