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Publicado en la revista de Palencia «El silencio es miedo» Nº 14
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Os contaré cómo me convertí en una cacatúa por escribir. O, no sé, quizá escriba por ser un lorito.
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Siempre he pensado que escribir es una forma de volar: A otras dimensiones, a otros mundos inventados, a los demás. Volar en forma de palabras. Por algo la escritura caligráfica sucedió con la pluma. Aún la rememoro al escribir a lápiz para luego teclear lo escrito en la pantalla. Lo cual es otra manera de volar… a la nada.
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¿Cuántas veces me habré visto como un pavo real en el oficio de escribir? Nunca mejor dicho eso de “pavonear”. Pavoneó aquello que digo lanzándolo a las redes para pescar “me gusta” en cantidad y halagos de no se sabe quién. O de un amigo que dice “pobre, creer que ha escrito algo”. Por no contar las veces que he enviado a concursos, secretamente, o a editoriales, a la espera de una respuesta que me permitiera enseñar todo mi plumaje con su máximo esplendor. De pavo se escribe más prosodia que prosa.
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¿Y de búho? También, también. He querido ver en la oscuridad del pensamiento, en las noches de cuando sentir se apaga. Duermen las alas unas veces, encendido el corazón en ocasiones, siempre en las profundidades, en aquellas en las que sólo un ave nocturna pueda ver. Al final: Palabras. Las que ni tan siquiera se lleva el viento. Cuántas cosas que únicamente se cuentan. Porque las escondemos, sí. Ya no sabemos si han existido o no, si es real o es fábula aquello que rozamos. Volar, al fin y al cabo. De esta manera he sobrevolado los escenarios para hacer teatro, y al fin escribir.
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He querido ser jilguero usando las palabras cual si fueran un canto, y así surgió en mi escritura la poesía, más poética que… Que ¿qué? Realmente ¿la musicalidad, el ritmo, la rima, la caída de los versos? ¿Acaso surge o son nenúfares en lagos que no existen sino en la palabra?, entonces la palabrería reverbera cual gorgoritos y el ripio es ripipío. Hay que ser un poco repipi para ser poeta, pero no tanto. No pocos han quedado absortos con esos cánticos sin saber si fueron míos de jilguero o una flauta. He oído a muchos pájaros cantar como ruiseñores y a palomas mensajeras llevando en su piquito una rama del laurel de la codicia con la que remover el alpiste y la canela. Y he visto cuervos, los que están al acecho para hacer su nido en la altura de las ramas.
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Muchas veces he sido un gorrión. Al menos lo pretendí al usar mi escritura como algo cotidiano. Lo fui cuando escribí cartas, que se dejaron de hacer. Ahora con tantas pantallas llenas de letras parezco uno disecado, pero al fin es igual uno al otro si están quietos ambos. Cuando doy saltitos me asusto de quienes se acercan con sus bólidos que arremeten contra los renglones torcidos, los que salpican al pasar por los charcos de la literatura a toda velocidad, cuando aceleran el motor para que no se lea entre líneas. Mis vuelos fueron cortos y entrecortados. De esta manera escribí algunos cuentos, que fueron un cuento, se supone que para contar. Se dan por supuestas ¡tantas cosas!
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Y fui gallina por querer ser gavilán. Ni siquiera paloma, porque en las granjas nos amontonan para poner huevos, como escritores apiñados en sus grupos y museos literarios. Cacareé y anuncié la mañana con el compromiso social, picoteando todos los suelos y desconsuelos. Y fui un gallito dejando que el zorro y la zorra entrasen en el corral y allá quedasen, al no poder volar ambos ni yo tampoco, porque las gallinas no sé para qué tenemos alas. Quizá escriban para tenerlas las zorrerías literarias que vierten sus olvidos sobre lo que los demás hacen con la palabra, con el fin de mantener en orden el corral y que así nadie pueda salir. Volar se convierte en un sueño, al fin y al cabo: Escribir.
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Más aún, sentí vértigo al convertirme en un águila, que a veces aguilucho, al planear por las alturas. Apenas veía lo que los demás dejaron escrito que me parecieron hormigas y las letras impresas de los otros manchas a modo de cagarrutas de moscas. Soñé tanto con la fama, en destacar, con recibir el premio de los premios, lo cual me hizo elevar mi ansiedad por encima de los demás. Escribí escribí hasta que formé nubes de algodón, quedando todo en una feria de plumajes y fiestas, de actos y contraataques para ser más que nadie. Pero me fotografiaron hasta convertir lo que escribí en una imagen. Nada más. Pero mis lectores son ciego
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Y escribí a caligrafía sólo que con un programa informático y una aplicación literaria que bajé en mi smartphone, de manera que las vocales y consonantes bailasen. Logré ser un vencejo y estar siempre en el aire, sin aterrizar nunca, cual una utopía de escritor volátil. Hasta dormido me dejaba llevar bajo el cielo y revoloteé en zig zag, con mi paso rasante por las plazas, haciendo que el lector mirase mi trayectoria. Volé, volé cuando todo fue en la pantalla del ordenador convertido en el cielo azul, en el fondo de un mar de escritura pasando de una red social a otra para trisar en los WhatsApp, a la vez que mendigar junto a los campanarios que alguien leyera mis escritos bordados en el aire.
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Hasta que un día entró una cacatúa en mi habitación. Ignoro como pudo llegar hasta la puerta. Andaba torpemente sin dejar de emitir un extraño sonido: crac, craaaac, craac, craaaac, crac… Me asusté, pero le pregunté ¿qué haces aquí? Su respuesta no se hizo esperar: “¿Qué haces aquí?, ¿qué haces aquí?”. Me quedé asombrado. Al pillarme desprevenido contesté: “Escribir”. A partir de este momento la cacatúa no dejó de parlotear. “¿Qué haces aquí?, ¿qué haces aquí?”; “Escribir, escribir”. Fue cierto, pero no sobre ella, sino que era lo que yo estaba haciendo.
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Trepó por la camilla de la mesa hasta colocarse arriba, frente a mí. “Soy escritor”, me reafirmé. ¿Qué le importaba a ella? Pero repitió: “Soy escritor”. Lo repetí y ella también. Me convertí en una cacatúa y no sé si ella en una escritora, o escritor porque no sé diferenciar el macho y la hembra en los loros, pues el colorido al igual que las crestas engañan. Lo mismo entre los escritores.
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“Soy escritor”; Soy escritor”, decíamos ella yo, casi al mismo tiempo. Al verla, como si fuera en el espejo, me vi a mí mismo. En verdad, yo que me concebí como un creador de mundos imaginarios, inventor de metáforas imperfectas, estilista de dramas de las profundidades humanas, el más genial e incomprendido de los escritores. La Humanidad humana reconocerá mi obra al cabo de los siglos, pensé. Una locura transitoria me hizo vender mis obras en forma de libros. Todo fue rodando hasta que dejé de volar enfrente de la cacatúa.
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“Soy escritor”, decía ella. No supe quién preguntaba ni quién respondió, cuál de los dos decía y cuál imitaba. Entonces me di cuenta de todo. Hube sido siempre un ave parlante, que es lo que me hizo ser escritor. ¿Inventar? ¡Ja, ja, ja! A lo más escribiente. Porque todo aquello que he escrito a lo largo de mi vida ha sido fruto de ser una cacatúa, sin haberme dado cuenta, hasta que se apareció ante mis ojos mi propio ser.
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Sí. Ahora lo sé. Fui a los más profundos pozos del saber y repetí lo que aprendí. En la noche de los sentimientos copie lo que sentía, de mi entorno saqué comedias y trágicos hechos, repitiendo en palabras lo que fueron hechos. Fui el eco de mi inconsciente, el repetidor de lo que otros conversaron, el que mira y escribe, como una manera de pulsión vital. Me eroticé con mis propias palabras, cuando no fueron sino un susurro del aire que yo repetí.
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Y repetí, y escribía, copié creyendo inventar. Di mil formas a la misma historia para vender mis palabras a plazos y hacer que se cotizaran hasta que con ellas construí mi propia jaula.
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Me pregunto ¿qué hago aquí?; “Escribir”, me respondo. ¿Qué fue de aquella cacatúa que entró en mi habitación?, que se posó en mi mesa. Hay un espejo al fondo. Escribo, escribo, escribo. Escribo. Soy escritor.
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