(Cuento dedicado a Ana Díez Sandoval)

Érase una vez… todos los cuentos empiezan con “érase una vez”, pero pueden ser muchas, muchas veces. Como este cuento, que es también una confidencia que os hago. Hubo una vez una chica que se alegraba cuando bajaba a abrir el buzón de casa: papeles de publicidad, recibos del banco, notificaciones. Pero ella siempre recibía una carta con la que subía las escaleras sin dejar de mirarla, y nerviosa. Al entrar en su casa abría el sobre y leía la carta con una sonrisa. Luego iba a trabajar, hacía sus labores y todo lo demás. Por la noche antes de acostarse, antes de sumergirse en los sueños, escribía una carta en justa correspondencia.

Pensaba las frase, qué poner. ¿Si crea malos entendidos?, ¿si no gusta? Al terminar la leía entera, corregía las faltas de ortografía o añadía una posdata, o algo que se le hubiera olvidado, sin que la importase dejar los tachones. La introducía en el sobre, lo cerraba, ponía el sello. Todo como un ritual. A la mañana siguiente iba a un buzón de la calle, el único que quedó,  para echarla en él y seguía su camino sonriente.

Ya no quedaban carteros en la ciudad, porque para la publicidad y los recibos están los repartidores y empresas. Pero un cartero se negó a jubilarse mientras que existiera una persona que escribiera cartas. Porque ¿y si fueran cartas de amor?, ¡vaya usted a saber!

Este cartero se dio cuenta de que quien escribía las cartas muchas veces estaba asomada a la ventana y le veía pasar. Él iba con su cartera, con la carta, porque por eso es cartero. Si fuera solamente con la carta en la mano le podrían llamar hasta “carterista”. Y con su gorra plana de cartero caminaba orgulloso a su meta.

Mientras que cumplía su misión el cartero, al cabo de los años, llevó una flor en la mano. Quien escribía las cartas hizo como que no le vio, porque se ruborizaba. ¿Por qué llevará esa flor?, se preguntó.

Al mirar por la ventana se ven ¡tantas cosas!, pasar a ¡tanta gente! y se pueden seguir muchas historias, que a veces, algunas veces son historias que llegan a nuestra puerta. Como a ella, a la chica que escribía cartas. Oyó el sonido del timbre de la puerta. Abrió y estaba el cartero con un ramo de flores. No dijo nada. Ni ella tampoco. Cogió las flores, eso sí.

Al pasar los días el cartero vio cómo esa chica sonreía cuando él pasaba. Un día se paró ante la ventana y sacó de la cartera dos cartas. ¡Dos! ¿Serán para mí?, se preguntó la chica que escribe las cartas.

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Sí, fueron para ella, las dos, las dos cartas. ¿Y cuál abrir primero? ¿Y quién sería quién la escribió? ¡Oh!, que vergüenza. En el remite pone “El cartero”, y no hubo ninguno más en toda la ciudad. ¿Será que se va a jubilar?, ¿O es que está cansado de traer cada día una carta? Tenía que leerla y contestar. Por un lado fue mucha alegría, por otro intranquilidad

Por la noche escribió la carta que al día siguiente metió en el buzón. En el sobre puso el remite y en la parte de la dirección, simplemente “Para el cartero”, porque él había puesto en el que mandó “A la chica de la ventana”. No se le olvidó escribir la otra carta. Simplemente no la escribió, esa en la que siempre puso la misma dirección que en el remite.

¿Sabéis lo que pasó después? Asomaos por la ventana. Podéis ver muchas historias. Y veréis al cartero que sigue con su trabajo, llevando cartas a la misma dirección, pero ya no con el mismo nombre. Aunque a veces, algunas veces, los dos se escriben cartas a sí mismos, unas veces en forma de cuentos, otras de poesía y los dos juntos se asoman por la ventana.

En la salita de estar de estar siempre hay un ramo de flores.

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