Allende los caminos que he recorrido, llegué a la orilla del mar. Recorrí un tramo, entre el mar y la tierra,  sorteando las olas y mirándolas en la lejanía. Dos barcos veleros transitaron pendidos en la mirada de aquellos que posaban su cuerpo al sol de la mañana. No era la hora de los bañistas, sino de quienes madrugan para coger  un sitio en la playa y de los que van a pasar el rato. No pocos.

Aquél lugar es la playa de Barceloneta, muy cerca de la zona olímpica. Vi la escultura de un pez sobre un tejado hecho como de red metálica. Una pirámide, en lo alto de un edificio y una esfera de hormigón al borde de una azotea. De espaldas a este paisaje me dediqué a ir por la arena húmeda, a la que las olas llegan y se van. Cogí piedrecitas muy pequeñas, redondeadas por el efecto del agua. También trocitos de cristal, que fruto de la erosión parecen bolitas de piedras translúcidas. Pedazos diminutos de azulejos pintados semejan piezas arqueológicas. Algunos cristales parecen piedras preciosas, al ser de colores verde, ámbar, azul y, las más, transparentes.

De vuelta de mi recolección me senté en unos asientos de cemento. El aroma salino, el sonido del paisaje, el calor suave de aquella mañana, todo ello en conjunto me llevó a pensar visualmente. Entendí el tiempo a modo de una nube que flota en nuestras vidas y que las olas se mueven bajo ella. Es el asalto de nuestras ambiciones, de vanidades vacuas, la ansiedad por ganar no sé qué  y no sé a quién lo que hace que esa nube se mueva, se agite y se haga gris para convertirse en una tormenta. Las olas se elevan, se ondulan con rapidez y  se revuelven sobre sí mismas. De alguna manera hay un paisaje interior que se ve cuando la mirada se convierte en espejo.

Un trozo de mar entre pinceladas...
Cuadro de Margarita Roig

Otras veces mirar es un hueco por el que pasan cosas. Así me quedé, asomado al mundo, a ese trozo de mundo que nos rodea y que se nos escapa por no pararnos ante él. Unos compañeros de asiento leían. Una señora una revista. Un señor una novela de vaqueros, de esas que antaño se cambiaban en los kioscos.

En una plataforma de hormigón estaban unos aparatos de gimnasia. En ella se reunieron por azar personas, de ambos sexos, que realizaban sus ejercicios particulares. Agarrarse a una barra y con la fuerza de los brazos  elevar y descender la masa corpórea. Sujetando los pies  una chica sube y baja el torso para hacer abdominales. Otros movieron los brazos y las piernas, en movimientos circulares sin una forma regular. Un señor giraba el cuello, de un lado a otro y lateralmente.  Una pareja charlaba. Un chaval hacía movimientos de ejercicios de boxeo mientras que  se autocontemplaba su musculatura. Otro se dio crema para esculpir su piel bien tallada por el sol y la gimnástica. Una chica y un chico hacían movimientos armoniosos, un poco aspavientos. Deslizaban los brazos y, alguna vez las piernas,  entre el aire muy despacio, como si dirigieran una orquesta de mariposas a cámara lenta.  Parecía que sus cuerpos respiraban por toda la piel.  Me dio la impresión de que dibujaron trozos de horizontes transparente.

Algo demasiado cotidiano...
Foto de Paco Fergar Mella. me enseñó la foto y le conté la historia que cuento en esta narración.

Un señor, con la espalda erguida pasó por aquel espacio abierto. Dio la sensación de decir «aquí estoy yo». Ufano él, pareció que iba con urgencia a algún lugar, todo estirado y con la cara altiva. Iba en traje de baño. Al llegar cerca de una ducha. No se colocó bajo ella, se puso a resolver sus necesidades mingitorias.

Aquel hombre, todo pancho,  miró al tendido mientras que satisfacía su llamada fisiológica. Me pareció una guarrada y una falta de respeto a los demás y a toda la gente que pudiera pasar por ese lugar. Nada le importó satisfecho ya. Al volver a su sitio una señora le dijo algo, algo así como que fuera a un baño. El susodicho no se dio por aludido, pero soltó una bravuconada para que le oyera todo el mundo, «¡que pongan servicios ¿o es que no pagamos impuestos quienes tenemos ganas de mear?».  Le debió parecer muy gracioso lo que se le ocurrió, pues se rió a carcajada sin que nadie le hiciera caso. Tal vez la indiferencia fue la mejor respuesta a ese señor. A no más de doscientos metros hay unos vestuarios con cuartos de baño. Por lo que fue una postura  de valor vacío y de queja chamusquina, la de aquel ciudadano.

Me llamó la atención que en aquella playa hubieran más palomas que gaviotas. Al estar cerca de la ciudad la orilla del mar también forma parte de su hábitat. Un señor las tiró arena, para que se fueran de donde él y su mujer había colocado las toallas. Maldijo a tales aves y se quejó de que el Ayuntamiento no las eliminase de una vez, pues lo cagan todo.

En su queja ostentosa dijeron que  llevan consigo enfermedades y que son molestas. Algunos de estos animales zureó. Buscaban alguna cáscara de pipa o migas que hubieran, a pesar de que pasaron varios mozos y mozas con pinchos y rastrillos para recoger papeles y botes que pudieran haber tirados por el suelo.

Ese cuadro de vida animal, animal y humana y también paisajista, pareció pararse, como que quedara a parte, cuando un señor de pequeña estatura, de piel blanquecina y con el traje de baño como único atuendo, se dedicó a echar migas de pan y semillas de algún cereal a la arena. Las palomas se arremolinaron, más de cien, a su alrededor. Un coro del arrullo de estas aves rompió la melodía de murmullos y aire. Me fijé en aquel hombre.

Pensé que cada persona tiene una historia y que son millones de historietas las que forman la gran historia de la humanidad, tantas como personas.  Acciones que quedan dentro de una historia, que a su vez forman parte de otras y así en infinitas relaciones de enredos pululamos cada cual, creídos de que la nuestra es el centro del universo.

El señor que las dio de comer miró atentamente una a una. Me pareció una atención sospechosa. Al menos un tanto intrigante. Disimuladamente no dejé de mirarle. Puso en la mano migas y  en ella se posaron tres palumbas de entre todas. Las espantó después de examinarlas con la vista. Luego dos. Cogió a una de ellas y se largó mientras que las demás volaron espantadas. Pero a no más de tres segundos volvieron a rebañar las migas que quedaron.  El señor llevó a la pobre ave a su regazo, como si la quisiera esconder, pero no se fue corriendo, sino que vino hacia los bancos de piedra para sentarse en uno de ellos.

Ufano, me levanté del  sitio en el que estuve sentado.

¿Para qué coge esa paloma? –. Le pregunté de manera inquisitorial.

Para curarla -, dijo escuetamente. Me dejó chafado y un tanto perplejo. Debía ser conocido del lugar, pues a nadie llamó la atención, sino a mí.

Mientras que atendía a la paloma habló conmigo, pues me quedé a mirar lo que hacía. No quitó la mirada del animalito.

Le late el corazón a mil por hora, porque tiene mucho miedo. Como todas las especias de animales huyen del hombre. Por algo será. Le acerco a mi cuerpo para que se sienta cobijada -.

Me miró –  Si nota el latido de mi corazón se tranquiliza -.

Comprobé que las patas de la paloma  tenían heridas, una de ellas muy abierta. Me explicó que se les enrollan sedales, hilos y pequeños cordones en las patas cuando son pequeñas.  No pueden quitárselas.

Cuando lo intentan con el pico, aún enredan más  lo que será su mal, pues al aumentar el grosor de la pata, se las agrietan poco a poco y dolosamente. Llegan a cortarlos las patas o algunos dedos. Me he dado cuenta que en las plazas de los pueblos y ciudades se ven no pocas con muñones y otras que cojean porque les falta una parte.

Con unas pequeñas tijeras, de punta redondeada, aquel buen hombre les quita las finas sogas anudadas. Si tienen algún dedo colgado se lo termina de arrancar. Echa metadine a la herida con una gasa. Sopla sus huecos heridos, con mimo, y después les lanza a volar. Todos los días dedica una hora a esa labor, para arreglar lo que puede a algún ave herida. Por las tardes trabaja de camarero en un bar  lejos de aquella playa.

Me dijo que  una vez le dio pena verlas tan mal y se propuso hacer algo. A mí me conmovió, pero me siento incapaz de hacerlo. Me da repelús y no me llama esa labor. Sin embargo, la tarea de ese señor del que no sé ni su nombre,  me causó un impacto tremendo. Le di la mano para felicitarle y mostrar mi más sincera disculpa por mi intromisión en su quehacer y haber mal interpretado su intención.  Sonrió.

Palomar en Santiago de Compostela
Palomar en la Condesa, de León.

 Siempre que veo alguna paloma me acuerdo de aquella persona, que jamás pasará a la historia, escondido en un rincón del paisaje mundano.  Hay personas maravillosas que siembran sonrisas.

Desde que llegué a mi ciudad dedico todos los días un rato a estar sentado en el banco de una calle céntrica muy concurrida. Tras varios meses, hay muchos viandantes que me miran extrañados. Pensarán que qué hago siempre a la misma hora y en el mimo lugar. Sonrío.

De vez en cuando hablo con quienes se sientan a mi lado, después de  que me pregunten a quién espero.

 

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