Son aquellos en los que se dice: Nada por aquí, nada por allá, y ¡de repente!….

Lancé un beso al aire, se convirtió en mariposa. Al volar sus alas generaron viento. Se posó en una flor, la flor del viento que hace que la belleza sea magia, como también lo es suspirar estelas de querer amar…  Acaso ¿no es el amor algo que se expande?, pero nos han enseñado a encerrarlo en jaulas de oro, cuando son olas las que laten en su interior, olas que aspiran al horizonte infinito, irreal, un lugar en el que no hay barrotes para amar la belleza.

Fascinación

Una vez, cuando viajé en tren, pasaba el rato en el departamento de recreo sentado en un banco de madera, al lado de una mesa de mármol blanco con vetas grises, de patas de hierro pintadas de negro. Leía el periódico cuando llegó una joven despeinada. Iba con un macuto de bandolera al hombro, lo recuerdo muy bien. Lo dejó sobre la mesa. ¿Está libre este sitio?, me preguntó, en referencia al banco de al lado de la mesa frente al mío. Sí, le contesté, de manera automática, sin apenas fijarme en ella, sólo una mirada fugaz.

¿Cómo describir un pequeño instante de menos de un segundo? Su jovialidad, su ánimo alegre y palabras de sorpresa y admiración por lo que había visto hasta ese rato desde la ventanilla me fascinó, pero fue todo un estallido que he tratado de ver a cámara lenta en mi recuerdo. Nos hemos vuelto a ver, en el mismo sitio y a la misma hora, charlamos cordialmente. ¿Está libre este sitio?, me pregunta con su sonrisa de amapola. ¡Pero si ya te dije que sí!, que es tu sitio. No me había dado cuenta de que es la misma vez que se repite una y otra vez. Entendí entonces el eterno retorno de Nietzsche.

ballet 2

Fue fascinación. Luego estalló, en ese tramo de menos de un segundo, un resplandor en su cara con sus gestos. Pero la fascinación fue menos de un instante, en cuyo momento de producirse, bueno momento no, nada de tiempo, se juntaron todas las formas que veo en ella. Si me preguntaran si me gusta, si la quiero, si…, diría no se qué. Me fascina. Pero ¿qué entendería ella si se lo digo?, y si se lo cuento a alguien ¿cómo lo interpretaría?, porque no es su rostro, no es ni siquiera el aire de su cara, es, es, es ese instante que se repite en cada gesto, que no son éstos en sí, sino rememorar ese momento que vuelve a estallar cada vez que la veo, que veo como se arruga su mentón cuando curva el labio inferior y al mismo tiempo tuerce la cara como si recogiera la luz que la ilumina y la hiciera suya, y en lugar de mirarme de frente lo hace de medio perfil, como si dijera ¿qué pasa? o ¿qué miras chaval?, y una mueca hace que en su mejilla aparezca una arruga y sus cejas parece que se juntan un poco y los párpados se abren a la vez que los dientes le brillan en la boca por donde luego salen sus palabras que parecen que llevan algo de ese rostro, como que formaran parte de él, y escuchar su voz es sentir una caricia en los oídos que se expande por toda la parte interior de la piel, lo cual se corresponde a la palabra estremecer, al hacer ese movimiento que gira un poco la cara, el cuello se eleva convertido en un pedestal y su cabello todo, que ella coloca hacia arriba para que no le moleste los ojos, unas veces moviendo la cabeza, otras con la mano, su cabello todo parece fuego que enciende su rostro, como si se repitiera ese momento que es una bomba de belleza que estalla y no es la bomba sino el estallido, con sus hondonadas bajo los ojos, la cálida piel recorrida por los rayos sonrosados del sol al atardecer, el lunar gemelo en un lugar secreto de su cara… Tal visión sucedió casi antes de que la viera, fue el instante mismo de empezar a verla y ya su rostro voló hacia mí.

No recuerdo adónde iba cuando cogí el tren, tan sólo viajo, y un día tras otro, siempre en el mismo lugar a la misma hora y minuto y segundo, ese instante se repite, ¿está libre este sitio?.

Quiero ser una lágrima

Una noche leí a la luz de una farola, en una calle deshabitada, algunas cartas que escribió Kafka a Milena. Las leí en voz alta, pensando que no había nadie en aquella calle abandonada, con las casas en ruinas, tapiadas las ventanas y puertas de los edificios.

No es una despedida. Sólo habría despedida si la fuerza de la gravedad que me empuja me arrastrara definitivamente contigo. Pero viviendo tú ¿cómo podría hacerlo?”. En el momento de terminar oí un sollozo, pensé que lo había imaginado, ¡no era posible que hubiera alguien!. Pero me acerqué a una silueta de una persona que se tapaba la cara. Estaba llorando. Le pedí perdón por si fuera mi lectura en voz alta lo que le hizo llorar, no quise…. Quitó la mano de su rostro. Era una chica muy bonita, con sus mejillas algo sonrosadas. No es nada, dijo. Se reía y lloraba a la vez. Lo siento, le dije. No te preocupes, insistió ella y vi como bajaba la lágrima por su rostro. Y se reía moviendo sin querer su mentón y sus ojos esquivaban los míos. Quisiera ser una lágrima tuya, le dije, para que no llores más, porque me quedaría siempre en tus ojos para verlo todo a través de ti. Ella se quitó con la mano la lágrima y yo me sentí acariciado. Y ella sonrió y me miró y yo sonreí con ella y me dijo su nombre, me llamo Milena. Y los dos reímos y lloramos a la vez.

El parque del baile

Hace muchos años escribí una novela que se titula El baile. Trata de la plaza de un pueblo durante sus fiestas patronales. Una orquesta, Los Sinatras, tocan en un tenderete y nadie baila.

Hace un año me sucedió algo asombroso, digno de ser contado y no creído, como todo lo que causa asombro. Voy al parque cada día a pasar un rato sentado en un banco, veo pasar a la gente, picotear a las palomas y a los gorriones, jugar a los niños.

Me fijé que una mujer de joven madurez, al entrar en el parque un día a la semana, da unos pasos y se para para respirar, con los ojos cerrados respira profundamente, luego mira la copa de los árboles como si cada vez fuera un nuevo paisaje.

Un día me acerqué a ella y le pregunté ¿quieres bailar?. Se lo dije porque lo soñé un minuto antes. Ella mi miró extrañada, pero se rió. No hay música, me dijo. Pues bailemos el silencio, le dije. Y, como si de un cuento se tratara, abrió los brazos y yo le sujeté una mano y abracé su cintura y bailamos unos pasos y más, en silencio.

A la semana siguiente ella me llamó de lejos, como diciéndome que si no la sacaba a bailar, otra vez. Y se ha convertido en una costumbre en aquel parque. Al vernos cada día de la semana que bailamos, parejas de personas mayores y de chicas y chicos, pequeños y jóvenes bailan en el parque sin que haga falta música. No hace falta que nadie diga nada, todos bailan, y algunos en grupo y otros solos. No hay música y la gente de mi pequeña ciudad va a ese parque a bailar. Dicen que es un lugar único en el mundo, puede ser.

¿Cómo se besa una mirada?

Decidme, ¿alguien lo sabe?. Yo lo descubrí mientras que hablaba con una joven a la que veo el día cinco de cada mes. Coincidió la primera vez, cinco del mes, que me quedé mirando indiscretamente el libro que ella leía sentada en una cafetería. Quise saber el título. Simple curiosidad. Nos pusimos a hablar sobre el autor y la obra que sostenía en sus manos. ¿Nos volveremos a ver?, le pregunté cuando ella se marchaba. El próximo día cinco, dijo ella. Y llevamos nueve años. Comentamos nuestras lecturas.

Pero un día descubrí algo que no había leído nunca. Su mirada penetrante se clavó en mi rostro con la sonrisa de ella. Una mirada que me envolvió como si me hubiera metido en una pompa de jabón y esos ojos se hicieran piel. Su rostro pareció iluminado. Fue en ese momento cuando quise besar su mirada, no su mejilla, no sus labios, no su mentón, no su cuello de cascada con los rayos de sus pelos despeinados. Me quedé pensativo. Y nuestras miradas se engancharon una a la otra mucho menos de un segundo. Adiviné cómo besar esa mirada, lo supe en forma de un estallido que irrumpió en mi pensamiento: besar esa mirada, que parece sale de una cueva, con un poema que escribí en el aire, sí, en el aire, porque lo escribí con mis pensamientos y me di cuenta que ella percibió aquel beso intangible, pero profundo y que se había posado igual que lo hace una mariposa que aletea hasta llegar a una flor. Sus labios se convirtieron en un telón abierto en el que actúan sonrisas y sus ojos brillaron luminosos. No dije absolutamente nada, sólo había pensado unos versos en los segundos que duró la despedida silenciosa. Ella me dio las gracias sin aparentemente venir a cuento. Sin saberlo ninguno de los dos había besado su mirada con la mía y desde entonces nos miramos a los ojos un instante de segundo, cada día cinco del mes, y luego hablamos.

Cuando una mirada se sumerge en otra es el beso de las hadas que casi nadie entiende, ése que queda fuera del tiempo, que existe sin un lugar, ése que sólo puede traducirse en forma de verso y silencio. Silencio. Silencio…

Ola, sirena
Me gusta mucho echarme la siesta en mi barca los días de verano. Me quedo dormido mecido por el movimiento de las olas. Imagino que respirar es lo que forma la marea del mar. Un día dormí para siempre convertido en una ola. Recorrí todos los mares de un lado a otro del planeta. Cerca de la orilla me miraban las personas haciéndome cosquillas de esta manera. Una mirada desde la playa se juntó con un rayo de sol y quedé embarazada de una sirena que vivió en mi interior.

Una vez llegué junto a una barca en la que su ocupante se lanzó al agua para coger la sirena que llevo dentro, para sumergirse en su belleza, para beber su mirada. Las olas somos el latido de los sueños.

+ infinito

Cuando el amor a la belleza es infinito, cuando las cataratas de palabras ya no son suficientes para poder remar en los ríos de versos, ese amor no cabe en el mundo, ni en la vida de quien lo siente, no cabe, no. Se convierte, sí, en un horizonte, algo que dicen que se ve, pero que no existe. ¿Y si fuera cierto?, que el horizonte sí existe y que el efecto óptico de la visión que ve el horizonte sea lo irreal. ¿Tan lejos estamos?, y sin embargo de vez en cuando nos vemos, cuando se apaga el infinito.

Metamorfosis sin K

Cuando saqué una foto a K, el nombre de un enigma cuyos ojos son clavos y su melena en llamas, su voz de aguacero, vi en la pantalla del teléfono móvil la imagen de una golondrina. Cuando ella me llamó, el teléfono se fue volando, convertido en ese pájaro de vuelo zigzagueante. No lo crees, ¿verdad?

Cuando le regalé una servilleta blanca de papel para que hiciera un barco de papel, ella la llenó de palabras convertidas luego en pétalos de las más variadas flores. No lo crees, ¿verdad?

Cuando me acerqué a besar su mejilla se convirtió en aire y, sin darme cuenta, yo también. Cuando nos respiran los poetas nos convierten en versos, a veces versos de belleza de amor invisible. ¿Tampoco lo crees?

La nube

No he dormido en toda la noche. Respiré profundamente para contar las respiraciones, de manera que las horas no se hicieran tan largas. Me convertí en una nube. los poetas nos convierten en versos, a veces versos de belleza de amor invisible.

Este cuento es muy corto. Ya se acabó. Es tan diminuto porque desde donde estamos, en las nubes, todo se ve muy pequeño, las casas, los países, las montañas, las personas son puntitos que apenas se ven. Hasta los cuentos son diminutos, tan pequeños como el de una nube que, cuando llovió, sus gotas al llegar a la tierra se convirtieron en un ser humano, se formó un charco muy grande, en él las gotas de lluvia se durmieron. Un charco que refleja el rostro de quien se asoma a él.

Un churro de amor

Voy a contaros un pequeño secreto para que entendáis el porqué de que para mí el amor es un churro. No sé si contarlo, porque puedes pensar, amable lector, que estoy loca o que soy tonta. No me importa, ¡allá va!: Cuando voy al trabajo cada día me cruzo siempre con un autobús en el mismo lugar de la calle, por eso soy tan puntual. Me he enamorado de su conductor perdidamente y, creo, que él también de mí, por lo menos algo porque me mira.

Cuadro

Los domingos esa línea no funciona y los autobuses que pasan no van con el mismo conductor. Yo sin embargo voy a la misma hora para recordar cuando él pasa el resto de la semana. Para disimular voy a comprar unos churros que luego llevo a casa para desayunar con mi marido y mis hijos. Espero en la cola de la churrería y compró veintiséis churros, cinco para cada uno, para mi marido, mis tres hijos y para mí. El que sobra lo como yo sola en la parada de autobús, sentada en el banco. Lo como porque cuando pido los churros el chico que los vende, el churrero, ¡resulta que es el conductor del autobús!. Ya me he acostumbrado, pero la primera vez fue la mayor sorpresa de mi vida, sólo comparada a cuando volví a casa. Le dije a mi marido que no dejara de dar vueltas al chocolate, para que no se pegara en el fondo de la cazuela. Cuando le fui a dar un beso me di cuenta de que también él es el conductor del autobús.

Personaje de novela

La labor de un escritor es convertirse él mismo en las palabras que escribe, una metamorfosis que es lo que hace que escribir sea un arte. Sin esta transfiguración la palabra escrita es disecada, nada más.

En la novela que escribo hay un personaje femenino que es el fondo sobre el que aparece el protagonista, el cual va creciendo, aumenta su intensidad y ese personaje de fondo queda escondido a mitad de la novela, va perdiendo fuerza, pero (lo tengo que contar en forma de cuento, porque de otra manera pensarían quienes me escuchan o leen que es un cuento) conocí a una chica que poco a poco se fue convirtiendo en un viento interior, que soplaba sin ella darse cuenta, y esa corriente de aire llegó a la novela, dio una fuerza impresionante a la chica de fondo, hasta tal punto que irrumpe en la novela siendo ella la que empuja el final y lo eleva a cotas maravillosas de la literatura.

Esa chica, que aparece casualmente siendo brisa, acaba siendo un personaje interior y luego convertida en palabras, en un personaje de la novela. No me atrevo a decírselo a la chica, porque no sé como lo interpretará. Yo creo que ella lo intuye, pero ha de quedar así, en esa nube que hace que sea real. Hay un velo de seda trasparente que nos separa, pero a la vez es lo que provoca la atracción. ¿Y pensar que la novela es en el fondo contar la existencia de esos velos que no vemos, que nos separan y nos unen a la vida?.

Viento de madrugada

Fernando Labrador, el poeta enamorado, estaba sirviendo en la barra de un bar a altas horas de la noche. Una chica cuyo rostro parece esculpido en arcilla, las ojeras formadas con la yema de dos dedos pulgares invisibles. Más que bella, su rostro tiene una enorme fuerza de atracción en forma de belleza. La muchacha iba con un grupo de chicas y chicos. Bailaron, bebieron, las parejas se besaban en aquel grupo, cantaron y una de las canciones fue a ella, la música y letra de feliz cumpleaños, la de te deseamos todos, la de es una chica excelente, la de amiguita que Dios te bendiga. Fernando no dejó de mirarla mientras que servía las bebidas, atendió las insolencias y pesadeces de los clientes en la barra.

A las siete de la mañana cerraron el bar. Aquella chica se había ido diez minutos antes con su grupo. Fernando se encontró con los chicos y las chicas de aquella pandilla en la plaza Mayor. Estaban canturreando, apoyándose en las paredes para no caerse. Apenas pudo entender lo que decían y medio chismorreaban. Aquella chica de mediana estatura se acercó a él sin reconocer que fuera el camarero que le había estado mirando toda la noche. Ella ni se enteró de sus miradas. Le dijo algo beoda “es mi cumpleaños”. Fue ayer, le dijo el camarero. Ella respondió airada que no, que era ese día, que el anterior fue cuando lo celebró con sus amigos, con una voz algo gangosa que remató diciendo ¡y no estoy borracha!

Me gustaría hacerte un regalo -, dijo Fernando. Ella le miró con ojos que expresan sorpresa, incredulidad, con un gesto de no entender. – Ven conmigo -, volvió a decir él. Ella se rascó la cabeza. ¡Bueno!, dijo, al pensar que veía visiones. Fue la segunda vez que bebió más de la cuenta. Gritó al grupo de amigos que la esperasen, que volvía en seguida. No estoy borracha, dijo con palabras que patinaron en su garganta. No tardes, dijeron algunos que estaban en una mezcla de despertar y adormecerse al mismo tiempo, la mayoría sentados y recostados en el suelo. También alguno dijo por mimetismo que tampoco estaba borracho en el mismo tono de voz resbaladiza.

Fernando sujetó del brazo a la chica y muy despacio fueron hasta un parque cercano. Ella fue cantando canciones infantiles. Le preguntaba con voz rayada que qué le iba a regalar. Junto a un árbol él se puso frente a ella. Le pidió que cerrara los ojos. Ella los cerró. Fernando sopló su rostro durante un rato. Recorrió su frente, las mejillas, el mentón, los ojos, los labios de aquel rostro que a él le pareció una obra de arte viviente. El corazón del camarero parecía un tambor, cada vez sonando más aceleradamente. Los cabellos de ella se movieron cual banderas y cintas. Al terminar de soplar, ella abrió los ojos, sonrió. Volvieron juntos, ella del brazo de él hasta llegar a la plaza. Él se despidió. Ella ayudó a su novio a levantarse. ¿Qué te ha regalado?, preguntaron todos riéndose. Con una sensación de pesadez en la cabeza y aturdimiento respondió que viento. Pero no supo si había sido cierto o lo imaginó. Nadie supo responder. Unos dijeron que sí se había ido con un chico. Otros que estuvo sentada. No notó que la faltara nada, ni el reloj, ni el monedero, ni las llaves. Sólo le pareció recordar una corriente de aire que frotó su faz, pero los demás también, es el vientecillo mañanero.

Cuando aquella muchacha se levantó de la cama a la hora de comer, se asomó a la ventana, sintió el aire fresco al chocar contra su cara. Entonces supo que lo que creyó haber imaginado fue cierto.

La chica del cafetal

El día cinco de cada mes llegaba a la estación del ferrocarril un tren con sus vagones cargados todos de sacos llenos de granos de café. En uno de aquellos vagones va una muchacha que cuenta los sacos que entraron en él y luego los que descargan. Es su día de descanso, pues es lo único que hace los días cinco de cada mes, convertidos en el día más importante desde que una vez, mientras que miraba a los cargadores que trasladan los sacos a los carros que esperan fuera de la estación, uno de los cargadores con la frente llena de gotas de sudor se paró un momento y, de pie con el saco sobre el hombro, cruzaron sus miradas.

Aquel día la muchacha del cafetal se dio cuenta de que su mirada siempre había estado clavada en aquella otra del cargador, sin que ninguno de los dos se hubiera dado cuenta. Siempre, y siempre es antes y después, cada vez que para el tren en la estación el día cinco del mes, el cargador espera a que se abran las puertas y sus miradas vuelven a encontrarse.

Pasaron años y una vez aquel tren tuvo una pequeña avería, después de que los sacos estuvieron descargados. Quedó cinco minutos esperando a salir. El cargador llamó a la muchacha con la mano, para que fuera a tomar un café al bar de la estación. Fueron los cinco minutos más largos que vivieron los dos. Ella tomó café con leche y azúcar, él uno solo muy cargado, largo de agua sin azúcar. Sintieron el aroma de los granos que ella llevaba y que él cargó los día cinco de cada mes. No dejaron de mirarse a los ojos y tomar pequeños sorbos. Uno de los dos dijo que está muy rico, el otro que le gusta mucho. La chica volvió al tren cuando sonó la campana a los cinco minutos de haber bajado.

Sólo al cabo de otros muchos años se volvió a averiar el tren. Los dos otra vez tomaron juntos una taza de café, igual que aquella vez. Dijeron lo mismo, pero además levantaron la taza a la altura del corazón y brindaron. El sonido de las tazas se incrustó en ellos igual que cuando una piedra cae en la arena de la playa.

Y siguieron pasando los años y el cargador con el pelo blanco, el rostro surcado esperaba sentado en la estación, en una silla apoyado el respaldo en la pared con las dos patas de delante levantadas. Al abrir las puertas los vagones él veía a aquella chica y sonreía, levantaba su taza de café y ella sonreía. Al cabo de muchos más años llegaba el tren, pero ya sin sacos de café. Paraba, se abrían las puertas y él de la misma manera levantaba la taza de la que humea el café solo, y sonríe. Ella lleva en su mano un puñado de granos de café que lanza al aire. Se cierran las puertas y el tren se vuelve a marchar.

La estación ha quedado cerrada, desde hace ya mucho tiempo, ha dejado de funcionar, menos un tren que sigue llegando cada día cinco de cada mes puntualmente y una muchacha lanza un puñado de granos de café al aire, mientras que un señor de pelo blanco le saluda levantando su taza de café sentado en la silla de la estación.

Se dice que gracias a que ese tren llega y vuelve a salir de aquella estación ya olvidada los meses tienen día cinco, porque de otro modo tendrían el día uno, el dos, el tres, el cuatro, el seis y los demás. Pero no el cinco.

La escritora que buscaba palabras

Dedicado …..

escritora

Hace muchos años conocí a una mujer que iba a ver cómo hombres y mujeres pescaban en el río. Procuró hacer ruido para que los peces no picaran, porque quería verlos nadar en el agua. También echaba migas de pan en el parque para acercar a las palomas y a los gorriones. Pensó que de esta manera podría atraer a las palabras, porque si hablaba con los peces, con las palomas y gorriones, aunque no tengan el mismo idioma, llegarían palabras a su pensamiento con las que luego escribir. Al ponerse frente al papel no lo logró, tampoco en la pantalla del ordenador. Desistió de buscar palabras y se fue a pasear por el campo. En uno de aquellos paseos se quedó mirando un terreno yermo, sus ojos volaron sobre esa tierra extendida como si la mirada estallara en ella. Llovió, y esa mujer, que quería escribir sin saber qué, permaneció en su sitio. Hizo sol, nevó, lloviznó, el viento, el viento. Los agricultores surcaron la tierra, sin que ella dejara de mirar aquel paisaje en el que el tiempo queda fuera. Ya no quiso palabras porque el aire lo dice todo, pensó. Pero la misma lluvia que cayó sobre la tierra, el mismo sol que calentó los terrones, la fuerza del viento y la brisa llegaron a ella en forma de esperanza. Vio crecer las plantas, flores, cosechas de grano y bandadas de pájaros fueron a picotear las espigas y las mazorcas. Desde entonces no dejó de escribir. Las palabras habían germinado en ella y descubrió que tienen vida, tanta que hacen de vivir un arte.

La golondrina

.

¿Por qué la llaman “la golondrina”? Todos en el pueblo la conocen con este nombre, hasta el punto de que ya casi nadie se acuerda del suyo, de su nombre de pila. Sólo quedamos ancianos en el pueblo, viejas y viejos carcamales dice ella. Cuando en verano viene la nietada del pueblo algunos gamberretes la rodean y chillan “¡la golondrina, la golondrina!”, dando vueltas a su alrededor.

Golndrina

Los jóvenes me preguntan por qué le llama todo el mundo de esa manera. Y el caso es que sigue siendo una golondrina, porque de siempre cuando anda parece que viene de lejos, cuando mira su mirada busca el horizonte aunque no coincida con los ojos de quien la mira, porque la mirada que se enlaza a la suya anida en ella irremisiblemente, os lo puedo asegurar. Y sus gestos son olas y estelas que al navegan una tras otra. Y su sonrisa, y su voz es un eco de las profundidades marinas, y por donde ella pasa se hace el aire mar, y sus cabellos ¡son viento!, como si apesgara sobre su cuello una orquesta de cantos de sirenas, ¡ay!, parecen cumbres nevadas por el sol convertidas en marfil. Y sus manos, cuando las mueve bucean, como si dirigieran un concierto. Es por esto que os cuento, que a este lugar perdido entre maizales le llaman el pueblo de la golondrina.

.

 

Licencia Creative Commons
Cuentos de birlibirloque por Ramiro Pinto se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en https://ramiropinto.es/escritos-literarios/cuentos/birlibirloque/.