Permitirme que os cuente un cuento de los cuentos, sin aventuras, sin moralejas, sin gracia, ni nada. Porque cuando se escribe uno, o varios, se guardan en una carpeta o en un cuaderno. Pero lo que hacemos es guardar el folio, la hoja de papel, o en el ordenador en un archivo. Llenos de palabras, cierto, pero no está lo que cuenta el cuento. Y al dejar de leerlo en voz alta, o en voz baja, guardamos en la memoria su recuerdo, pero no el cuento.

Nadie lo ha pensado. Fue cuando leí la historia de Rimbaud sobre Timotina Gabinete, que me dí cuenta de que me reí mucho, pero ¿dónde está esta chica y el autor convertido en el protagonista que quiso ser sacerdote? Me quedó el miedo tras leer los cuentos de Edgar Allan Poe. La curiosidad con los de Borges. La belleza de los paisajes de Clarín. Y ¡tantos que escuché en Cuenta Cuentos Contigo!

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El pobre Óscar Marcelo no para de buscar una palabra que no encuentra, y por eso es poesía. Esto es ¡un cuento! ¿O es que acaso las palabras se esconden? Se pueden olvidar, sí. Pero ¿perder?¿Dónde se ocultan? Los cuentos no son invisibles, en cuanto que se oyen o leen. Hice la pregunta en alto y mendigué respuestas, pero nadie da limosnas y menos aún literarias. Al menos gratuitamente. Sin embargo alguien contestó que las palabras se guardan en el corazón de las personas. Otro que se cobijan en el recuerdo. Ni escáner, ni radiografías, ni los aparatos de resonancia magnética han logrado verlas en esos remotos lugares. Gamoneda supone que en las neuronas. Bueno, igual que una glándula segrega saliva o jugo pancreático, otras partes de la biología humana pueden hacer lo mismo con las palabras.

He mirado muchos cuentos con lupa y microscopios. Y he usado el telescopio para acercar las palabras a mis ojos, a todo tipo de ellas y os puedo asegurar que existen. La palabra “vinagre” no es el vinagre. Esto lo dicen unos. La palabra “amor” es el amor, dicen otros. Y si se calla la primera seguimos echando el vinagre en la ensalada. Y si ocultamos la palabra “amor”, “te amo”, nuestros sentimientos crecen, se intensifican y nos volvemos tarumbas o escribimos.

He comprobado a lo largo del tiempo cuestiones evidentes, como es que las palabras han arrastrado a millones de personas a la guerra por los siglos de los siglos. Excitan la sexualidad, igual que algunos silencios de colorines, otras emocionan o dan miedo. Todas ellas nos trasportan a otros mundos, nos engañan o nos hacen ser más libres.

He perseguido a todos los cuentos, para saber dónde se guardan. Recuerdo todos los que me contó mi abuela, el del pastorcito mentiroso, el del patito feo, el del gallo Kiriko, el de Blancanieves, Pinocho, el de una aventura de ida y vuelta, el de la cigarra y la hormiga, ¡ay! El de ¡Pepito Manzana!, ¡cómo me gustó éste! Siempre comenzó por “érase una vez”. Fijaros qué cuento: “Érase una vez que érase una vez”. Y es que hubo uno que siempre me contó, pensé que para reírse de mí. Pero me he dado cuenta de que me estaba aportando una pista para la pregunta que años después me he planteado. Ese de “érase una vez María Sarmiento que se comió un pimiento, ¿quieres que te lo cuente otra vez?” Perdonad que lo cuente, pero es que esto es un cuento, el cuento de los cuentos que se cuentan para saber dónde se guardan. Yo decía “¡sí!” y mi abuelita me contestaba “No te digo que digas que sí, sino que érase una vez María Sarmiento que se comió un pimiento, ¿quieres que te lo cuente otra vez?” Pues entonces decía que ¡no! Y ella ¡otra vez!: “No te digo que digas que no, sino que érase una vez María Sarmiento que se comió un pimiento, ¿quieres que te lo cuente otra vez?” Me di cuenta de que daba lo mismo la respuesta, una vez, otra y otra hasta que me cansaba y ¡a la cama!

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Al pensarlo he averiguado una cosa: Las palabras existen. ¡Pues claro!, ¿dónde está la enjundia?, ¿cuál es el busilis de semejante descubrimiento? Os lo voy a contar, para que deje de ser un secreto y sepamos quienes somos, creyéndonos algunos ser escritores, cuando somos escritos que hacen las palabras. Sí.

Érase una vez… No, no, no. Érase una vez ¡no! Simplemente una afirmación tajante y contundente: “Lo primero fue el Verbo”. O érase una vez el Big Bang, un sonido tremendo que nadie oyó porque no hubo nadie. La expansión del mismo fue dando otros sonidos, y otros que nadie oía y se formaron las palabras, infinitas, sin que nadie las leyera, ni tocara, ni viera, ni oyese. Nada ni nadie las relacionaba.

Por casualidad o porque el Verbo fuera un todo, ¿quién sabe?, las palabras se juntaron unas con otras, y las letras, pero siempre en el vacío. Hasta que hicieron el viento, y el agua, y la tierra, y los animales y de aquel magma de la evolución surgió la conciencia, que para existir se hizo Hombre, se trasformó en una célula de lo que tras millones de años dio origen al ser humano. Los códigos genéticos son trozos de palabras, letras unidas en el ADN que nos producen a su imagen y semejanza. Pues esas personas hechas por las palabras las escucharon, las escribieron, las dieron vida, pero se apoderaron de ellas, la soberbia, la codicia, que son a su vez tales palabras: “soberbia”, “codicia”, “vanidad” hechas Hombre. Pero también las demás: “Solidaridad”, “bondad”, “amor” y todas las demás que escuchamos, que decimos, que vivimos. Y las dieron forma de poesía, de cuentos, en formato oral, escrito o de ordenador.

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Al querer saber dónde se guardan los cuentos descubrí que son éstos los que nos guardan a quienes los escribimos y a quienes los leen o escuchan. Porque las palabras existen. ¡Que tontas somos las personas, al creer que eso de que el principio fue el Verbo era una metáfora!  No. Las palabras nos hacen, son las que “escriben” o “fabrican” a los seres humanos y nos guardan en sus historias, que creemos que las contamos o que las sabemos, o que las escuchamos.

Mirad a vuestro alrededor, miraos por dentro, ¡estamos rodeados de palabras!, somos su creación. Ellas nos liberan como Prometeo, pero nosotros las esclavizamos y hacemos creer que son nuestras. ¡No! Ellas nos fabrican para que las escuchemos, digamos o escribirlas.

Fui a hacer un cuento y no encontraba las palabras, ni siquiera una historia, de repente me puse a escribir, empujado por algo que me dictaba. Ni siquiera esto, ¡no! Me dió pánico saber la verdad. Yo estuve guardado y escondido, hasta que me di cuenta de que un grupo de palabras me encontraron. Otras muchas me crearon al hacerse pasar de mi padre a mi madre de ésta a él y en esa atmósfera de amor se consiguió el milagro de la vida. Ellas crean a los seres humanos, nos guardan en su regazo, en sus racimos de versos y en sus jardines en flor.

La pregunta que se hacen es ¿dónde se guardan los seres humanos?, y nos buscan, pues estamos perdidos husmeando cuentos, queriendo hacer ver lo que escribimos o que se oiga lo que decimos. Simplemente podemos contar los cuentos y escribir lo que sucede en ellos, sin saber nunca lo que son porque para eso nos guardan. Y nos traen a Cuenta Cuentos Contigo haciéndonos creer que somos nosotros quienes entramos acá. Bienvenidos.

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