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Es una señora que vive sola. Sentada en una silla de ruedas, con un brazo inmóvil y deforme por culpa de una trombosis que sufrió hace casi cincuenta años.

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Su casa es un castillo de aire lleno de recuerdos y sombras. Una chica le lleva la comida y hace la limpieza de la casa, le acuesta y levanta de la cama.

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Es una señora que vive sola y apenas ve más allá de los tiempos de su niñez, cuando vivían sus hermanos y tenía amigas con las que jugaba. Habla sola de su juventud y conversa, sin nadie a su alrededor, con vecinas de antaño en sus respectivas casas. Cuenta de un novio que le llevó unas flores y a él le llegó la muerte en la guerra civil. Ella se casó para siempre con su quimera y con el amor ausente.

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Es una señora que vive sola y se cuida a sí misma, como ella años atrás cuidó a los enfermos, pues fue una de esas chicas jóvenes de bata blanca en el hospital, durante los años de la posguerra. No le dieron las balas, pero sí el destino. Le tocó el azar de sabor azafrán que se hace aroma de zalea cuya sustancia es sangre. Si la suerte le dio un sino especial no se sabe, pero fue, sin duda, azagaya.

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Aún canta himnos a la patria y reza a los ángeles del cielo, y Dios es su Dios, para ella sola: “Dios mío, Dios mío”. Todavía el obispo, que pasó una vez delante de la puerta de su casa, sigue pasando cada día. Postales, estampas, estatuillas y cuadros se hacen altar en su soledad que, sin embargo, continúa rodeada de los niñas que juegan con ella al corro. Y con Camino, que le hizo trampa una vez que le empujó. Y las mozas que hablan de casamiento y haciendas. Aún vive con ella su abuela, y su madre y un perro, al que ella le sigue llamando “Mandarín pirín pinpín”. Se ha ido, cada día se va, y no ha vuelto. Ella le espera con santa paciencia, porque sabe que cuando tenga hambre volverá.

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Y apenas tiene tiempo para echar de menos salir a la calle y otros asuntos de sociedad, ya que ocupada está bastante desde que se levanta hasta que se acuesta, sin parar de conversar para dar vida a su vida.

Para no perder el tiempo tiene un imperdible que su mano, torpe y temblorosa, trata de poner para cerrar la bata, donde no llega el último botón, y es que hay que ser recatada.

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Da lo mismo que la radio chirríe o que el televisor esté borroso, o que esté encendida la estufa y las ventanas abiertas, ella se afana en cerrar el imperdible y cuando lo ha conseguido se empeña en abrirlo. Así un día y otro día, y otro, y otro día. Con esta tarea desde hace quince años, más o menos.

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A pesar del tiempo transcurrido no ha adquirido maña suficiente, porque es difícil hacerlo con una mano temblorosa, y más es lograr cerrarlo sin pincharse.

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Es una señora que vive sola, de pelo cano y con su silla de ruedas. Siempre piensa que en cualquier momento morirá: “cuando Dios quiera” y canta el Dainos, “dainos señor buena muerte por tu santísima muerte y sin pecado concebida sea la virgen…”. Mientras tanto vive sin perder el tiempo, como todo el mundo, ocupada en sus labores: el imperdible.

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El imperdible del tiempo por Ramiro Pinto se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Basada en una obra en www.ramiropinto.es.