El loro no sale de su jaula,
aunque la puerta esté abierta.
Incluso va a la de los demás pájaros,
porque cree que la jaula es su nido.
Para poderla ver a través de la palabra
y empezar a convivir unos con otros
de manera más entrañable«.
Querido amigo Jacinto:
Hace más de treinta años que no hemos vuelto juntos a Madrid ¿Te acuerdas? Vinimos a ver a Lina Morgan con nuestras respectivas parientas, la mía que en paz descanse. ¡Qué fin de semana tan maravilloso! Paseamos por el barrio de la Latina, la Plaza Mayor, la Puerta del Sol. Simplemente pasear fue delicioso. Las cañas con esas raciones de calamares que nunca más hemos vuelto a probar como aquéllas.
No temas, no voy a ponerme nostálgico. Te escribo porque necesito aclarar mis ideas. No ¡ideas no!, sino lo que estoy viviendo cuando apenas han pasado unos puñados de horas, en forma de días que se hacen eternos, desde que llegué, otra vez, a Madrid.
Es imposible que puedas imaginar lo que he vivido. Yo mismo pienso que si es un sueño ¡una pesadilla!. Me pellizco los mofletes, aprieto unos dedos contra otros, compruebo las palabras que escribo. Estoy despierto y bien despierto. No he perdido mi sano juicio, supongo. Prueba de lo que digo son estas palabras, que en el peor de los casos podrían anunciar una posible locura. Ojalá fuera mentira todo lo que te voy a contar.
Mi estado anímico es que no puedo más. Pero curiosamente estoy tranquilo. En lo poco que llevo en la capital del reino, se me ha contagiado ese saber vivir haciendo como que no pasa nada. No puedo quitarme de la cabeza lo que me ha ocurrido. Si no se lo cuento a alguien reviento. Las paredes no son suficiente para hablar con ellas. No trates de valorar lo que te cuento. Para la inmensa mayoría de estos lares es normal. Te repito: no pasa nada, pase lo que pase.
Como sabes vine a ver a mi hijo, el pequeño de todos. Los demás están mundo adelante. Excepto en Navidad que me mandan alguna postal no sé más de ellos, ni recibo noticia alguna, a excepción de cuando han tenido los dos únicos nietos que tengo. Ahora ya me explico el porqué de que se fabriquen tan pocos güajes. Cuando han venido al pueblo en verano, de pascuas a ramos, entre que van a correr, a montar en bici y hacer sus ejercicios o se ponen a ver la televisión, cuando no ven todo a través de la cámara de hacer fotos, incluso a mí mismo, es como si siguieran ausentes y que nuestro pueblo no fiera más que algo raro para ellos, que ven como nosotros vimos los primeros coches que pasaron por delante de nuestras casas. Es como si no vinieran. Ya son mayores y que hagan lo que les dé la gana. No les entiendo ¡y mira que soy de los que se han querido modernizar! Si das un paso ellos han dado mil. Jacinto, hagamos lo que hagamos nos quedamos atrás.
Sobre peque, que parece bien instalado y acomodado, por lo que supe, nada sé de él desde hace cinco años. Ni postal de Navidad, ni comentarios de sus hermanos, ni amigos ni nada. Fue a trabajar a la capital y no volví a saber nada de él. No me constaba si seguiría vivo o si hubiera muerto. Ahora sé que está por ahí, no sé donde pero por ahí. Pulula en sus labores. Acabaré viéndole, supongo, que a cabezón no hay quien me gane, bien lo sabes.
Noticias suyas me ha dado mi hijo por teléfono por teléfono una secretaria, con voz de atolondrada. De esas cursis cursis. Muy simpática y amable, eso sí, pero le dijera lo que le dijese parecía un disco rayado. Muy amable, pero no me solucionó nada de nada. Llamar a su casa ¡peor todavía! Nunca está. Una voz me dice que deje el mensaje. Se lo dejé: “¡Que soy tu padre! ¿qué hostias pasa? No te veo, no te oigo”. Primero llamé una vez a la semana desde el pueblo, luego cada día. Por fin pasados un par de meses, supe algo. Casi se me sale el corazón. Oigo su voz en la grabadora: “Hola papá. Estoy muy atareado. Tengo mucho trabajo. En estos tiempos es una suerte encontrar un empleo. No puedo perder ni un segundo. Los valores de la Bolsa cambian a cada instante y tengo que estar atento. Me acuerdo de ti. No puedo atenderte. Voy y vengo, no sé cuando iré al pueblo”.
Me dijo también que fuera a su casa y que alguna vez nos veríamos. Me dejó la dirección, indicándome que pidiera las llaves al portero, al cual, dijo, le mandó un e-mail. Y me pide que ponga uno de esos en casa para estar más conmigo. ¡Yo que no sé ni lo que es esa cosa!. ¡Cojones! ¿qué es eso del mail?. Cosa de ordenadores, he podido saber. Esos aparatos que son como televisores. Ahí dentro debe de haber de todo. ¿Y a cuento de qué es más importante la Bolsa esa de la que habla, que su propio padre?
Allá que me lancé. Cogí el autobús y nada más llegar a Madrid ¡no veas! parecía que ante mis ojos estuviera la guerra civil. Unos con banderas de unos colores, otros con otras de colores vario pintos, la policía con los fusiles y las porras, en frente. Al parecer era la salida de un partido de fútbol. Al ser tal acontecimiento algo deportivo, parece que me tranquilicé. Los de acá lo ven como que es normal. Sin embargo, unos encapuchados nos mandaron salir porque iban a quemar el autobús. Como no eran independentistas los usuarios del transporte y el conductor estaban tranquilos. Yo, quieto y callado. Con la prudencia que mandan los cánones del buen comportamiento, que tanto nos inculcó doña Lola, la maestra. Nos mandaron salir, y dimos gracias de que no nos pasó nada. La policía llegó cuando el vehículo quedó calcinado. Ni para chatarra iba a servir. No hubo ninguna detención, por lo que el asunto, parece ser, no fue grave. Al menos eso dijeron los responsables de la autoridad, que se presentaron en el lugar de los hechos.
No hay mal que por bien no venga. Quedé más cerca de casa de mi hijo. El susodicho portero me recibió como si estuviera pidiendo un préstamo en el banco. A través de un cristal grueso y con una cámara de vigilancia en el techo. Mi hijo puede estar tranquilo que es difícil que le roben. Fue, aquel señor, bastante cortés. Me recordó que con un mail podría estar más cerca de mi hijo. A él le manda de esa manera mensajes de vez en cuando. Me indicó que hasta le ve la cara por una pantalla, similar a la de la televisión. “¿Cómo que le ve la cara?” pregunté, no sin cierto asombro. “En la pantalla”, me dijo. Me quedé chafado cuando me comentó que lleva dos años trabajando en el edificio y que personalmente no le conoce. «¿Qué horarios tiene mi hijo?”. He aprendido que lo mejor es no hacer demasiadas preguntas. Me dejó un juego de llaves.
La casa de mi chaval es super cómoda. Tiene de todo. Pero ¿para qué la quiere si no vive en ella? Y si carece de hijos, que edad de procrear ya tiene, ¿quien la va a heredar? Una chica suramericana viene a limpiar dos días a la semana, según me indicó el portero. Repone lo que falta en la nevera según se comunican con el mail y pagan también mediante el chisme ese. Otro día le comenté al portero que si mi hijo no come, ¿cómo es que le cambian los alimentos?. Caducan, claro. No se me había ocurrido.
Si me preguntas, en estos momentos, que si tengo un hijo te diré que no, que tengo un mail. Y es lo mejor que me ha sucedido. Al fin y al cabo no tienen nada de malo, sino de moderno. ¡Son los tiempos que corren! ¡y vuelan!. Él sabrá. A mí me sobra tanto mail, la música en el cuarto de baño, la bañera triangular con un mando lleno de botones, cuadros abstractos por las paredes, una barra de bar, muebles de diseño. Es su mundo y no me voy a meter en sus asuntos. Los demás me imagino que vivirán por el estilo.
Ni corto ni perezoso, ya sabes como soy, decidí ir a verle al trabajo. El portero me indicó el lugar y cómo llegar. A cuatro pasos. Pero cuatro pasos de acá son cientos de kilómetros de los nuestros y no te exagero nada. ¡Toda una aventura!
Lo que a continuación te cuento, por favor, que quede entre tú y yo. Sólo quiero que lo sepas. A ti y a mí nos puede parecer horroroso, pero aquí se observa con la mayor normalidad del mundo. Todo lo que sale en la tele y en los periódicos se queda chico. !Pensar que se nos ponían los pelos de punta! al enterarnos de algunas noticias. Nos parecen descabellados los atentados terroristas cuando ponen un coche bomba, o cuando un fanático se suicida para cargarse a diez o veinte seres humanos con él. Matar a la parienta de una paliza, tirar a los hijos por la ventana, cientos de muertos al mes, narrados en la crónica de cada telediario. Africanos ahogados en el estrecho al viajar en pateras.
Lo vemos a diario en la tele y lo leemos en la prensa. No es nada. Nadie hace nada porque no puede hacer nada. Sabemos solamente lo que se cuenta, algunos sucesos. He visto cosas terribles, sin que nadie se aterre. Sin que sea noticia. A cada cual le importa que a él no le toque. Que hay que darse golpes de pecho, se dan. Que hay que ir a un funeral, se va. A una manifestación, se va. Que hay que dar condolencias y lamentarse, se proclama. Que es mejor quedarse en casa, se queda uno y tan campante.
¿Qué has visto? te preguntarás. Créeme, no te exagero ni una coma. Ya me conoces. Yo al pan pan y al vino vino. A partir de ahora no sé. Al pan le llamaré cosas del pasado y al vino néctar de ambrosía para regar las amapolas. Lee y entenderás.
Para ir a ver a mi hijo a su lugar de trabajo me aconsejaron que no cogiera un taxi porque no paran de tener accidentes, hasta el punto de que no hay compañía de seguros que haga una póliza por viajar en este medio. Por otra parte si el viajero no atraca al conductor éste lo hace al pasajero. ¡Exageraciones! fue mi primera impresión, cuando me lo contaron tal cual. “¿Cómo se puede vivir así?” me pregunté yo. El ser humano se hace a todo. ¡Un autobús! Tampoco es recomendable para desplazarse en una gran ciudad. Después de la experiencia de cuando llegué a Madrid ¡ni hablar! En una de esas se les va la mano a los incendiarios y puede ocurrir cualquier cosa. Si me queman el culo me da igual que sean independentistas que no. Pregunté a una señora sobre cómo viajar por la ciudad y me metió más miedo aún en el cuerpo. Los autobuses están atiborrados de gente, con carteristas, prostitutas y drogadictos que contagian con alfileres el SIDA. “No será para tanto”, pensé. Me pareció imposible. Un poco peliculero, propio quizá de la histeria femenina. Es lo que me contaron.
¿Ir andando? Las distancias aquí son tremendas. Quería de una vez por todas ver a mi hijo. Si no a él al menos el lugar en donde trabaja, porque pensé encerrarme en su despacho hasta que llegase. Que no me dejan, pues en la puerta de la oficina, que para aguante el mío. De jubilado no importa echar a la espalda el tiempo.
Cogí el metro, pues por descarte, entendí que es el medio de transporte más seguro. No tiene porque pasar nada. Nunca he sido pesimista. Mi idea fue que de ser cierto lo que me contaron ¿cómo es que no se busca una solución? Por tal motivo me hice a la idea de que a veces las narraciones sobre la vida cotidiana se demadran y se echa con demasiada soltura la lengua a pacer. ¡Adelante! me dije.
Bajé las escaleras. Arriba de ellas un agente policial vigilaba con metralleta en mano, una visera y unas gafas oscuras. Al final del tramo de la escalera otro. “¿Adónde voy?” me dije. Pues al metro. Me sentí seguro porque con esa afán de vigilar al primero que se desmadre ¡palo!. La radio no dio ninguna mala noticia, ni la prensa, ni nada que justificase una vigilancia tan concienzuda. Es un ejemplo de que los ayuntamientos de derechas se preocupan por los ciudadanos y no sólo les cobran impuestos. Mucha gente subía y bajaba las escaleras en aquel tramo, por lo que no quise hacer elucubraciones tremebundas. Para eso están los periodistas.
Quise hablar con los dependientes que venden los billetes. Necesité hablar con alguien. Ya nadie vende. Lo hacen unas máquinas. Entonces ¿qué hacen los trabajadores?. Estar encerrados en departamentos de cristal para preservar la seguridad. Me fijé que están rodeados de pantallas para controlar con cámaras cada rincón del metro. Varias vallas publicitarias indican “un millón de cámaras velan por su seguridad”. Mediante señas una de las personas que allí estaba me indicó que comprase el vale para entrar en una máquina, sobre cuya ubicación me indicó con el dedo. Así lo hice, después de esperar unos minutos en la cola. Observé que para entrar en el recinto debía hacer pasar el billete por otra máquina.
Policías locales, policías nacionales, agentes de seguridad privada pululan sin parar por aquel lugar. Varias parejas de varones y de mujeres vestidos de paisanaje daban vueltas sin salir de allí, por lo que sospecho que son de algún servicio secreto. No iban a ningún lugar concreto. Pasean por allí. En un lugar tan grande da sensación de seguridad. Me sentí protegido. Con la cantidad de gente que pasa por allí puede haber de todo. Y, hasta ese momento, por lo que vi, no pasó nada.
Luego se pasa a un pasillo enorme lleno de tenderetes. Venden de todo. ¡Hasta droga! A poco que observé pude comprobar que en algunos tienen catálogos de armas. Me quedé sorprendido. Pensé que serían de juguetes, para que los padres y madres que pasan lleven algún regalo a sus hijos. Comprobé , no obstante, que una señora miró fijamente a un vendedor de los que tenían un catálogo. Se guiñaron el ojo mutuamente. Ella pagó con un fajo de billetes. Luego un señor de barba larga se cruzó a su lado y le entregó con mucho disimulo un paquete. Me pareció demasiada parafernalia para vender un simple juguete. Lo que no tuve claro en ese momento es que fuera algo peligroso, de otra manera ¿para qué tanta policía y tanta cámara de vigilancia?.
Visto lo visto no pregunté nada a nadie. ¡Nada de nada!. No quise meterme en ningún lío. Decidí ser cauto y seguir las enseñanzas de los monos: ver, oír y callar. ¿Con quién iba a hablar?
Recorrí aquel inmenso pasillo. En uno de los tenderetes, a simple vista y sobre una manta, una pareja hacía el amor. Nada de besitos o meterse mano. En pelotas ambos y con posturas ostentosas. Por mirar hay que pagar. Yo me escabullí, pero como se me fue la vista sin querer tuve que pagar doce eurillos de nada. Me resistí hasta que un grupo de cinco o seis jóvenes me dijeron que o pagaba o me quitaban toda la ropa y lo que llevara encima. Pensé gritar para llamar a la policía, pero como allí todo el mundo pagaba o pasaba de largo preferí no desentonar. ¡Ir a pelota tendida entre tanta gente! No, conmigo que no cuenten, si hay que pagar se paga y ya está. ¿Cómo demostraba yo que me obligaron a desnudarme si me hubieran detenido, en el susodicho caso?
Al final del pasillo otra sala enorme llena de columnas y plagada de policías armados hasta los dientes. “¡Es mi ocasión!”, pensé. Ja, ja ¡inocente de mí! Conté, muy brevemente, lo que me pasó y lo que vi a uno de los agentes. Antes de que terminase me interrumpió con el interrogante de que si me faltaba algo. “No, no me falta nada ….”. No me dejó dar más explicaciones. Me inquirió que presentase pruebas. “¡Las cámaras!”, pensé para mí, sin atreverme a abrir la boca. Me asustó su tono de voz. . Para no quedar mal miré a ver si me faltaba la cartera. En aquel bullicio no hubiera sido de extrañar. ¡No! ¡No! no se refería a eso, sino a si me faltaba algún ojo o si me habían cortado alguna extremidad. Estaba perfectamente entero y sano, por lo que me aconsejó que siguiera mi camino, que no me detuviera y que fuese adonde tenía que ir. “Oiga, pero….”, quise que se diera cuenta de la peligrosidad de algunos de aquellos puestos que vi con mis propios ojos, con el objetivo de que pasease por allí la policía. Me espetó, sin escuchar lo que le iba a decir, que lo denunciase al salir afuera.
¿Para qué tanta vigilancia? no dejé de plantearme. ¿Por qué no hay ninguno en el pasillo que es donde está el mondongo? Decidí que yo a lo mío. Cada cual que solucione su problema. Bastante tengo para mí, como para querer solucionar las anomalías de los demás. Me propuse que nada de lo que allí sucediera iba a ser de mi incumbencia. Mi objetivo único fue querer encontrar a mi hijo. ¿No crees? Mientras que a mí no me tocase nada malo, allá cada cual con su vida y su conciencia, “el que quiera peces que se moje el culo”. Me dio por pensar que si estaba yendo por el medio de transporte más seguro ¿qué sería de mi pobre hijo? Él nunca se ha metido en nada que le pueda comprometer. Es muy buen chico.
Lo peor de lo que te cuento no es lo que ha pasado, lo que he visto, sino el hecho de que suceda como si no pasara nada. Hasta el punto de que he dudado sobre si no será un producto de mi fantasía.
Bajé las escaleras mecánicas. Un joven corrió sobre ellas empujando a quien le obstaculizaba. Me pareció tan mal educado que le iba a dar un par de soplamocos, pero como todo el mundo se apartó, yo también. Por culpa de él una señora se cayó. Todos nos callamos. Hicimos como que no pasó nada. Cada cual mirábamos a nuestras peculiares musarañas. Quise acercarme para, al menos, ayudar a que se levantara. Que no se diga que los de nuestro pueblo somos gente informal sin educación cívica. Me retuve a mí mismo, no obstante, al escuchar el comentario de otra buena señora, la cual se quejó de que los familiares de la mujer postrada en el suelo dejasen que viajara en metro cuando está mal de los huesos. “Lo mejor es llamar a una ambulancia”, dijo un señor.
Me quedé cortado, primero porque hasta allí no puede ir una ambulancia. Lo segundo porque el caso era no hacer nada. ¿Por qué supieron que está mal de los huesos si nadie se acercó a verla de cerca? Fuera lo que fuere esa pobre señora necesitaba una mano. Todo pasó muy de prisa. Lo que te cuento en un montón de palabras fueron segundos, instantes. No me digas que pasó con la señora del suelo. Allí se quedó y supongo que se levantaría ella sola.
En ese mismo tramo vi al otro lado, en la escalera que sube, a un varón de unos cincuenta años pegando a su esposa, al menos en apariencia. “Algo habrá hecho”, comentó otra señora que estaba a mi lado. Fui a darle un par de gritos, porque me parecía una salvajada, cuando dos jóvenes muy bien vestidos con un traje gris cada uno, idénticos los dos, me abordaron. ¿De dónde salieron? No lo sé. Me preguntaron si creía en Dios. Me quedé impávido. ¿A cuento de que venía semejante pregunta?.
Todo mi cuerpo quedó paralizado. Se pusieron a hablar con gran entusiasmo sobre el Todo poderoso y misericordioso y sobre una Biblia americana, que como todas las demás es la que cuenta la verdad. Es digno de encomio para ellos que, sin importarme para nada qué decían, predicasen su fe sin parar. Señalé a la mujer maltratada por el hombre que iba a su lado, el cual seguía ejerciendo una inusitada crueldad, aunque ahora estaba más alejado de mi posición. Uno de ellos me dijo que se lo dijera a Dios. “Dios mío. Dios mío”, pensé yo. El otro me dijo que rezase. Me iban a dar una tarjeta con su dirección, para que les fuera a visitar.
No acabó de dármela, pues en ese momento, desde el otro lado, varias personas tiraban piedras y objetos contundentes contra las personas que estaban en mi parte. Nos insultaban. Me agaché. Pensé que sería para increpar al bestia que linchaba a su mujer. Íbamos a pagar justos por pecadores, pero por lo menos alguien reaccionaba. No, no fue eso. Fue una pelea entre enemigos, los de un lado contra los del otro, sin otra definición más consistente. Por el hecho de que unos subían y otras bajábamos ya éramos enemigos. Muchos , de un lado y de otro, iban preparados con cosas para tirar metidas en bolsas. Bastó que alguien comenzase para que los otros siguieran. Vi a dos con tirachinas. Uno de los predicadores que estaba a mi lado sacó una pistola. Un disparo. Dos. Respondieron con otro, no sé si de arriba o de abajo.
Volvió la calma. Llegué a suelo firme. El que disparó y su compañero me dieron la impresión de ser unos profesionales de las escaleras mecánicas, pues cuando terminaron, en lugar de continuar su camino cogieron la otra, y luego volverían a bajar. Unas veces sus enemigos serían los de un lado y otra los de otro. No veo mucho sentido en tal actitud. Es completamente absurdo una religión que consiste en subir y bajar mecánicamente unas escaleras. Pero hay gente para todo, te lo puedo asegurar.
Vi una cámara de las de vigilar cada rincón. Anduve despacio frente a ella, con el fin de que me vieran. Con el pulgar y mucho disimulo señalé hacia el lugar por el que iban los de las pistolas. También indiqué a otro que iba delante de mí que lanzó una piedra. Me empujó un chico que iba montado en un patinete. Caí al suelo. Al levantarme continué entre la barahúnda de personas. Miré los carteles que indican donde están las estaciones a las que se va.
Me pareció estar en una selva mecánica, silenciosa, incomprensible para mí. En medio de tanta gente una pareja se gozaba apoyados, y nunca mejor dicho si se escribiera con ll, en la pared. Me fijé que eran dos chicos, ambos con los pantalones bajados. Si les llamo la atención pensarían que soy un pervertido por mirar o que estoy contra los homosexuales. Si nadie decía nada por qué lo iba a hacer yo. No lejos otra pareja dale que te pego, esta vez chico y chica, al menos eso me pareció, pues a ella se le veía toda la pierna y las bragas rodeaban uno de sus tobillos. No sé si la amaba o la violaba. El chico llevaba una navaja en la mano derecha. Hacía movimientos obscenos mientras la mordisqueaba y penetraba. Ella gritaba, más no sé si de placer o si para pedir socorro. Mi cultura sexual no da para más. Ante la duda preferí callar, ¿qué quieres que te diga?.
Vi a otro policía en otro espacio lleno de columnas. Se había terminado el pasillo. Me acerqué para contarle lo que vi y que actuase como mejor le pareciera. Al fin y al cabo le pagan para evitar que suceda nada malo. Antes de abrir la boca me golpeó con la porra. “¡Siga su camino!” fueron sus únicas palabras. Un compañero suyo me apuntó con la escopeta para que no me parase y anduviera. Así hice, desconcertado. No supe si seguir para adelante o para atrás. Quise marcharme, volver al pueblo y mandar a la mierda ese mundo en el que parece que no pasa nada. La idea de ver a mi hijo es lo único que me dio fuerzas para continuar.
Tuve una sensación extraña., que aún ahora se apodera de mí. Lo pienso y sé que es falso, pero como sensación es real. No llevaba ni veinte minutos en el metro y, sin embargo, me parecía haber estado en él durante toda mi vida. Dejé de sentirme extraño, aunque sí extrañado, pero como si ya fuera un veterano, un hombre duro de la ciudad. ¡Un tiburón urbano!. ¿Por qué pensaba eso si siempre me he considerado un machote de pueblo? Ya ves Jacinto. Nunca te lo dije. Mi cabezonería responde a mi manera de ser. Y también te digo que aquí soy otra persona. Ahora sin que hayan pasado cuarenta y ocho horas desde que me decías adiós al partir, recuerdo el pueblo, el corral, la partida de cartas, la misa y los vinos de los domingos como si fuera un recuerdo de hace mil años. Casi casi como un anacronismo que no cabe en mi vida.
Llegué como pude al andén. Lo más apresurado que pude para no fijarme en nada. Me centré en lo mío para que nada ajeno me importase ni me interrumpiera con preocupaciones sobre las que no puedo hacer nada. Al pararme a esperar a que llegasen los vagones cerré los ojos. Demasiado silencio. De reojo miré a algunos grupos de personas. Todos los individuos eran de lo más vario pinto. ¡Bien! No pasaba nada. ¿Por qué cogí confianza para ver mi entorno? Un pardillo, ¡fui un pardillo! no tengas reparos en confesártelo ¡ay!
Una señora de apariencia normal y corriente se acercó a un señor calvo y con bigote que esperaba cerca del borde del andén. Cuando éste miraba el reloj le empujó y cayó a la vía del tren. La señora se quedó a esperar como si con ella no fuera el asunto. ¿ Todo el mundo se quedó sordo que no oían los gritos desesperados del señor?. Intentó subir. Yo me puse delante de una cámara que vela por la seguridad de los viajeros. Moví las cejas, los hombros y guiñaba un ojo para que se percatasen de que algo pasaba. Desesperado me dirigí a un grupo de jóvenes: “¿No vais a hacer nada? Necesita ayuda. ¡Vamos juntos a salvarle!”. Me sentí un héroe, sí. Un héroe necesario en aquellas circunstancias.
– Yo tengo un examen dentro de unas horas. No me puedo desconcentrar. No me dedico a salvar a nadie.-
– Yo tampoco. Si llego tarde a cambiar el turno del bar al que le echan del curro es a mí. ¡Que hubiera tenido más cuidado!.-
– Como vaya usted a declarar a un juzgado y a otro pierde todas la mañanas del mes. Es la ruina. Además, mire, ya va a llegar el metro.- dijo el tercero.
– A mí no me pagan por coger a la gente que cae a los raíles.-
¡Y llegó! me cago en diez, ¡claro que llegó! la máquina del metro y los vagones. Atropelló a esa persona. Nadie se inmutó. “¿Por qué no lo cuento todo y salga el sol por Antequera?”, me dije. “¿A quién se lo iba a contar?. ¿Qué es esto?” me pregunté. No acerté a comprender aquello que veía con mis propios ojos. Volví a dudar sobre si sería un sueño. Todo ha sido real. Demasiado real. No lo ve quien no lo quiera ver. Todavía no me lo creo yo mismo. ¿Un desvarío?. No había hecho más que empezar.
Pensé darme la vuelta y volver por donde había venido. Pero traté de calmarme, ¿volver a pasar lo que había pasado? ¡Ni hablar! De perdidos al río. Estaba tan desorientado que no supe ni adonde iba. Absorbe tanto el tumulto en el que estuve inmerso y experimenté tantos sucesos que llegué a no acordarme de mi hijito pequeño, que ya es todo un hombre.
Entré al vagón. Di codazos a los de atrás y empujé a los de delante de mí. De ellos recibía otro tanto y de los de atrás empujones. Parecíamos una columna militar que no dejábamos pasar a los que se habían quedado a los lados. Nos jugábamos mucho. En ese momento la vitalidad que genera estar rodeado de gente y apunto de entrar trastoca la voluntad e intensifica sobremanera el deseo de no dejarte aplastar. Es posible que no lo entiendas. Sólo cuando estás metido en el ajo sabes lo qué es.
¿Recuerdas el juego de la silla de cuando éramos niños? Pues otra vez a la vejez viruelas. Aquí es algo cotidiano. Corríamos para coger un sitio en el que sentarnos. Dos señoras no veas como daban puntapiés y bolsazos. A los que salieron les tratamos a patada limpia. Ellos no se quedaban rezagados. Uno escupió y el lapo le cayó en el hombro a un joven. Menos mal que iba hecho un cerdo y no se notaba. Al quedar todo lo que hiciéramos en el anonimato aprovechamos, yo también, a desahogar, la agresividad de estar tan encerrados y con tantas prisas. Sinceramente yo no tuve prisa, pero la sentía. es como si me hubiesen inyectado la prisa y la tuviera metida en el cuerpo.
Por un acto reflejo me coloqué en un asiento. Una señora se abalanzó sobre mí. No creas que me pidió perdón. “Soy una señora y usted es un grosero”, me espetó. Contesté instintivamente. Con lo educado que yo soy me dejé llevar por la vorágine. Ya no pude dar mi brazo a torcer. “Tengo lumbago, señora. Me han operado del corazón y tengo un marcapasos. Además no soy de aquí. He venido a ver a mi hijo….”, me dejó, la muy pedorra, con la palabra en la boca. Se fue al otro lado del vagón echando pestes de todos los que estábamos sentados. Lo que dije no es cierto, pero sí que me dolían los pies. Me di cuenta de que tuve ganas de hablar con alguien.
Vi que un matrimonio muy anciano estaba de pie. También una chica embarazada y un señor cojo. Hubiera dejado el sitio a cualquiera de ellos. Pero nadie se inmutaba, entonces ¿por qué yo?. Además ¿a quién se lo dejaba? Un dilema. Opté por hacer como los demás. Me hice el dormido. Cuando abría los ojos comunicaba con gestos signos de dolor, como si estuviera enfermo para que nadie pensara mal de mí. Tal artimaña alivia bastante, porque justifica estar sentado mientras que los demás no. Una joven subastó su sitio. Se lo dejó a un vendedor de unos grandes almacenes, así lo dijo durante la puja, por setenta euros. La gente se busca la vida como puede. Desde luego no es lo mismo ir sentado que de pie.
Un señor que estuvo a mi lado comenzó a hablar. Creí que lo hacía conmigo. Le escuché atentamente. Me puse a disertar al mismo tiempo como es la vida en el pueblo. El señor se levantó sin despedirse y siguió hablando sobre su monólogo. Se quejaba de que le quitaron un piso. Amenazaba , como si estuviera enfrente de él, a su presunta mujer con darle un par de hostias si le volvía a ver desnuda con el vecino. A su amigo Juan con darle un par de tiros en la cabeza si volvía a poner las manos sobre su hermana. Le vi totalmente exaltado y fuera de la realidad. Una pena. Para uno que habla, parecía no estar muy cuerdo. Nada pude hacer. Se bajó y con él más gente. Por la ventana vi que seguía hablando en alto sin que nadie le hiciera caso. Me quedaban cinco estaciones.
Se sentó a mi lado un negro. Cantaba piano piano. Cerraba los ojos y también hacía como si rezase. A mi izquierda estaba una persona que más parecía una estatua. A penas me fijé en nada más, sino de reojo.
En la siguiente estación entró sólo una persona. El resto se quedó fuera. Algo que me mosqueó. Dos viajeros que se dieron cuenta salieron por los pelos del vagón, antes de que se cerrasen las puertas. Era un hombre sin rostro. Pensé que sería el revisor y que nos pediría el billete. Yo, como soy una persona honrada, nunca tengo miedo a estos trances. Fíjate que cuando es la declaración de la renta siempre estoy con la conciencia muy tranquila. Aquel hombre vestía con una gabardina beige. Un sombrero marrón, gafas oscuras y una tela de media cubría su rostro desde el mentón a la nariz. Una mano en el bolsillo y la otra cubierta con un guante de cuero negro.
Dicho así puede llamar la atención, pero su indumentaria no es especialmente llamativa en la carnavalada de trajes y vestidos de ese lugar. Yo con el pantalón, la camisa y la chaqueta me vi raro. Casi que desentonaba. Pensé que muchos de los que me vieran sabrían que soy de pueblo. Para que te hagas una idea vi una señora, que ronda los sesenta años de edad, con un vestido blanco con lunares rojos en una tela estampada. Zapatos rojos de charol, calcetines blancos de tela hasta debajo de las rodillas. Dos coletas. Coloretes y pecas pintadas a juego con el rímel de los ojos. Y una piruleta en la boca. Iba tan contenta. Y te puedo asegurar que no llamaba la atención. Cogía la pirueta y la saboreaba con especial interés cuando le miré. Cuando nuestras miradas coincidieron interpreté que se me insinuaba. Ahora bien, no quiero ser mal pensado y te juro que no pasó nada entre ella y yo. Con tanta gente por medio acabé perdiéndola de vista.
El señor de la gabardina anduvo despacio. Miró a un lado y a otro. Cuando pasó a mi lado apreté una mano con otra, con la cabeza gacha y los ojos cerrados. Recé mentalmente un Padre Nuestro muy de prisa. Debí de intuir algo. Al llegar a la siguiente estación se dio la vuelta desde una de las puertas de salida. Sacó una pistola del bolsillo. Disparó. Cayó muerta una señora. Me estremecí. Nadie gritó ni se escandalizó, sino que se oyeron múltiples suspiros de alivio, como diciendo “a mí no me ha tocado”. Me quedé mudo ante el silencio y la quietud que me rodeaba.
Quien disparó se esfumó entre la gente que entraba y salía. Ya no miré a las cámaras. ¿Para qué? Entraron unos chicos de la Cruz Roja. Se llevaron el cadáver. Seguidamente dos mujeres y un señor pasaron la fregona y echaron un producto aerosol de un spray. El chico de la limpieza pujó el carromato con sus bártulos. Los viajeros estábamos muy contentos porque se solucionó el problema rápidamente. Con el calor y tan encerrados el olor hubiera sido nefasto. Es evidente que si este medio de transporte quiere funcionar bien tiene que ser competitivo y los malos olores espantan a los clientes.
Comencé a mirar la cara de los demás viajeros. Traté de echar un cable de confidencialidad. Labor inútil. Miraban al suelo fijamente, dormitaban o no paraban de mover la cabeza.
Al entrar en el túnel un chico de raza gitana se puso a cantar. Otro le acompañó tocando la flauta. El primero pasó la gorra. Un señor con bigote y abundante barriga fue el único que dio unas monedas. Pensé dar también, pero, créeme, estaba congelado. Todo yo paralizado. !Menos mal!. Al llegar a la siguiente estación entraron seis policías armados hasta los dientes. Detuvieron a los artistas calé. Colocaron en sus manos las esposas y se les llevaron para aplicar la ley antiterrorista. No cabe duda que desentonaron con la voz.
Quedaron dos policías, que acompañaban a un señor vestido de traje y con pajarita. Éste se acercó al señor que dio las monedas, le señaló con el dedo y la pareja de policías le sacaron a empujones al llegar a la estación. Nos miró a todos para pedir clemencia y para que levantásemos la voz ante tamaña injusticia. Él no hizo nada malo. Nada malo aparentemente. Si se piensa bien ese dinero puede ir a las arcas de los traficantes de drogas, o si los receptores del estipendio dado se lo gastan en vino pueden cometer cualquier tontería. Ahora bien, reconozco que su mirada me conmovió. No me creas tan cruel. En ese momento me hirvió la sangre, como a todo buen castellano ante las injusticias, que por muy rey que fuera Carlos V y por muy Emperador, los Comuneros supieron dar la batalla. Dije en voz medio alta, como si se me cayeran las palabras, tampoco me pidas que sea un héroe en tierra de nadie: “Sólo ha dado una limosa”.
El señor de la pajarita se acercó a mí. Temblé. Encima me entró un retortijón que tuve que aguantar como pude. Me bajó con el dedo pulgar el párpado de bajo de un ojo y luego del otro. “Se lo digo por si le sirve de pista”, comenté. Pensó no sé el qué y se fue. Se cerraron las puertas y no creas que nadie aplaudió. A lo lejos escuché una voz que me llamó gilipollas porque por mi culpa se había retrasado veintitrés segundos más el metro. ¡Bueno! dos señoras muy emperifolladas me aplaudieron discretamente, sin que se oyese demasiado, discretamente, pero de manera manifiesta. Les saludé cortésmente, con un gesto de complicidad. Otra vez el silencio y la quietud. Si alguien saca una foto en este instante que te acabo de describir, todo normal, no se detectaría que hubiera ocurrido nada de nada.
Hasta llegar a mi destino apenas unos cuantos incidentes sin importancia. Viajeros que echaron a patadas a uno que se puso a fumar. Anécdotas, como la de un chaval que se puso en paños menores para hacer una exhibición de culturismo. ¡Qué musculatura! Se le notan todas las venas. ¡Impresionante! Vi que un señor con bigote, vestido de lo más elegante robó una cartera a otro y también a una señora del bolso.
Una pareja joven no dejó en todo el trayecto de besarse en la boca y meterse mano. Me pareció una inocentada a esas alturas del trayecto. ¡Ah! un chino, o de esos de raza oriental, iba colgado de la barra, con los pies en el aire. Era para que no le pisasen, supongo, aunque fue un poco fantasma al ponerse a hacer fondos para mostrar su fuerza y habilidad. Nadie le decía nada, aunque resultase molesto, porque con estos medio chinos hay que tener cuidado, no sea que sepan karate y te dejen en el sitio con una patada en la boca. ¡En fin!.
Jacinto, lo más grave de todo no es lo que vi, sino mi impavidez. Todo me llegó a parecer normal. Ahora que lo pienso no sé si lo es o no.
Al salir a otro pasillo hubo una barricada en llamas. No veas la que se montó. En un lugar cerrado como aquel es peligroso. Los amotinados gritaban “¡no pasarán!”. “¿Quién?” me pregunté para mis adentros, ¿quién no pasará? Al fondo vi una pancarta en la que se lee “OTAN no”. ¿No han pasado casi veinte años?, pues ahí están todavía dale que te pego. Los servicios de seguridad fueron efectivos. Hicieron un pasillo con sus escudos para que los viajeros pasáramos sin que nos ocurriera nada grave. Al recorrerlo tuve que aligerar porque no paraban de dar porrazos. Lo hacían por nuestro bien, para que no nos detuviéramos. Yo ya no estoy para esos trotes.
Todavía tengo tres moratones en la espalda, uno en el muslo, un chichón y dos dedos de la mano derecha fracturados. Al salir de ese pasillo policial un servicio de socorro ofrece su ayuda humanitaria. Acompañan su labor varias ONG, una me dio un caramelo. Cogí un esparadrapo, mercromina y algodón para curarme yo solo. A una chica le operaron allí mismo de apendicitis por quejarse del dolor. Definitivamente aprendí a callar.
Fui todo lo rápido que pude para salir cuanto antes. Mira que cojo buen ritmo, pues parecía el tío fati comparado con el resto. Algunos corrían vestidos de atletas olímpicos. Uno joven rubio que tocaba el violín cayó fulminado, supongo que por un infarto al corazón. Todo forma parte de un paisaje unitario en el que nada sobra y nada falta. Me paré para verlo, para despertarme si es que soñaba. “Chissss, chissss”, llamó mi atención un joven barbudo que leía apoyado en pared. Le miré y él me miró. Se me fue el santo al cielo y me olvidé del violinista fallecido. “Es lo que es”, me dijo ese melenudo y barbudo, bastante desaliñado que estaba descalzo. Me pareció un poco guarro pues el olor a pies no tienen porque recibirlo los demás.
Cada uno que aguante lo suyo. Me fui a todo meter. Su frase dejó huella en mi memoria. La repetí mentalmente como si de un eco se tratara. “Es lo que es”, “es lo que es”. De repente me puse tan contento. Es como si descubriera la fórmula de ese lugar: “es lo que es”. “¡Pues sea!” me dije. No voy a ser yo menos que nadie, y seguí adelante con más ilusión. Unas cuantas horas me parecieron siglos.
Una pareja joven me llamó justo antes de salir del pasillo. No supe qué hacer, pero parecían majos, con cara de inocentes. No me dio tiempo a preguntar qué querían. Si me pedían limosa estaba dispuesto a darles algo, sobre todo para evitar un posible lío. Al fin y al cabo sentí alivio de que alguien diera señales de vida con algún gesto comunicativo. La chica me dijo al oído que yo estoy un poco gordo. Me miró y puso cara de asco.
El chico que iba con ella, me ofreció, también con sigilo, unas hierbas. No supe qué hacer. “Estoy algo gordo, ¿y qué?”, me dije. Mi respuesta fue pedir disculpas mediante gestos. “Soy como soy”, pensé. Pero preferí decirles la frase que me dio ánimos del melenas que leía apoyado en la pared: “es lo que es”. “De eso nada. Eso es más antiguo que la tarara”, dijo la chica. “Eres lo que quieras ser. Sé tu mismo”, añadió el chaval. También tenían razón. Les pregunté que qué podía hacer. Me hicieron practicar unas flexiones de piernas. Dar unos saltos y luego ella me besó. Él me vendió unas hierbas por cuarenta euros, más seis de IVA. Los consejos fueron gratuitos. No creas que me dolió en prendas.
Me sentí más ligero, más yo mismo, anduve con más soltura y eso que no abrí el paquete. Sospeché que podrían registrarme al salir y lo tiré en una papelera. Lo hice con disimulo, para que las cámaras no se dieran cuenta. ¿Querrás creer que me sentí incomodo? Al pasar por ellas me preocupaba que los vigilantes me vieran un poco gordito. Nunca me ha importado, pero me dio por pensarlo sin querer.
Fui a salir, ya de una vez por todas, cuando a menos de un metro de las puertas de salida, que dan a otro espacio lleno de columnas, sonaron las alarmas. Focos blancos, azules y rojos se encendieron, los últimos de manera intermitente. “¿Que ha pasado?”, me pregunté. Se me puso la carne de gallina, pensando que venían a por mí. “¿Qué habré hecho?”, si te digo que hasta me entraron ganas de llorar. Más de cien policías apuntaban con sus rifles a diestro y siniestro sin dejar que nadie se moviera. “¡Me han pillado!”, me dije. Traté de calmarme pensando que buscarían a algún asesino, pero la angustia palpita sin remedio. “¿Y si le confunden conmigo?”, no sería el primer caso. Es tal la cantidad de gente que pasa por allí que vete tú a saber. El asunto se aclaró, pero no nos dejaban mover. Las fuerzas de seguridad no pararon de espetar gritos marciales.
Cogieron a un chico marroquí. Asunto de drogas, deduje. No. Me equivoqué. Se había colado. Saltó la puerta sin pagar el billete. La eficacia de la policía del metro fue total. Intervino al momento. Nos hicieron esperar hasta que llegó un juez peinado con gomina. Le llevaron un sillón y se puso a emitir justicia in situ en aplicación estricta de la última reforma judicial, que debe ser esa que tanto salió por televisión. Lo de los juicios rápidos, ya sabes. Aquí, en la capital, todo llega antes que a los pueblos.
“¿Hay algún abogado?”, gritó uno que le acompañaba al señor juez. Cientos de dedos índices señalaban a otros tantos individuos, pero ninguno levantó el brazo para decir, “aquí esto yo”. El juez señaló a uno de aquellos. Le dijo “tú le defenderás”. Y se presentó al juez. Se llama César. Debe ser el turno de oficio. El letrado de la defensa hizo un bonito alegato en defensa del detenido. Efectivamente pudo ser que pasara porque se le cayó algo y luego iba a salir. ¿Pero qué fue lo que se le cayó?, ahí perdió fuerza la defensa. El chaval de Marruecos metió la pata, pues dijo que no se le cayó nada.
El letrado insistió en que podría estar buscando algo. El marroquí volvió a meter la pata. Dijo que no tiene dinero. ¡Pues que fuera andando! gritó alguien, el cual dejó claro que él paga los impuestos. El chico marroquí fue honrado, pero no sabe de leyes. El fiscal, que era el que llevó el sillón para el señor juez, también tenía su parte de razón. Si buscaba algo allí dentro que pagase el billete como es menester. Si se deja cometer un delito con cualquier excusa se acaba justificando cualquier acción antisocial. El letrado se limitó a pedir eximentes para bajar la condena. Advirtió, certeramente, que la ley prohíbe la mendicidad callejera, luego no podía ponerse a pedir. El fiscal se rió de él, ya que explicó, también certeramente, que en el metro no hay calles sino pasillos. Luego mendigar allí hubiera sido menos delito que colarse. El juez pidió que no se divagase.
Tuve la sensación de que si pagas el billete hagas lo que hagas no pasa nada. Ahora bien, puedes ser un santo que si no lo pagas te la juegas. Respiré con alivio por ser un ciudadano cívico y ejemplar. Ya nos los advirtió el maestro, don Esteban: “no las hagas, no las temas”. De no haber pagado el billete ¡en vaya lío me habría metido! La honradez ante todo.
Llegó el momento de los testigos. “¿Me preguntarán a mí?” ¡si no vi nada! Vaya compromiso. Me tocó. El juez amenazó diciendo que a quien no testificase sería también culpable por cómplice. No fui el primero. Los demás le vieron colarse, al menos eso dijeron, pero yo no. “Jura decir la verdad y nada más que la verdad, etc, etc…” Mientras juré pensé que podría haber una red de tráfico clandestino de marroquíes en el metro, que se ayudasen unos a otros. ¡La madre que le parió! vaya lío y vaya responsabilidad, sin tener yo nada que ver en aquel asunto.
Mi contestación fue ambigua y cierta. No me gusta mentir. “Yo no he visto el billete del chaval”, dije. Al resto de los viajeros tampoco, pero el abogado tenía prisa y los demás también y no íbamos a estar allí horas y horas. Justicia rápida y para todos que para eso se aprobó la reforma. Yo no quise jaleos. Lo que quería era ir a ver a mi hijo y salir de allí cuanto antes. Lo del chaval una pena, la verdad, pero no es mi problema. Soy testigo, eso sí, de que se cumplieron todos los requisitos procesales del procedimiento jurídico. Tuvo un abogado, justicia gratuita y, las cosas como son, no enseñó el billete. Luego se coló. Indudablemente se coló. Así lo estimó el juez después de estudiar el asunto.
Para hacer una justicia más cercana al ciudadano metieron una cárcel, un armario enrejado, allí mismo y le colocaron por unos cuantos días. No iba a estar tan mal, pues tenía derecho a comer y beber. No es tan inhumana la justicia, como a veces sale en algunas películas. No vi que se le torturase ni nada. Se le trató con el máximo respeto. Él mismo reconocería, a poco que lo pensase, que fue culpable.
Me quise acercar al juez para comentarle lo que había visto en el vagón, pero estaba abstraído esperando a que le fueran a buscar y no atendía a nada. El fiscal me hizo señas de que me alejase. Me dirigí al letrado. “Para las consultas soy César punto com”, me dijo. ¡Al fin puedo hablar con alguien y que se aclare lo que ha pasado en el metro!”, pensé. ¡Ja!, me dio su tarjeta indicándome que llevase mi solicitud por escrito. Por esa gestión ya me cobró noventa euros. Le pagué con gusto porque al menos me hizo caso. Lo que pasa es que no pensaba volver a verle.
Igual que yo hay mucha gente que ha visto lo mismo, ¿por qué tengo que dar la cara por los demás?. Estaba punto de salir y lo que yo quería era ver a mi hijo pequeño. Me quedé ciertamente un poco …. no sé como decirte, un poco con mal sabor de boca, con cierta inquietud, zozobra existencial porque me volvió a la cabeza la idea de que me vieran un poco gordo. Incluso al testificar me miró mucha gente y la verdad es que me sobra algo de barriga y también papada. No debí de haber tirado esas hierbas, aunque, claro, podía ser algo malo. Deja, deja, ya haré algo de ejercicio y comeré menos. No me había preocupado hasta ahora, pero no me siento a gusto con mi gordura.
Salí por una puerta metálica. No se había cerrado cuando una señora me aborda con una pregunta inquietante: “¿Usted a quién mataría de los que están aquí?”. Me quedé helado. “Yo que sé señora, ni me importa”, pensé. Pero también elucubré que a ver si en el último momento me iba a suceder algo. No supe si seguirla la corriente unos minutos o marcharme a toda velocidad. Había vuelto la calma. Hasta uno encerrado entre rejas, de esas cárceles cercana al pueblo, para llevar la justicia a la vida cotidiana, dejó de dar la paliza con sus gritos lastimeros. Pobre chaval, lo que ocurre es que no se puede ser pesado en la vida.
“A nadie”, contesté estratégicamente, que ni ilustre ni sabio soy, ni por ello me tengo, mas sí de no faltarme el, practico y necesario, sentido de lo común. Me agarró del brazo, con cierta insolencia para que no me fuera, tal como fue en verdad mi intención. “Pero, ¿si tuviera que elegir?”, insistió la señora. ¡Otra pesada!. Vaya preguntita más comprometedora. “No hablo con personas desconocidas” iba a decir y largarme. Algo que intuyó ella. Estornudó falsamente como seña para que se acercaran cuatro matones. Le atendieron por si yo le ofendía o molestaba.
Reaccioné con rapidez y hasta cierto punto fui intrépido, debo reconocerlo, o ¿tal vez sagaz?. Le pregunté que si se trata de alguna encuesta o su pretensión era vender algún seguro. ¿Qué para qué tenía que responder? te preguntarás ¡Simple curiosidad!. Es asombroso. ¡Ya son ganas de querer complicar la vida a los demás! No me parece muy normal que te aborden con semejante interrogatorio. ¿Pero qué fue normal en todo el trayecto?. Me propuse colaborar por si fuera un detective o alguien que trabajase para algún servicio de inteligencia ultrasecreto. Me sentí importante, ¡mira por donde!.
“Dése prisa. No querrá que esté toda la mañana con usted”, me increpó. ¡Mayor insolencia imposible!. Sus guardaespaldas pululaban por allí. Iba a señalar a uno cualquiera, pero ¿y si me preguntaba el porqué?. Señalarme a mí podría ponerme en peligro, por si era el objetivo del siguiente atentado, o más bien suceso, porque mientras que no salga en la prensa no es atentado terrorista. No quise ser la próxima víctima, sobretodo sin haber visto a mi hijo.
Estaba en esta tesitura cuando bajaron por las escaleras varios ancianos vestidos de primera comunión. La reconversión a la fe de la iglesia no está mal, nunca es tarde si la dicha es buena y más en estos asuntos que transcienden nuestra comprensión racional. Lo raro es que cantaban la canción “la barbacoa”. Tras ellos una porrela de Jordi Dan. No pocos transeúntes bailaron al ritmo de aquella música tan pegadiza. La verdad es que alegró bastante el ambiente.
¿Qué era todo aquello? La señora con la que estaba debió ver mi cara de pasmarote. Se daría cuenta de que soy de pueblo, por lo que me quedo fácilmente sorprendido en un mundo tan desconocido para mí y, ciertamente, muy raro. Me volvió, en cuestión de micras de segundos, la idea de estar gordo y tener algo de papada. Metí la barriga lo que pude, sobre todo por estar delante de una señora y porque con tanta gente si alguno se fija no es bueno dar mala imagen. Estiré el cuello para que la grasa de debajo del mentón quedara lo más imperceptible posible.
“Son los del anuncio de Galoper. Vienen de rodar el anuncio. Lo hacen cada día para que no queden en el paro”. “¡Ah!”, exclamé ante su explicación. Yo como un seta. Estuve medio atontado. Había muchas personas que se cabrearon con tanta aglomeración de Jordi Dan y ancianos de primera comunión. No dejaban andar con holgura. Pero la gente necesita trabajar. Los que más se quejaron son los que van y vienen portando un maletín. Me di cuenta de que uno de ellos pidió el libro de reclamaciones.
En la ventanilla le dieron un fajo de billetes y se fue sin firmar la queja. En realidad demostró que repetir tanto el anuncio ciertamente evita aumentar el paro, pero incrementa la inflación. Le pagaron para que no hiciera declaraciones en la prensa. Se me ocurrió hacer lo mismo, pero sin venderme ni coger una peseta. Sólo pedir el libro de reclamaciones para escribir en él lo que había visto y que ahora te cuento. Desistí de tal pensamiento. No quise problemas, Jacinto. Quería salir cuanto antes de aquel lugar. No pienses que renuncié a mi talante cívico por ser un desalmado.
Me fui a escabullir cuando la señora volvió a la carga: “No ha respondido a mi pregunta”. En ese momento se acercaron tres encapuchados. Uno de ellos con una hucha entre las manos. Hice como que no les veía. Me estaba saliendo cara la broma de los que piden en el metro. No me extraña que haya pobres, a semejante ritmo te despluman. Uno de los otros dos apoyó la punta de una pistola en mi espalda. “Es mejor que pague”, dijo la señora, que, por cierto, me aclaró que se trata de un impuesto revolucionario, para mantener la seguridad en el metro. El tercero de los encapuchados apostilló: “También y como esencia de nuestra lucha para la liberación del metro, señora. Queremos que el subsuelo sea libre e independiente de la superficie”. La señora sacó su monedero y metió un billete en la hucha. Yo hice lo mismo.
Sin darme cuenta dejé de apretar los músculos abdominales y explayé mi fofez. Nunca me había preocupado, pero desde que compré esas hierbas me acomplejo que no veas. Pero también pagar por una seguridad que brilla por su ausencia y no digamos por separar el subsuelo de la superficie urbana. ¿Te imaginas a los mineros de nuestra zona independizándose de afuera? Tendrían que pagar la aduana para salir del truyo. es mejor no pensar demasiado, si estoy gordo pues lo estoy y punto.
Cuando se alejaron esos revolucionarios la señora maldijo contra los cobardes que ceden al chantaje, contra quienes colaboran con los actos vandálicos pagando las exigencias de unos terroristas. Insistía en que no había que pagar. “¿Dónde estaban sus guardaespaldas?” me pregunté, y ¿por qué pagó, en apariencia voluntariamente? Vi con mis ojos como ella sacó un billete de su monedero. Sin embargo por decir lo que dice se considera una heroína y yo quedaba como un imbécil, un cobarde y un mal ciudadano, por hacer lo mismo que ella, pero no decir lo contrario. Yo no hubiera dado ni un duro, pero como la vi a ella preferí seguir la corriente. Ya sabes, donde fueres haz lo que vieres.
Me sentí más cercano a ella, después del rato que llevábamos juntos. En tales circunstancias casi casi que éramos íntimos, amigos. Esperé que me dejase tranquilo. Con los dedos de la mano me inquirió para que me diera prisa en contestar. Se chocó con nosotros una joven que escribía mientras que andaba. ¡Como no se iba a tropezar si va sin mirar!. “Perdonen. Me gusta escribir y ser creativa«, dijo. Había visto a muchos leer el periódico o algún libro en los vagones, abstraídos con sus lecturas y de paso sin dejar el asiento a nadie. “A mí que me importa”, pensé en ese momento. Me quedé callado. Los Jordi Dans se dispersaban y apenas quedaban a la vista tres ancianos de primera comunión. Me fijé que había varias personas sentadas en posición de loto y otros soltaban discursos. Hubo gente que se paró a escuchar qué decían. Lo que me extrañó, sinceramente, fue ver a un pintor que no dejaba de dar pinceladas sobre el caballete, más parecía que dirigiera una orquesta. No usó colores ni nada. Movía el pincel, sin más.
Sin preguntar nada le escritora se dio cuenta de que me había llamado la atención ese artista. Me contó que es un pintor del movimiento, por lo tanto contemporáneo, de esos que van a los museos musac. “¿Cómo es posible?” pregunté en voz alta. “Es la esencia del arte abstracto, cuanto menos se vea más abstracto”, respondió la chica. La señora de la preguntita, sobre a quien me gustaría matar, empezó a decir que yo era un ignorante. Me di cuenta que se indignó. Efectivamente. Me recriminó que no le contestase y sin embargo divagase con la escritora por ser más joven. Algo absolutamente falso, pues no fue esa la razón. La escritora medió para que no nos peleásemos: “Escribo para perder el tiempo. Es una forma de liberarme” dijo. “¡Vaya pamplinada!” me dije. Sin esperar respuesta alguna se fue para chocarse con otro. Algo que debía ser frecuente, pues sus gafas estaban bastante rotas y deformadas.
“¿Me contesta o no?. Estoy viendo que es usted un grosero y además un discriminador”. sentenció la de la preguntita. ¡Caramba con la señora!. Encima de que no la mandé a la mierda con exigencias. ¡Lo que hay que aguantar!. Dijo más, ¡insolente ella!: “Encima parece que me está haciendo un favor. Es usted como esa pelandrusca a la que le gusta perder el tiempo. El tiempo es oro amigo mío. Carpe diem, carpe diem”. Quedé pasmado ante la prepotencia de esa mujer. Estuve a punto de estallar. Iba a cantarle las cuarenta y llamar a un juez. ¿Para qué? Me quedé bloqueado, sin saber qué decir ni qué hacer. Por fin reaccioné, todo esto en cuestión de segundos: “A un Jordi Dan. mataría a un Jordi Dans. Hay muchos”. “Luego usted está a favor de la clonación. ¿O está en contra?” “¡Y yo qué sé!. Yo qué cojones sé que es la clonación”, dije para mis adentros. Pero callé e hice el ademán de irme.
“¿Y si no hubiera ningún Jordi Dan?”, insistió, no sé con qué intención. Me daba lo mismo. Iba a terminar de una vez. Contesté por acto reflejo: “A uno de esos ancianos de primera comunión. Hay muchos”. “Seguro que a usted le obligaron a hacer la primera comunión cuando fue pequeño”, dijo ella. “Sí, supongo que sí. Como a todos los niños de la época”, respondí aún consciente de que semejantes observaciones de su parte no vinieran a cuanto. Mostré cierto enfado en mi tono de voz. Le dio lo mismo: “Sin darse cuenta usted quiere matar a sus padres”, sentenció. ¡Insolente! Esta vez no me callé: “Mis padres están muertos desde hace muchos años y Dios les guarde”. “Peor todavía”, ella erre que erre. Estuve a punto de darle una mandanga. Me detuve para no ser acusado de malos tratos.
Se acercó una chica muy educadamente, las cosas como son: «Disculpen. He oído una parte de su conversación y me ha parecido un poco machista”. “¿Qué?” exclamé no dando crédito a lo que oían mis oídos. ¡Lo que me faltaba! No veas. El colmo ya de los colmos. “Por favor déjé hablar a esta chica ¡grosero y energúmeno machista”, dijo la señora haciendo la pelota a nuestra nueva interlocutora. La chica prosiguió: “No quiero meterme en sus asuntos personales. Pero hablan de padres de manera genérica. Hay que decir madres y padres, hijos e hijas, varones y mujeres, amigos y amigas para no sentirnos discriminadas las mujeres. Les agradecería mucho lo tuvieran en cuenta en sucesivas conversaciones. Muchas gracias”, y se fue.
La señora se puso a aplaudir ostentosamente y a felicitarla. Cuando se alejó la puso a parir, dijo que si eran todas esas unas zorras, unas provocadoras que lo que tenían que hacer es estar en su casa. Le hice notar su contradicción, a lo que me comentó que es mejor llevarse bien con ellas, las feministas, porque si no le hacen a cualquiera la vida imposible. No se lo dije, pero a mí la que me daba la lata realmente era ella. La otra fue muy correcta y comedida. Le iba a decir “bien, “bien”, pero no me dio tiempo. ¡Qué ocurrencia más buena tuve! ja, ja, ja, de ponerme de parte de la chica. Verás que a pesar de todo lo que te cuento no he perdido la chispa. Lo que me inquieta en verdad es que parece que me sobran unos michelines. Pero sigo.
De repente aparecen una jauría de fotógrafos. Las luces centelleantes de sus cámaras parecieron relámpagos. Seguían a una famosa o famoso que andaba por allí. Aquel revuelo no hizo desistir a la señora. Yo ya me estaba impacientando. Soy un caballero, pero todo tiene un límite. “¿Y si estuviéramos usted yo solos? ¿A quién mataría?, volvió a interrogarme. “¡A ninguno!”, me mantuve firme en mis convicciones. “Nos con vos jugamos a dos, ¿vos con nos?”, ¿qué quiso decir con esa frase la señora?. No lo sé. Me quedé con la boca abierta. Tal debió ser su intención, porque arremetió nuevamente: “Tiene que elegir a uno”. Tanto me cabreó que dije. “¡A usted!”.
Me dieron ganas de decirle que incluso con gusto de lo harto que estaba. . “El egoísmo humano es la fuente del Mal”, dijo lastimeramente mientras que se fue como una bombilla apagada seguida de sus cuatro guardaespaldas. Repitió la frase como una letanía. ¿Para ese viaje tantas alforjas?. Ya lo ves Jacinto.
A través de una puerta de cristal vi la claridad de la calle. ¡Qué alegría tan inmensa! Me daba lo mismo todo lo que había pasado. ¡A la mierda! iba a salir y olvidarlo todo. Me quedaban no más de nueve pasos para franquear la puerta cuando una ráfaga de metralleta irrumpió en aquella inmensa sala. Me tiré un pedo. ¿Por culpa de mi sobre peso? No. De miedo. Y me contuve de cagarme apretando el abdomen todo lo que pude. El pis se me fue un poco. Lo que nadie podrá es decir que soy un cagado. Aguanté como pude. Me quedé quieto, también para disimular. Estuve muy apurado de que se dieran cuenta sobre que me había tirado un gas oloroso. Esperaba que nadie se percatase. Actúe como si no pasara nada de lo del pedo. Por lo demás estuve quieto como un muerto. Imagínate que vergüenza que supieran lo que hice. O que alguien preguntase, ¿quién se ha tirado ese pum? Me habría puesto colorado y me habrían descubierto. Si encima me preguntan que de que pueblo soy la vergüenza y el oprobio iría a parar a nuestra región. Lo siento por lo mal que lo pasé. Pero no temas. Pasó desapercibido, o al menos nadie me descubrió. Menos mal.
No pasó nada. Las ráfagas fueron un reclamo publicitario. “Bebe Cocacola” dijo el de los disparos. Frase que repetía cada vez más alto con la consiguiente ráfaga. Me di cuenta que tienen que llamar la atención como pueden. Los carteles entre tanta gente ya casi no se leen. Me entraron unas ganas enormes de beber algo fresco. Un vaso de vino con gaseosa repleto de cubitos de hielo. ¡Eso si que está bueno!.
La guerra comercial estaba por estallar. Se oyeron voces clandestinas que decían otras marcas: “¡Bacardi!”, “¡Viva la Pepsicola!”, “Bebe zumo de Super”, “Trinaranjus”. “¡Tintorro!” dije yo emocionado al recordar un trago de buen vino en la bota, bajo la higuera del portalón. Te juro que se me escapó. Lo mismo que lo otro que ya sabes. Un silencio sepulcral me vino a delatar. Dos señores se acercaron y me pusieron una multa porque se había terminado el tiempo publicitario, de lo cual yo no sabía nada. Además no había sacado los permisos pertinentes. La ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento. cien euros de multa. No fue lo peor, sino los insultos que tuve que aguantar. Desde “corrupto”, a “tío gordo”.
Me entraron ganas de llorar. Para mis adentros supliqué que no me llamaran pedorro, no lo habría aguantado. Paso aquel desaguisado y seguí mi camino, con la tristeza de estar un poco gordo. Aquí es un problema serio. Nunca hemos hecho caso de dietas y ahora me lo planteo muy concienzudamente.
No di dos pasos cuando un señor trajeado cantaba Ópera: “Caja Laboral es una buena inversión….”, fue la letra. Luego una señora en otra parte parecía responder con música de Zarzuela. La letra de la canción a modo de las grandezas chulapas fue sobre el Banco Santander Central Hispano. Deambulaban cantando entre el barullo de la gente. Luego el BBVA siguió con el ritmo de “Cascanueces”. Cajaespaña cantaba “Cajaespaña patria querida….”. Lo que de alguna manera me emocionó. ¡Qué música tan entrañable!. Tampoco estaba mal la de “Yo soy La Caixa del Mirlitón patatín ton ton, patatín tan tan…”. O «Caja Sur sí, sí, Caja Sur sí, sí…». Observé que al entrar en los pasillos se callaban porque substituyeron el canto por el baile. El primero se ponía a danzar ballet, otro se fusionaba a, creo que era Caja Duero. Juntos cantaron eso de “Caja Duero oh ye, ye ye…”. E hicieron un pareja formidable de baile flamenco. La de Caja Asturias llevaba en el maletín un traje de sevillana que la quedaba perfectamente. Se ve que cuentan con dinero porque el maletín lo dejó tirado en el suelo. No tardó en desaparecer.
¡Una Odisea! “Esto es cultura, para que luego digan que los bancos no se ocupan de la cultura popular”, dijo un señor. Dos señoras aplaudieron a lo lejos semejante actuación. Ciertamente yo nunca he oído un concierto de ópera ni de zarzuela en directo, lo cual sólo me suena por los humoristas de la tele que recogen retazos. Por primera vez he visto una actuación en directo aunque sea fugaz. “Con los comunistas a todas horas habría cultura”, dijo un joven que andaba con muletas. “Sí, pero te matan”, dijo una chica muy repintada. Yo no quise saber nada pues de política no entiendo. sabes que soy apolítico. En los pueblos votamos a las personas, no a las ideologías.
Llegué a la puerta. Me pareció un milagro. Por duro que hubiera sido el viaje y por penalidades que hubiese pasado mereció la pena, con tal de ver a mi hijo. Me entró un poco de complejo al pensar que me vería algo gordito. Pero al fin y al cabo soy su padre. Cuando fui a salir, un listo me quiso cobrar cinco euros. ¡A mí!. ¡Je! Me consideraba ya un veterano de aquellas lindes. Le dije con rotundidad que no, que ni hablar del peluquín. Y como yo otros muchos. La pena es que alguno picó. Me fui a la otra puerta que está para el otro lado. En aquella para no volver con las orejas gachas pagué diez euros, pues no me hubieran dejado salir. Al menos evité la humillación de reconocer el pago de cinco euros.
¿Para qué iba a discutir? No había otra salida, o pagas o no pagas y te quedas dentro del metro. ¡Mejor no probar en otra salida, pues a lo mejor habría que pagar más! Con la puerta abierta, sujeta con una mano y a punto de salir, una chica me llamó mediante un par de toques con el dedo. Me di la vuelta. Tiró de un cordón del vestido y se quedó completamente desnuda. Frente a mí y entre varias personas que formamos corrillo. Pensé que es una cochina, porque debió de ir todo el trayecto y andando por ahí sin nada de ropa interior. La verdad es que es bellísima. Dos euros por ver el espectáculo. A mí no me interesaba, ni quise. ¿Qué son dos euros? De perdidos al río. No disfruté de la visión pues lo que quise fue salir cuanto antes. Y no sé que hubiera supuesto no pagar. Ya ves la ciudad es muy cara. Y hay que pagar por todo.
Al salir me tope con una señora que repartía papeles sobre una cura de relax. Ofrecía masajes a buen precio. Desde luego es una necesidad con el trajín de aquel lugar. No era muy caro, pero no quise perder el tiempo. Tiré el papel de propaganda al suelo. Un funcionario del Ayuntamiento me puso una multa. ¡Con lo educado que yo soy, que ni las colillas tiro al suelo! Merecida, ciertamente fue una multa merecida. Le quise explicar que yo soy un ciudadano ejemplar. Tú me conoces. Jamás se me hubiese ocurrido.
Estuve desorientado, debí sentir eso que llaman los jóvenes “el estrés”. Doce euros. Al paso siguiente , en el tramo de la puerta de salida a la escalera, una señora se puso a hablar conmigo sobre el peligro de beber alcohol. Se trata de una campaña de prevención que hace el gobierno. Yo dije que tomo un par de vasos al día para alternar con la gente del pueblo y para comer uno más ¡no veas!. Mi salud está en peligro mortal. La cirrosis me persigue. Me sentí culpable de la muerte de miles de personas en las carreteras. Nunca he tenido ningún accidente, y Dios quiera que nunca suceda. Fue muy amable. No insistió más. Menos mal que ya dejé de fumar hace unos años. No cabe duda que es malo para la salud.
Tenía ¡por fin! un pie en un el primer peldaño. La luz de la calle era un resplandor que me transportó a los amaneceres del campo. Se me saltaron las lágrimas. ¡Qué emoción!. Dos soldados vigilaban armados hasta los dientes. Me dirigí a uno de ellos. El ímpetu hizo que quisiera abrazarle y decirle lo bonito que es vivir. Y darle las gracias por estar allí. Sentí ese impulso, pero me reprimí. Mi deber de ciudadano me hizo que le contase todo. No me escuchó. Parecía un robot concentrado en su labor de vigilancia. Mientras subí la escalera vi al final de ella a un señor sonriente que me llamaba con la mano. No debí interrumpir a los soldados. Ellos tienen que tener sus fuentes de información y hacen lo que pueden. La ignorancia es muy atrevida, dijo siempre mi santa esposa, que en paz descanse. Si todo el mundo les molesta no pueden vigilar. ¡Ay! ¡ay! ¡ay!.
El señor sonriente fue dicharachero y parlanchín. Me habló del tiempo, cuando a mí ¡qué me importaba!. Bueno, pues que si hace un día soleado, que si se equivocó el señor que da las temperaturas en la televisión y que si es el día más soleado que ha visto en toda su vida. A pesar de no ser un tema profundo de conversación y de no conocerle de nada, Me ofreció confianza. Con tal motivo le quise contar lo que había visto durante el trayecto para que pusiera algún tipo de remedio. Pero, finalmente, no dije ni media palabra, cuando expresó con miles de frases que me comprendía fuese cual fuese mi problema y la vida que hubiera llevado. para concluir que lo que yo necesitaba es autoestima y un curso de control mental. Me vendió un libro sobre saber escuchar. Es tan grande que lo tiré a la papelera. ¡Cómo para tirarlo al suelo con las multas que ponen!.
¡Libre!, en la calle. Quise agacharme y besar el suelo. No me atreví. Es un acto comprometido. Unos pensarían que soy musulmán, otros que imito al Papa viajero cuando llegaba a los aeropuertos. Lo mejor en estas grandes ciudades es pasar desapercibido. Que delicia el sonido de las bocinas, las discusiones entre los conductores, los gritos. Todo forma parte de un paisaje armónico, que me hubiera espantado de no ser por el deseo que tuve de estar en tierra firme, o sea fuera y camino de ver a mi hijito, sin complicaciones. Parece que los follones al aire libre son otra cosa.
Pregunté a dos viandantes el camino para ir a la oficina del peque. Dirigiéndome para allí tuve que guardarme varias veces de manifestaciones con entre cincuenta y cien personas. Portaban pancartas y coreaban consignas comerciales. “Compra en el Corte Inglés”, “los precios más bajos en el Corté Inglés”. Otras igual de supermercados Día, otras en favor de “El Árbol”, Rozas, Mercasur, Pryca y demás. Oí decir que son manifestaciones de ciudadanos con conciencia de consumo. Son, parece ser, manifestaciones reivindicativas comerciales, para sensibilizar a las masas pululantes de la ciudad. Para otros se trata de publicidad encubierta. Yo, como soy de pueblo, no entiendo muy bien su sentido.
¡Ay, Jacinto!. Llegué a un edifico enorme. Más grande que todo nuestro pueblo. Con más de mil veces de trabajadores que habitantes nuestra aldea. Me vi, además de gordo, un ser insignificante perdido en el infinito. Está abierto de día y de noche.
“Hola, hijo. Soy tu padre. No quiero molestarte. A ver cuando vienes al pueblo a verme. Un abrazo”, le iba a decir, para no hacerle perder demasiado tiempo. Le daría un achuchón golpeando su espalda y me iría. Ensayé cada paso, cada segundo para no darle mala impresión ni aturullarme al hablar.
Trabaja en el tercer piso. En la planta baja una señorita muy cumplida comprobó que efectivamente está en la plantilla. No dejan entrar a extraños, pero le conté mi historias. No sé porque razón se puso a llorar a moco tendido. Me abrazó y me explicó el lugar en el que “está colocado” mi hijito. Me alegró mucho saber que tiene un contrato fijo. El pobre no podrá visitarme porque tiene que hacer méritos. “¡Qué importante es mi hijo!” pensé.
Un lugar como ese parece un castillo de los tiempos modernos. No he llegado a saber bien qué es lo que hace, en qué consiste su trabajo. Es eso de la informática que sirve pa todo. “Hasta para freír un huevo”, como dice el Manuel. Sólo que ese huevo no te lo comes, ni lo hueles, sabes que está hecho en algún lugar. Como se rieron de él los mozos cuando nos lo contó. ¡Y que razón tiene el jodido! Y tú, dásela de mi parte cuando le veas.
Al llegar a la planta de mi chico contemplé un inmenso desierto de mesas, sillas y pantallas de ordenador. Todito igual. No conté el número, pero calculando a ojo de buen cubero más de cinco mil. Un hormiguero de celdas de trabajo. Unas con personas y otras no, pero todos los aparatos encendidos.
Una señorita me atendió muy amablemente. Mi hijo curra en el sitio PX419. ¡Un laberinto de pasillos! Muy ordenados, eso sí. Gracias a la aritmética con la que se diseñan tales oficinas pude localizar el lugar exacto. No había nadie en su espacio. Esperé. Cansado de tantas imágenes inconexas en la pantalla y pitidos intermitentes, toqué alguna tecla al azar Reconocí la voz de mi hijo. Sentí una vuelta al corazón, mas pronto volvió ese cor cordis que llevamos dentro a su lugar, pues la voz fue a través del ordenador: “venta punto dos”, “venta punto com treinta y cuatro”, “portal de venta para punto de venta” y cosas así. ¡Qué coño es eso! No me digas Jacinto, no sé nada.
Tres mesas más allá, a la derecha un ordenador estaba ocupado por una señorita, que parecía que su mirada, ¡literalmente!, estaba clavada en la pantalla. Me dirigí a ella. Me dijo que era nueva y no conocía personalmente a mi hijo. Ese comentario de “personalmente” me mosqueó. Intuición de algo raro. Ella lleva cuatro meses. Y no-le-co-no-ce-per-so-nal-men-te. Curioso ¿no?. Pero por un par de cosas que me dijo dio la impresión de que le conocía de toda la vida. Supo mi nombre. Eso fue demasiado. Me alegró porque eso quiere decir que mi hijo todavía me tiene en consideración.
No me resistí y le interrogué al respecto de esa situación. Conversan por chat, y no ellos dos sino casi todos, por lo que forman una gran familia. Me cago en esa gran familia. Tienen, me dijo, una gran y profunda amistad virtual. Virtual de momento. ¿Qué que es?. Pues a través de la pantalla. Mi hijo debió tener un devaneo con esa muchacha por chat, o sea virtual. Lo que antes era tomar chatos en el bar, ahora es chateo en la oficina
“¿Y mi hijo?”, me atreví a preguntar. Sabes que soy muy directo y fui al grano, directamente. Ella no se quedó atrás, también fue clara y concisa: «viajando«, me dijo. “¿Adónde?” pregunté. Me explicó que hay dos maneras de viajar y que se combinan. Una es como yo, con el cuerpo vas de un lugar a otro. La otra es mediante el ordenador. En él está presente quien quieras, o sea se viaja por la red.
Como hay que conectar lo real y lo virtual me explicó que hay quien viaja de un lugar a otro durante años, mientras que opera comercialmente en los sitios más dispares al mismo tiempo. Ella me dijo que estaba en ese momento invirtiendo en la Bolsa de Tokio a la vez que se relajaba en el bingo de California. Y al mismo tiempo con ella. ¡Joder Jacinto! la globalización, es eso de la globalización de la que tanto se habla. Lo que no sé es si no estallará como los globos. Mi hijo va y viene por cualquier parte del mundo y sin embargo trabaja en la celda de su oficina. Sin embargo por el pueblo ni mu. Me río yo de tanta jodienda. Pero ríete tú, ahora yo mismo me encuentro globalizado. Como te lo cuento. Todo por salir de la aldea.
Sinceramente me preocupé por la situación de mi hijo. Me puse trágico pues la chica menos unos segundos, al comienzo de la conversación, no me miró luego ni una sola vez, pendiente de la pantalla en la que tuvo fijada la mirada. Su corrección fue impecable, pero sin parar de tocar teclas era como si yo fuera parte de esa maquinita.
“¿Y si mi hijo ha muerto?” fui a por todas. Órdago a la grande, a la chica y a pares si los hubiere. “No se preocupe – ni parpadeó – Ya lo comunicarán. En el trabajo no le echaremos de menos mientras dure su programa. Pero antes o después se sabría pues él tiene la clave de su ordenador.»
“¿ Qué pasa?” dije para mis adentros. ¡Rediez!. “Señorita quiero ver a mi hijo”, no sé si maldije o imploré. Dio lo mismo una cosa que otra. Tuvo la amabilidad de levantarse. Me acompañó al ordenador de mi hijo. Tocó una tecla y apareció mi hijo flotando en el universo de windon. Volaba como si estuviera en el espacio, con los brazos abiertos y sonriendo. Me acordé cuando jugaba al fútbol, cuando iban a cazar ranas, cuando hacía equilibrio en el puente. “¿Ese es mi hijo? parece un gilipollas” dije. “Es una imagen del programa. La mía es montada a caballo” me dijo. Comprendió mi zozobra y tocó otra tecla. Volvió a teclear y aparecieron frases escritas: “Hola papá, hola papá. Estoy bien. Tú ¿qué tal?”. “¿Algo más?” me preguntó la chica. No quise molestarla pero le dije que sí, que quería ver a mi hijo de verdad. No me conformé con esa mariconada. Podía ser mi hijo o mi abuelo.
Me puso unos auriculares y mi hijo salió en la pantalla. ¡Olé el progreso!: “Papá estoy bien. Vendo por un tubo. Cuando vuelva a ver si te veo. Quédate en casa el tiempo que quieras” , fueron sus palabras. “¿No podemos quedar un rato?, ¿darnos un abrazo?. Con tanto avión supersónico”, dije no sé a quien.
Mi hijo, o la imagen de mi hijo se rió. Lo del avión ya debe ser un retraso. No sé en qué lugar me dijo que estaba. Vende radios conectadas a Internet con un termómetro en la antena. La empresa es una cadena en la que todos hacen todo y nadie hace nada. Nadie es el jefe y todos están pillados con el puto trabajo. Según la compañera suya, la del chat, mañana puede vender otra cosa, gatos con piel de conejo y que canten como los jilgueros. El progreso Jacinto, ¡el progreso!. Nuestro pueblo se muere. Ha quedado atrás. Me rindo ante la evidencia.
Me despedí de aquella chica tan simpática del ordenador. Me emocioné cuando agradeció efusivamente mi presencia. No se ha dado cuenta de que estuvo tres semanas sin ver a su marido. Dejó también a su hijo en la guardería y no le fue aún a recoger. Iba a hacer tiempo para visitar a su hijo y su marido. Algo es algo. Mi viaje no fue inútil del todo. Al fin y al cabo salió por entonces la ley de convivencia familiar y el trabajo, con lo que podría dejar a su hijo antes en la guardería y a su marido un equipo asistencial le llevaría la ropa planchada. Es de agradecer y hasta digno de voto, en estas grandes ciudades. Nuestra manera de vivir ha pasado de moda.
Volví a casa de mi hijo. Para no pasar por el trance de aquel infierno que ya te he contado, cogí un taxi. Algunos peatones me vieron esperar. Uno me dijo que anduviera con cuidado, que los taxistas son unos atracadores. Llevaba suficiente dinero. “¿Para qué está el dinero?”, para gastarlo. Al final los ahorros se los lleva el diablo. Y como dice nuestro amigo El Teo, los bienes están para solucionar los males.
Ríete de lo anterior. Atropellos, carreras suicidas, persecuciones. Pero parece que es otra cosa a cuando ya no estás encerrado bajo tierra. Me había acostumbrado a que sucediera de todo. ¿Que se ponía el coche sobre dos ruedas en las curvas? Ni me inmutaba. Me he hecho absolutamente a todo. Soy uno más de la ciudad. No me lo puedo creer, pero es así.
Al llegar al final del trayecto pregunté el precio preparado para lo peor. ¡Ay, mi amigo Jacinto!. Me dice: “Todo lo que lleve encima”. Sonreí. Pensé que todo había sido una broma. “No llevo nada”, dije, por un instinto de supervivencia en la gran ciudad. Metí la pata. Los nervios me traicionaron. “¿Entonces cómo me iba a pagar?”, me increpó con una lógica, que tengo que reconocer, contundente. Intenté abrir la puerta. No pude. Hubiera corrido como una liebre. Noté que se dio cuenta. Reaccioné como pude: “algo llevo, pero no mucho”. “¿Por qué?”. Tal pregunta me desorientó. “Porque me han sableado en todas partes”. “¿Dónde?”. El tío cabrón vaya pregunta me hizo. Fui un pardillo: “En el metro”. “Joder con los del metro, se lo llevan todo”. Empecé a pensar si no estarían compinchados todos. Pero la libre competencia da lugar a estos enfrentamientos que te cuento. ¿O es acaso la armonía universal confabulada contra mí? Como si lo estuviera. El conductor se dio la vuelta para apuntarme con una pistola.
Te juro que me alegré. Estuve seguro de que todo fue una broma. Mi hijo siempre fue un güason. Seguro que era algún programa de la tele de sorpresas o de la cámara oculta. Que tonto fui, piqué, llegué a pensar. Hasta sonreí. Debió de pensar que soy un lelo No paré de analizar, en cuestión de segundos, el ridículo que haría cuando me vierais en el pueblo. Estuve por darle un puñetazo, para que se vieran que en el pueblo tenemos los huevos bien puestos.
¡Cómo se puso! Como una fiera. Me golpeó con la pistola. Todavía me duele la ceja. Le di resignadamente todo el dinero. Además me cogió el reloj y la pulsera de oro, que ni me acordaba que la llevaba puesta. Para colmo le di las gracias pues no me quito la ropa. Ir desnudo por la calle hubiera acabado con mi paciencia, sobre todo porque se me vería la grasa sobrante de mi cuerpo serrano. Ya ves, estar gordo es un problema y nosotros, tan atrasados allá, sin darnos cuenta. Al bajar le dije adiós como un memo.
Esperé que salieran de una vez los de las cámaras, mi hijo, la presentadora del programa, incluso para vengarme y darme un gustazo pensé en tocarla el culo cuando me abrazase. Pues las que salen en la tele son unas chicas guapísimas. Miré a todas partes para ver las cámaras. Metí la barriga por si gravaban ese momento. Abrí los brazos implorando, graciosamente, el final de aquella comedia. El taxi ya no estaba. Nada. Subí a casa de mi hijo totalmente atormentado. Cogí un bolígrafo y unos papeles para escribirte. Dudé de todo lo que vi. Pudiera ser como las apariciones de la virgen o ahora de extraterrestres, o que sea una comedia. Nunca, lo sabes, he creído en ese tipo de becerradas. Salí al día siguiente para comprobar que fue cierto lo que vi. Me asomé a la boca de metro. Los soldados, el gentío. Lo mismo.
He decidido escribirte, para que no vengáis a buscarme ni penséis que me ha ocurrido nada malo, un accidente o un infarto. Quiero que entiendas mi decisión de quedarme aquí. A mis setenta y dos años en el pueblo sólo me queda esperar. Esperar y esperar. Aquí puedo buscar y no tengo miedo. Iré cada día a ver a mi hijo pequeño. Espero que alguna vez podamos estar todos juntos.
Ya me buscaré un trabajillo, cobrar al salir del metro en alguna estación o algo así. Aquí no hay tierras que cultivar ni ganado que cuidar. Pero hay mucho barullo y seguro que alguien me contrata. La paga de jubilado sirve para uno o dos días.
¿Estoy en un espejismo? No lo sé. Parece terrible lo que pasa, pero puede que sea que lo doy demasiada importancia. Todos el mundo se adapta y ve normal lo que ocurre. Recuerdo la vida del pueblo como insulsa, anormal. ¿Me he vuelto loco? ¿Es la vida como es? ¿La vida enloquece? ¿La locura penetra en la vida sin que nos percatemos del cambio?
Lo que más gracia me hace es que mi hijo vino a Madrid a triunfar en el teatro y se ha convertido en un punto com. ¡Tan feliz! Cada uno lo es a su manera. Lo feliz que nos hizo a nosotros tomar la parva, jugar a los bolos. Lograr comprar un jato. Cosa de locos, Jacinto. Hoy nadie sabe ni qué es eso. Hay que adaptarse a los nuevos tiempos.
No pienso denunciar nada de lo que he visto. Callar es el lema ¿Es cobardía o valor para sobrevivir? Acá no hace falta leer la prensa para saber qué sucede en el mundo y a nuestro alrededor. Las noticias están a cada paso que das, a la vuelta de la esquina. La realidad se ha vuelto sensacionalista.
Te dejo ya, Jacinto. Despídeme del resto de los parroquianos y no les leas esta carta que es personal e intransferible. Es mejor no asustarles ni dar pie a que piensen que me he vuelto loco. No des demasiadas vueltas a las cosas. Sigue con tus paseos allá, pues no hay jaleos, ni montones de seres humanos. No te olvides de tu amigo. En el cielo nos veremos y seguiremos conversando. Desde las alturas se verá todo más pequeñito y veremos que lo de por acá no tiene tanta importancia.
Un abrazo y hasta siempre.
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