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Vivió un infante varón en uno de esos pueblos cuyo nombre no viene en los mapas. Los primeros años de vida transcurrieron entre el colegio y su casa, pasando por la plaza y las calles en las que jugó. La familia y los vecinos fueron su entorno y el mundo entero para él.

Transcurrieron los años y una vecina de otro pueblo, cercano, a quien conoció en el baile de una fiesta, se enamoró de él. Mutuamente aceptaron su amistad y se sonreían al encontrarse, paseaban juntos y hablaron entre ellos de sus cosas del lugar, de lo que se ve por la ventana del televisor. Él trabajó en las tareas del campo para ayudar a sus padres y estudió al mismo tiempo yendo y viniendo a quince kilómetros del pueblo, a un centro de formación comarcal.

Un día miró las montañas que se sitúan a lo lejos. «¿Y qué hay más allá?» se preguntó. Cerró los ojos para comprobar que conocía palmo a palmo cada rincón del pueblo y sus alrededores. Su mundo se le hizo demasiado pequeño desde entonces. La chica con la que jugó, con la que paseó entre las urces, las plantas de romero y tomillo, con quien intercambió proyectos cada vez diferentes y con la que soñó, le pareció vulgar. La relación con ella monótona y aburrida. Los encuentros se sucedieron cada vez con menos sorpresa y la belleza de ella dejó de ser algo atractivo para él. Había perdido la emoción del primer beso, al cruzar el paso alto de la antigua cañada, de cuando se rozaron los labios y sólo una vez más se atrevieron a repetir aquella chispa de amor. Aquel ósculo le puso la carne de gallina. Recordarlo hizo que el pálpito de su corazón se acelerara. Pero llegó un momento en que rememorar la imagen de ella no le causó la más mínima emoción.

Lo que el maestro le había enseñado le pareció poca cosa. Lo que los vecinos le contaban ya no le dijo nada. Un día y otro miró al horizonte. Voló con su mirada y empezó a estar muy a gusto en soledad. Cada vez hablaba menos. El entrecejo se fruncía para sujetar a un pensamiento que daba vueltas y vueltas en su interior.

Un día abandonó su casa, su lugar, sin decir nada a nadie. Tan sólo una nota que dejó en la mesilla de su alcoba: «Me voy al mundo. Un abrazo». Sin dirección, sin nada más que su nombre en forma de firma. Dejó a sus amigos de siempre, su partida, su bar, su campo, sus juegos, sus parientes y a ella.

Quiso conquistar el otro lado del horizonte, cuya línea embruja la mirada. Quiso saber qué es la aventura de vivir, cuál es la verdad de la vida y aquello que hace que hombres embarquen, que se hagan rascacielos, que se enfrenten unos países contra otros. Quiso saber donde están los científicos que ven células y átomos, y los lugares por donde pasean los artistas que salen en la televisión.

Fue a la capital de la provincia. Luego a otra. Más tarde a una gran capital. Al principio robó para sobrevivir. Emprendió negocios, para salir de la rueda de trabajar para seguir viviendo viéndose otra vez encerrado y sin más allá. Triunfó y fracasó. Empezó de nuevo. Tuvo amigos y traidores a su alrededor.

Convivió con mujeres selectas y otras engañadoras. Todas durante poco tiempo. Se matriculó en la Universidad y leyó sobre filosofía oriental. El país se le quedó pequeño y viajó de un país a otro. Ganó dinero y lo derrochó de las mil y una maneras en que se pueden hacer ambas cosas. El mundo se le quedó pequeño.

En uno de esos países decidió volver a mirar al horizonte. Sonrió, como si se mirase en un espejo. «¿Dónde está lo que hay al otro lado?» se preguntó. Decidió dejar de viajar en avión, tampoco en tren. Cogió un autobús y otro, y otro. Y luego anduvo, sin brújula, sin metas. Ir por ir a algún lugar, para saber qué es lo que hay dentro del mundo, pues las afueras ya las había recorrido.

Llegó a un pequeño pueblo, sin reconocer que fue el suyo del que partió. Apenas se acordaba de cuándo se fue de su hogar. Al respirar despacio sintió un aire especial. Vio a un anciano encorvado y ciego sentado en un pollete bajo el sol. ¡Su maestro!, don Camilo. Los recuerdos cayeron como cuando una montaña se derrumba y los cascotes y bloques de piedra ruedan unos tras otros sin parar.

Vio a sus amigos en el bar jugando al dominó y a las cartas. Eran ellos, pues las caras eran las mismas, pero arrugadas y erosionadas por los gestos de vivir. Unos con bigote, otros con cicatrices y todos con huellas del sol y el aire. Supo al verle que era un hermano suyo quien regresó con los aparejos de la faena del campo.

Vio a su amiga de la infancia comprando en la única tienda que hay en aquel lugar. ¡Que alegría sintió. Su corazón saltó. Sin embargo nadie le saludó, si no fue por cortesía. Había cambiado y era diferente. Nadie le conoció y en ningún lugar le iban a echar de menos. Tragó saliva. Comprendió que sus padres murieron y aunque fuera hace años, para él fue en ese momento en que dejaron la vida.

En aquel momento aprendió lo que es el mundo. Se percató de que está atrapado en él. No hay paredes ni muros que lo cierren, pero supo que el horizonte es un laberinto que siempre lleva al mismo lugar. Tuvo que comprobarlo por sí mismo.

Esperó a que aquella mujer con la que soñó de pequeño, a la que rozó los labios dos veces en su vida saliera para llevarse una última mirada y cargarse otra vez de recuerdos, en esta ocasión, para huir de aquel lugar que es suyo y lejano al mismo tiempo. Ella le vio al salir. Se acercó a él y le dio un beso de bienvenida en la mejilla. Él no supo qué hacer. Una lágrima brotó de su ser y recorrió un lado de su cara.

El mundo se deshizo en sus adentros. Enmudeció. Los ojos de ella le parecieron el lugar en que se sujeta el horizonte. Quiso sonreír, pero los labios se le paralizaron.

– Cuánto has tardado – le dijo ella.

– Sí – Él no supo qué más contestar.

– Sabía que volveríamos a vernos, antes o después. La distancia ha hecho que te quiera más – A él le tembló el mentón – Te convertiste en un sueño. Y ahora se hace realidad ¡Te he soñado tantas veces! Ven a casa y cuéntame qué has visto, cómo es el mundo fuera de acá.

Él le asió la mano y como si se encontraran del día anterior pasearon. Él preguntaba y ella le contó los vericuetos de la vida en aquel lugar. Él hizo de las anécdotas historias y de éstas detalles pasajeros.

Él, que es «él» para el mundo, se dio cuenta de que todo tuvo sentido al volver, aunque no hubiera hecho planes para ello. Se había olvidado de su pasado, pero su vida pretérita está dentro y fuera de él. Al mirar el rostro de ella, supo que buscar es embellecer lo lejano y creer en lo oculto que no se ve.

Perico, en su pueblo tiene nombre, se había olvidado de los silencios de la tarde, del trisar de las golondrinas y de sus vuelos al ras del suelo. De la cigüeña en la torre y su crotorar. Volvió a comer pipas sentado en un muro de piedra y todavía sintió rubor cuando le miraban al lado de ella. Los vecinos, los familiares tenían sus historias. Él también. Una más de entre todas las que hay.

La aventura lo es al regreso, tanto para el que vuelve, como para el que espera, porque el mundo es un camino. Da lo mismo adonde vaya. Lo importante es caminar y volver la vista atrás, a pesar de que el poeta dijera que es mejor no hacerlo. Siempre hay un lugar que nos está esperando, aunque no sepamos cuál es. Pudo haber sido una aldea de Perú, un barrio de Londres, un rincón de Buenos Aires, pero esta vez fue el lugar de donde partió. Lo es donde hay una mirada que coincide en mirarse, una sonrisa y una mano que se ofrece a caminar juntos.

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