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No salgo de mi asombro. Salí a la calle y la gente no dejó de mirarme. Los más atrevidos me felicitaron. No faltó quien me diera un fuerte abrazo. Respiraban sobre mi hombro. Varias mujeres me apretaron contra su cuerpo. Me hicieron ser un dulce cavaliere.
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– Por favor, señora, ¿por qué me abraza? ¿Por qué todo el mundo me aplaude y felicita? – me atreví, por fin, a preguntar a una dama que me había abrazado con gran sentimiento, sin conocerla de nada, ni ella a mí.
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– ¡Señor, señor! Es una auténtica Veccuchio.
– ¡Ah! – Me quedé como estaba. No me atreví a preguntar más, pues, evidentemente, es algo muy conocido que yo ignoraba y no quise parecer un cateto de marca mayor.
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Me acostumbré durante unos minutos al aplauso fácil y al regocijo del gentil. Saludé como lo hacen los famosos y me pregunté el porqué de ser un héroe para los demás. Al llegar a mi casa me quité la chaqueta y caí en la cuenta, casi instintivamente. Miré la etiqueta y ¡voila! Su marca es Veccuchio.
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¿Qué significa? me pregunté. Justamente, desde cuando salí de los grandes almacenes fue que me sucedió aquella experiencia. No fui consciente de mi hazaña heroica. La compré porque estuvo de oferta. Parece ser que era la última que quedaba. De seiscientos cincuenta euros la rebajaron a doscientos. A mí me daba lo mismo una marca que otra, pero esa rebaja es digna de ser considerada. Me ahorré más de un sesenta por ciento de su precio. Tal fue la razón de que la comprase, sin conocer su importancia.
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Cada vez que salí con ella a la calle causé un fervor popular, digno de cualquier personaje. Yo no había hecho nada, ni era diferente a antes de tener la chaqueta. Sin embargo en el trabajo me ascendieron automáticamente.
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– Es una gran chaqueta, amigo mío – me dijo el jefe en la oficina. Yo la dejaba colgada en la silla y todos en un momento u otro pasaban cerca e hicieron por rozarla. Los más descarados la tocaron. En el metro me di cuenta de que se acercaban a mí mujeres para sentir con sus pechos la susodicha prenda. Buscaban una caricia de esa chaqueta de punto. Otras me rozaban con sus brazos, sus manos fueron brisa de mi segunda piel. «¡Una Veccuchio, una Veccuchio!» fue el comentario generalizado, a modo de rumor y suspiro colectivo.
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«Bien, una Veccuchio ¿y qué?» me pregunté. Ya me lo dijo una vecina, es carísima. Bueno ¿y qué? Yo era en aquel entonces un pobre hombre, con un salario de bancachofa, sin más aspiración que esperar el paso de un día a otro hasta que llegase la jubilación. Como, duermo, veo los programas más populares de la televisión, voy a los partidos de fútbol, tomo dos cafés diarios en los mismos lugares de siempre, en donde ya conozco a quienes allí van. Y no tuve más historia, hasta que compré aquella chaqueta.
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Hay gente más rica que yo, que también podría llevarla. Ante el revuelo que se forma, por vestir con ella, cualquiera puede hacerlo.
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– ¿No te das cuenta? Jacintín – es como me llaman mis amigos. – Todos tenemos una, pero sólo tú la llevas puesta. Es un gran mérito.– Le conté que yo la compré en unas rebajas y que la adquirí por pura casualidad. Me comentó que no importaba, que lo importante es llevarla puesta. Todos la tienen. La miran al entrar en casa. Es algo muy especial por ser tan cara.
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Me pareció absurdo tener algo y no usarlo. Dime entonces cuenta de que estaba algo desconectado de las modas del lugar en que vivo. Aquello, no cabe duda, fue un secreto para mí y, además, sin demasiado sentido. Claro que, de tanto tocarla la gente, la estaban desgastando. Dejé de ponérmela y volví a ser el hombre vulgar de siempre. Con la disculpa del reajuste de plantilla me volvieron a mi anterior puesto laboral sin que los sindicatos me defendieran. Ya nadie me miraba. Lo que no iba a hacer es volvérmela a poner, porque parecería que mi intención fuera llamar la atención.
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Me di cuenta que señoras y chicos jóvenes lloraban porque no veían en su camino a nadie vestido como iba yo antes. A algunas personas les dije que era yo quien la llevó y que si querían volvía a colocarme la prenda que tanto admiran, pues no me importaba. No se lo creyeron. Comprobé que nadie me había mirado a la cara. Mis allegados y amigos me acompañaban el sentimiento, pues había muerto mi prestancia. Me resultó algo tan absolutamente tonto, una bobada tan inmensa que no comprendí lo que estaba sucediendo.
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– ¿Quién es Veccuchio, qué significa esa palabra? – nadie supo contestar.
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Veccuchio es Veccuchio. Ya, pero querrá decir algo, divagué para mí mismo. Decidí averiguarlo. Fue la decisión más importante de mi vida y la gesta personal más memorable de mi existencia. Me prejubilé y tracé un plan para averiguar el porqué de que esas chaquetas tengan tanta trascendencia. Nadie se las pone por lo caras que son. ¿Para qué las compran? Tampoco a los ricos se les ve con ellas colocaditas sobre sí.
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Lo importante es tenerla, más que llevarla puesta. Para tal menester hay otras. Al vestirme con ella había sido un dandy. Había desafiado la ley del consumo, lo que significa volar, levitar ante la ley de la gravedad del libre mercado.
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En mi búsqueda llevé la chaqueta, pero guardada en una maleta. Averigüé en la etiqueta que su origen es italiano: «made in italy». Lo había intuido, pues cuando la puse espontáneamente hablé alguna vez con cierto tono italiano, no sé la razón de dicha palabrería extranjera que me salió sin querer. Fue algo espontáneo, que brotó de mí, o de la chaqueta.
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Al llegar a Italia pregunté «¿Donde está la belleza?». «In tuti«, me dijeron por regla general. No fue la pregunta acertada. «¿Y Veccuchio, dónde está Veccuchio?» «¡Oh! Veccuchio«, es lo que exclamaban absolutamente todos los seres a quienes me dirigí.
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Una siñiora me vio sacar la chaqueta de la maleta en un parque. Entendí que me dijo «es una gran chaqueta» y me sonrió. «¿De dónde provienen?», le interrogué. «De allá, de donde la llevan puesta«. Me quedé pasmado. ¿Qué quiso decirme?. Me pareció un enigma lo que dijo. En la embajada no me contestaron nada sobre este tema. En los periódicos tampoco, ni en universidades por las que pasé. En una de éstas, un bedel me dijo, sin hablar más conmigo: «En un pueblo a la costa del mar. Ni lejos ni cerca de Roma está la respuesta».
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No contaré en esta ocasión la odisea, la «jacintada» como llaman mis amigos al periplo que tuve que hacer para llegar hasta el lugar de origen de dichas chaquetas. En aquel pueblo, «Imanesco de la condilieri«, hubo un taller artesano, en el que trabajó un sastre. Murió hace años. Sus hijos siguieron la tradición. Patentaron la chaqueta y sus nietos siguen con ese gran negocio, que parece secreto.
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Una grata mujer me contó que el señor Veccuchio fue un humilde pescador, como los demás vecinos del pueblo. Se hirió en una de sus salidas a la faena diaria y tuvo que dejar tal oficio.
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Para ganarse la vida se le ocurrió tejer chaquetas, prendas que todo el mundo lleva en los pueblos costeros. Las hizo de una manera muy original, al usar el punto de red, igual que se hacen las redes de pescar, pero ajustó más los hilos y fabricó de esa manera telas de lana, en lugar de con cuerda o nailon. Un buen género que acabó comprando todo el pueblo. En el lugar las conocieron como «las chaquetas de Veccuchio«.
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Fuera de la comarca se las identificó como «las chaquetas de Imanesco«. Se llegaron a conocer vulgarmente como «las imanescas«. A nuestro sastre pescador se le ocurrió pensar la manera de venderlas fuera del pueblo. Como eran de Imanesco nadie que no fuera de allá las compraba en un principio. En el pueblo todos tenían una, ¿para qué tener dos?
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En su labor de coser Veccuchio pensó y pensó. Se le ocurrió que hacía falta un colectivo de fuera del pueblo que se identificase con ellas. ¿Pero cómo hacerlo? y ¿cómo en una población suficientemente grande?. Por cuestiones geográficas ya no parecía posible. Sus chaquetas fueron ya impepinablemente reconocidas como de Imanesco. Tal condición no podía cambiar. Pero pensó como hacer que llevaran su nombre. ¡Eureka!, gritó, como el famoso Arquímedes, famoso por el teorema que lleva su nombre. «¡Para ricos!» se dijo el sastre. Haré una chaqueta solamente para ricos. Sonrió pícaramente, nuestro querido Veccuchio. Y se rió, se rió y se rió sin parar durante varios minutos. Su cabeza se había convertido en una fábrica de ideas geniales.
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Rico quiere ser todo el mundo, luego todos querrán la chaqueta y tarde o temprano la comprarán. Pero ¿cómo hacer que fuera para ricos? Todavía dio una carcajada más nuestro querido Veccuchio, ya que espero, amable lector que sea para ti un querido amigo como lo fue para mí y lo sigue siendo. Bastó con poner un precio desorbitado. En el pueblo nadie las iba a comprar por más de lo que vale un kilo de pescado fresco, ni tampoco nadie de fuera del pueblo, excepto algún rico. Luego todo vendría rodado.
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Marchó Veccuchio a la plaza de Imola y puso un letrero en el que escribió el precio: un millón de liras. En aquella época no existían, ni en sueños, los actuales euros.
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Todo el mundo le miró extrañado. Hasta que un señor de alto rango y abolengo miró una de esas chaquetas, tal como se cata un vino de la ribera del Po, o como se ve un cuadro de artistas reverenciados por todos. O como se lee la hoja de un incunable. La compró. Un grito de asombro se oyó en la plaza. Veccuchio había triunfado. Tras aquel cliente vinieron los encargos.
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Los reyes iban con sus chaquetas. Se conocieron como «las chaquetas de los ricos», pero éstos no quería llevar aquella prenda como si fuera un estigma presuntuoso y decían a quienes les miraban «una Veccuchio, es una obra de arte en el vestido«. Así logró la fama. Murió siendo un sastre artesano de chaquetas para ricos. Sus hijos mecanizaron el negocio y la industria sigue hoy pujante. Lo que fue una idea se convirtió en una empresa.
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Al volver a mi casa me pongo la Veccuchio, pero no salgo con ella. Nadie lo hace. Ni siquiera los ricos. ¿Hay algún secreto? Sí. Un secreto a voces y que se deduce por lógica. Te sugiero lector que antes de continuar busques una respuesta por ti mismo. Si todo el mundo la llevara puesta sería una vestimenta vulgar. Todas las personas irían vestidas de la misma manera. En verdad ya lo hacemos: pantalones, chaqueta, camisa, zapatos. Puede ser ropa deportiva, de alta costura, de hippy, pero más o menos es el mismo esquema. Entonces ¿qué problema hay en cambiar el color? Ninguno. Pero ¿ir con una Veccuchio? Una vez que se tiene, sería mejor ponerla. Pues no.
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Todos saben que los demás la tienen, pero no se ve por las calles. Y ¿por qué, cuando sería lo normal ponérsela yo fui aclamado, sin darme cuenta de lo trascendente de su exhibición? Porque forma parte de la misma parafernalia. Abrir la boca ante la nada y hacer del asombro un consumo en sí mismo. Y tal vez un arte, un arte contemporáneo.
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Descubrí que es lo mismo que pasa cuando asisto a un mitin político. Siempre voto a quien gobierna, porque es con quien más se meten todos los demás. Es mi voto un voto corrosivo y, por ser secreto, hago lo que quiero. Nunca leo los periódicos, así quienes me quieren convencer, con su vehemencia o con pluma de tintireta, se dan con un canto en los dientes.
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Cuando realmente me di cuenta de lo que me ocurrió con aquella chaqueta fue cuando oí hablar, gritar, discutir a los artistas de turno en la televisión. Dicen cosas increíbles, absolutamente falsas y que debieran quedar en la intimidad. Pero todos aplaudimos. Yo también, con pasión y no lo niego. Todos los espectadores sabemos que es mentira lo que cuentan. Quienes hablan, previo pago de su intervención, también, pero representa la libertad de expresión como si se tratase de una moda.
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Todos ocultamos nuestras ideas y deseos reales que emanan de la envidia, la ambición, la vanidad, las ganas de fastidiar al vecino. Guardamos todo esto y también sabemos que es mentira lo que cuenta la publicidad, pero aplaudimos a quien vocifera unos ideales bellos que luego nunca cumple y compramos lo que se anuncia como algo necesario, porque los anuncios nos hacen creer que somos importantes y que adquirirlo se trata de una decisión seria. Finalmente apoyamos, de una u otra manera, a quien viste y por lo tanto tapa nuestro lado oscuro.
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La chaqueta de la cual he contado su historia viste la desnudez del alma. ¡Oh, Veccuchio!.
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¡Oh!, Veccuchio por ramiro Pinto Cañón se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://ramiropinto.es/escritos-literarios/cuentos/veccuchio/.
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