He sido testigo de tres historias de agonía y muerte. No puedo olvidarlas. Me gustaría morir sentado en una mecedora, balanceándome lentamente y sin pensar en nada. Miraría a través de la ventana, para ver los tejados con sus hileras de tejas, las chimeneas desordenadas y los muros descascarillados.

Según qué época del año el paisaje y los sonidos del patio son muy diferentes. Cada estación tiene su encanto. Para morir me daría lo mismo una que otra. Si fuera posible elegir el momento del fatalismo humano madrugaría. Con las zapatillas puestas y vestido con el batín miraría hacia las paredes que reciben la luz del amanecer, escucharía la sinfonía que acompaña a los cambios de luz y a la variación del tono de los colores. Me agradaría, poco a poco, irme adormeciendo, consciente de mi muerte. Y estar solo, cósmicamente solo, para saborear el preludio mortecino, sin dolor, hasta caer al más allá de la vida y ser llevado por el soplo de lo inevitable.
Un amigo mío opina que la vida de cada persona está definida por cómo es su muerte. O bien unas ideas trascendentes nos guía al final de nuestra existencia, o lo hace el inconsciente. Según esta teoría, de andar por casa, todo hay que decirlo, es en el momento final cuando todo lo vivido adquiere sentido o, mejor, su sentido. Los acontecimientos no suceden por una u otra razón, o por causa alguna, sino que ocurren para una finalidad, cuya expresión última es la muerte.
Importantes tanatólogos afirman que en los últimos segundos de la vida todas las imágenes de los momentos que ha vivido un ser humano pasan por el cerebro, como si éste explotase y salieran a la luz de la conciencia íntima todas las realidades y fantasías que han sucedido a lo largo de la vida. De ser cierta esta teoría aparecerían las primeras experiencias grabadas en las neuronas, desde los tres primeros meses desde la concepción de nuestro cuerpecito. El momento de nacer es el comienzo del recuerdo final: un túnel y al final una luz cegadora.
Al morir se repite esta misma experiencia, pero al revés. Como si la vida se rebobinara. O sea, se desnace, hasta ser desconcebido: un nacimiento a la inversa. Los moribundos que han contado su experiencia narran frecuentemente dichas imágenes.
Vivir en el vientre y luego nacer se hace sin lenguaje, no se recuerda. Religiones, teosofías y todo tipo de creencias sobre el más allá elaboran lenguajes al respecto, para interpretar lo que consideran viajes astrales, niveles espirituales, ángeles, cielos, seres de luz. La luz adquiere formas en la mente que se interpretan como extraterrestres, espíritus, o paraísos. Meditar requiere trasladarse fuera del lenguaje.
Más allá del más allá del más allá, cabe todo tipo de posibilidad y de credos que dan forma a un deseo universal: no sucumbir en la nada ni en la vacuidad del ser.
Eludimos el centro de la vida, que es la muerte. Luego no es el final. El sentido de morir es una búsqueda incesante del ser humano. Su rastreo lo podemos atisbar en accidentes de tráfico, gestas heroicas, en suicidios existenciales o de carácter ritual.
He pensado mucho en los partes oficiales, que explican las causas por las que muere un paciente en el Hospital. Unas personas mueren por culpa del cáncer, o por un paro cardiaco, o a causa de una neumonía, que puede ser simple o atípica, o por sobredosis de droga, así como miles de situaciones clasificadas científicamente que provocan el fin de la vida.
Evidentemente que el corazón se tiene que parar. Se deja de respirar ¿insuficiencia respiratoria?. Si no fuera así seríamos inmortales. Si las personas morimos es porque somos mortales, simple y llanamente. Esta condición es la que define nuestro ser en el mundo.
Fue Heidegger quien dijo que la forma de vida occidental del siglo XX nos ha robado la muerte. Por tal motivo, entiendo, que haya tanta gente que busque respuesta a sus sentimientos en grupos apocalípticos. Algunos construyen el fin del mundo a la medida de su conveniencia anímica. Las religiones, por lo general, se obsesionan por la muerte y huyen de ella. Se evaden con irrealidades, rezos y supuestos que dan por ciertos.

Las ceremonias y costumbres construyen la fe para visualizar cada creencia, la cual luego se convierte en una prueba, irrefutable, para justificar la doctrina del tipo que sea. De todas maneras es algo que no se puede demostrar, ni tan siquiera argumentar, ni a favor ni en contra.
La violencia, guerras y todo el sentido destructivo del mundo tiene mucho que ver con la expresión colectiva de la muerte. También el arte y cualquier actividad creadora, pues ésta pretende superar la limitación temporal de nuestro diminuto ser. Buscar la fama no es sólo una vanidad, es una pasión por encontrar un sucedáneo a la inmortalidad. Se rinde culto a la fama cuando hay gente que es capaz de dar su vida o su existencia por trascender su minusculez.
Mi abuela siempre decía que la muerte es como una vela que se apaga. Cuando murió a los noventa y dos años mi padre dijo «se ha consumido como una vela». Llegó a pesar treinta y ocho kilos. La familia en pleno puso una demanda al Hospital por no darla de comer adecuadamente y no aplicar el tratamiento adecuado. Me quedé perplejo de esa actitud que busca un culpable inmediato.
Para mi abuela cuando Dios llama a alguien envía a un ángel para que sople al ser que va a morir, como si fuera una vela. El humo representa al espíritu, la cera al cuerpo y la llama a la vida. Ésta desaparece. Tal imagen metafórica se me quedó grabada desde muy pequeño, cuando se lo oí contar por primera vez.
Mi hermano pasó su agonía en el hospital. Padeció de leucemia. Pienso que, tanto el parto como la muerte, deben ser atendidos en recintos especializados para estos fines. No me gustan lugares tan frío como las residencias sanitarias. Y sobre todo que se considere el alfa y el omega como una intervención médica.
Pasé la noche con mi hermano, para que mi cuñada pudiera descansar. Fue atendido con goteo de suero y morfina. Dejó de comer. Había sido un fumador y bebedor empedernido. Siempre se rió de los consejos sobre la salud que le dimos sus seres queridos. Para él fueron monsergas metafísicas. Su lema es elocuente: «come bien y caga fuerte y enseña los cojones a la muerte». Su teoría fue que vivir es malo para la salud. Si uno lo piensa detenidamente no le falta razón, pero dicho, como él lo hizo repetidas veces, es poco delicado, incluso llega a ser demasiado bruto.
Solamente le hospitalizaron una vez a lo largo de su vida Fue a sus veinte años para operarle de una hernia estrangulada, que resultó no ser tal sino unos ganglios. Salió del Hospital fumando. Antes hizo un corte de mangas a los compañeros de habitación. Fue irrespetuoso, pero se lo tomamos a broma, cosas de mi hermanito.

En el estado terminal en el que se encontró no fue el momento de recordárselo. No pude remediar pensar en su manera de ser altanera y bravucona: «mira, el que tanto se envalentonó en su vida, ahora hecho una piltrafa». Me dieron ganas de preguntarle si seguía pensando que es tan bueno descuidar los cuidados del cuerpo. Sus excesos acabaron con él.
Cuando entré en la habitación estaba dormido sobre la cama. Respiraba a duras penas , con la boca abierta y fatigosamente. Cuando se despertó, endeble, me acerqué para saludarle y elevar su estado de ánimo, dentro de lo que cabía en semejante circunstancia. Me estrechó la mano. Apretome con tal fuerza que me hizo mucho daño. Mostré mi dolor con un gesto y su respuesta fue sacarme la lengua lánguidamente. No supe qué hacer, ni qué decir. ¡Vaya papeleta la mía! Mi cuñada me advirtió que su marido había perdido el juicio, probablemente por falta de riego sanguíneo. Sin embargo yo, que le conozco desde que nació, sé que estuvo viviendo apoteósicamente su último momento en la vida.
Me hizo pasar uno de los peores momentos de mi vida. Se rió de mí lo que quiso y más ¡ sin que yo pudiera hacer nada! Sobretodo por respeto a su estado de moribundez. Es una pena la pérdida de un ser querido, más cuando es tan allegado, pero es irremediable, es condición de vida. Por más vueltas que se dé al asunto de morir la vida es así, se mire por donde se mire. Saber esto no quita la tristeza ni la angustia, ante la despedida para siempre de alguien con quien has convivido largo tiempo y a quien tienes un gran afecto.
Cuando me tuvo cogida la mano, de repente me soltó. Su cabeza se relajó y se apoyó sobre la almohada. Dejó de respirar. Le di unos toques en la frente para ver si reaccionaba. No contestó. Llamé a las enfermeras, con cierta alarma, como se podrá comprender, para que le atendiesen. Aunque no hubiera nada qué hacer, siempre queda el haber intentado todo, aunque fuera para que aguante unas horas más.
No habían llegado cuando se puso a reír, lánguidamente, pero riéndose. ¡Me quedé anonadado!. Se rió de su muerte y de mí. ¡Siempre fue tan bromista! pero hay momentos y momentos. En el colegio le llamaron «el guasa». Cuando llegaron las enfermeras disimulo, como si no pasara nada y me hizo quedar como un imbécil. A pesar de todo sonreí. Él me contestó con una mueca cariñosa. Supo que se iba a morir, tal vez por eso reaccionó de aquella manera, tan suya por otra parte.
Al compañero de habitación de mi hermano le llevaron al quirófano, con el fin de quitarle las dos piernas, enfermas a causa de un trombo múltiple. Cuando entró estuvo dormido. Le acompañó una hija. Mi hermano abrió un ojo, apenas con fuerza, y me di cuenta que movía el dedo gordo del pie. Le di una palmada en la pierna para regañarle. Lo hice con disimulo y delicadeza, pues no me pareció correcto jugar con la enfermedad ajena ni con la muerte propia. Lo interpreté como una burla a todo. Pero es que mi hermano siempre fue así.
Sentado en el sillón de los acompañantes, escuché sus respiraciones, lentas, rítmicas y con espiraciones fuertes, parecía como si soplase por la nariz. Pensé en lo que se dice en los funerales: «no somos nada». También lo que dice la iglesia católica: «polvo somos y en polvo nos convertiremos». Es trágico llegar a ser anciano, y más cuando se pierde la noción de la realidad, y las facultades psíquicas y físicas. Pero también lo es cuando muere un niño por un balonazo, o alguien pierde la vida por culpa de un accidente, o por causa de un atentado terrorista. O por una mala caída, o por tragarse una espina. Hay casos de muertes repentinas en niños que no llegan al año, sin que se sepa su causa, la muerte súbita.
A quien le toca le toca, y nada se puede hacer. De poco vale ser rico o famoso. A cada cual le llega su hora. Por tal motivo es mejor no pensarlo. Lo que pasa es que cuando uno tiene un caso tan cerca, como me pasó a mí con mi hermano, es inevitable dar vueltas en la cabeza a la idea de la muerte. Y ¡como nadie habla sobre este tema!
Gonzalín, mi hermano, empezó a quejarse. Encendí la luz de la cabecera de la cama. Vi como movía los labios agrietados, entre los que hubo saliva reseca. Ya no me podía hablar. Me dio la impresión de que quiso decir algo, «alguna broma», pensé automáticamente, pero a la vez conmovido de pena. Me ofreció la mano y se la di. Fue su último gesto, gesto y gesta, por lo que a continuación contaré.

Entendí que era una señal de despedida, ya para siempre. Debo reconocer que de una manera absurda todavía imaginé que pudiera ser alguna de sus bromas. Me apretó la mano, más y más, hasta que no pude más. ¡Qué horror!. Intenté desceñirme en vano. Mis gritos despertaron a la hija del señor de la cama contigua. Las enfermeras acudieron con celeridad. Me dijeron la fatídica noticia: mi hermano había muerto. Pero ¡lo que son las cosas! a mí, en ese momento, lo que me dolía, y me importaba de verás, fue el dolor de mi mano. Ninguna enfermera pudo soltarla. El médico de urgencias tampoco. Tuve que esperar a que llegara un ATS, que puso una inyección en el brazo de mi hermano. Sus dedos se relajaron, se abrieron igual que los pétalos de una flor al amanecer. Dijeron los sanitarios que fue una convulsión post mortem. ¡Ya, ya! dije para mis adentros, fue una bromita de mi hermano.
Me tuvieron que escayolar los dedos y la mano. Mi cuñada, misobrina y mi esposa lo comentan como una anécdota. Se limitan a decir que él fue siempre así, hasta el mismo momento de morir. ¡Pero a mí me tuvieron que colocar los huesos de la mano! ¡Vaya gracia! Se me rompieron dos falanginas, una falange y tres falangetas. No sé si fue su última broma morbosa o si es que quiso agarrarse a la vida, inútilmente.
Después de librarme de su mano le di un beso en la frente. Me acordé de lo que nuestra madre comentó alguna vez Le horrorizaba pensar que alguien pudiera morir sin nadie al lado que le diese un beso de despedida. También recordé aquello que dijo tantas veces: «la muerte es como una vela que se apaga». La de mi hermano se pareció a esas de los cumpleaños que él, ¡oh ironías del destino! regaló tantas veces a sus familiares. Unas que son de broma, se apagan pero vuelven a encenderse una y otra vez. Sirvan estas palabras de circumpotatio en honor a mi hermano.
Pensé que esta muerte de la que fui testigo sería una anécdota irrepetible, y hasta una lección de buen morir, en tanto y cuanto se rió de lo ineludible. Conté lo que pasó a mi amigo Ramón. El pobre apenas puede andar, da pasos lentos y cortos por padecer artritis reumatoide en todo el cuerpo, pero que le afecta especialmente en la columna vertebral y en concreto en la parte lumbar.
Me narró entonces la muerte de su hijo. Junto con lo que yo le conté nos quedamos los dos pensativos, pero con su historia lloramos a dúo, amargamente. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. Me encontré con él por casualidad en los soportales de la Plaza Mayor. Los dos coincidimos esperando a que pasara la tormenta. Coincidió que dejó de llover cuando se acabó nuestro llanto compartido. Nos despedimos, hasta que nos volviéramos a ver.
Ramón tuvo dos hijos. Uno de ellos, el que murió, que se llamaba igual que él, se había ido hace tres años lejos del hogar. Supuso un gran disgusto para toda la familia. Generó la lógica inquietud sobre qué sería de su vida. Me acordé del sentido aventurero de mi hermano durante sus años mozos, algo que tuvo que dejar cuando se casó y tuvo descendencia. Se quedó atado como todo hijo de vecino al trabajo, para pagar la hipoteca del piso, el chalet en la sierra, el coche, los gastos del día a día.
El otro hijo de mi amigo Ramón estudió económicas. Trabaja en una sucursal de Caja Postal. Está bien situado socialmente. Con los ascensos que promociona la empresa espera tener cierta holgura para cuando se jubile. Tiene uno de los mejores planes de fondos de pensión. Es el apoyo que le queda a su padre.
El amor a un hijo es inconmensurable. Una vez oí decir a mi padre que lo peor que le puede pasar a una persona es ver morir a un hijo. Yo opino lo mismo. Es tal el vértigo que me produce pensar en tal circunstancia que se me pone la carne de gallina.
Cuando Ramón me contó su caso nos abrazamos el uno al otro y lloramos. La lluvia nos envolvió en una burbuja de lamento y congoja. Tuve la sensación de derretirme por dentro. Mi alma se convirtió en un arroyuelo de lágrimas.
Su hijo mayor fue cada año a visitar a la familia durante las fiestas navideñas. Se presentaba por sorpresa. En la cena de colación cantaba villancicos. El día de fin de año tiraba serpentinas y bailaba con sus padres. Su presencia fue la fiesta en sí misma. ramón siempre dijo que su tocayo no era malo, sino muy suyo. Se iba y se iba, sin decir adónde ni el porqué. Pero un hijo no lo es por lo que hace o deja de hacer, sino por lo que es y se le quiere por tal motivo.
Un día llegó de manera inesperada. Una tarde de primavera. Su padre y su madre sintieron un vuelco en el corazón ¿Intuición? ¿Presentimiento? Puede que sí. Algo tenía que pasar Mi amigo y su mujer vivieron solos desde que su hijo pequeño se casó. Tenían a sus vástagos en el corazón y éste en un puño. ¡Ocurren tantas cosas!.
A Ramoncito no le pasó nada. Allí se presentó a sus padres en su condición de mortal, como todas las demás personas que habitan el planeta tierra. El drama fue que anunció que iba a morirse. Lo sabía, había llegado su hora.
Muchas veces he hablado con gente que le gusta parlotear, sobre si es mejor saber que te vas a morir o no. Saberlo lo sabemos, pero me refiero a saber en qué momento, más o menos, debido a una enfermedad incurable. Por una parte es mejor no preocuparse. Si no se puede hacer nada queda una esperanza, una ilusión al ignorar el mal irresoluble. Pero prepararse para morir y asumir lo que es el sino humano también es bueno y bonito. De todas maneras da mucha pena ver morir a alguien querido.
Ramoncito dijo a sus padres, sin preámbulo alguno ni recovecos dialécticos, que padecía un tumor cerebral incurable. Lo supo desde hacía ya varios años, pero no quiso preocupar a nadie. ¿Para qué? Pensado fríamente tuvo razón. Los dolores llegaron a ser insoportables y en la última revisión le dijeron que vivir sería, a lo más, cuestión de meses. Quiso morir en casa, en el regazo de sus mayores.
Mi amigo y su esposa no pudieron llorar en el momento de saber la noticia, porque no les cupo una pena tan inmensa. Llevaron aquel trago tan amargo de la vida con suma entereza. Decidieron afrontarlo sin dar muestras de desesperación ni dolor, para hacer la despedida de su hijo más amable y con agrado. Se resignaron. Para Ramón fue un orgullo que su hijo quisiera morir con ellos al lado, y en casa.
Dentro de la enorme tristeza sintió un trasfondo de felicidad. ¿Qué hubiera sido de haberle encontrado muerto quién sabe dónde? A la hora de resignarse da lo mismo, pero a la hora de recordar la cosa cambia.
La madre recordó cuando antes de nacer daba pataditas en su barriga. Ella le acariciaba intentando tocar un piececito, y se lo señalaba a su marido. Fueron cuatro veces a urgencias creyendo que ya iba a nacer, sin que sucediera hasta la quinta. ¡Oh desgracia! el primer hijo que nació fruto del amor conyugal iba a ser el primero en morir en su presencia. «¿Qué se va a hacer?», se dijeron uno a otro, la estoica pareja.
El matrimonio no supo qué decir o qué aconsejar a su mortecino hijo. Si difícil es educar a un niño y convivir con un adolescente en circunstancias normales ¡qué no será con aquellos requisitos! ¡Nos educan para tantas cosas inútiles! Luego sucede algo imprevisto y no sabemos qué hacer. Yo sé que alguna vez moriré, sé que me enfrentaré a la muerte cada vez que fallezca un ser querido. No me han preparado para ello, ni siquiera para pensar en algo tan inmediato. Sin embargo me pasé dos años estudiando los logaritmos que nunca he usado ni sé para qué sirven.
Ramoncín fue un chaval de mundo. Tuvo muchas experiencias y sabía varias teorías para cualquier tema, muchas incomprensibles para sus mayores. Mostró un aplomo digno de encomio y admiración. Fue a los brazos de su madre y de su padre a esperar la muerte. Pareció un torero acercándose al animal astado. Respirar se convirtió para él en una proeza. Saboreó cada espiración e inspiración. Una actividad tan mecanizada dio sentido a vivir su agonía. Se esforzó en sonreír, para que sus padres le vieran feliz.
Poco antes de morir la madre preguntó a su queridísimo hijo si deseaba algo especial, alguna comida, lo que fuera. Nada quiso, sino estar con sus progenitores y esperar. Dijo que soñaba estar en la cama de cuando fue pequeño y que compartió con su hermano. El colchón fue de lana, dejaba la forma de su cuerpo acurrucado y su mamá le hizo creer de niño que era un nidito.
Tanto él como su hermano recordaron las calurosas tardes de verano en el cuarto trastero, acompañando al señor encargado de varear la lana. Se acordó también de cuando se quedaba en casa con fiebre, sin ir al cole, y su papá se acercaba y sentándose en el borde de la cama acariciaba su cabello. Recordó aquellas situaciones con sabor a té con azúcar. también cuando su madre le contaba cuentos de Mary Popins, de Dumbo, Blacanieves, el corderito Berdelín. El cuento de María Sarmiento, y otros. A cada frase preguntaba «¿y por qué?».
Ni cortos ni perezosos sus padres vaciaron el estudio, en que se había convertido su antiguo cuarto. Con la ayuda de tíos y vecinos reconstruyeron el escenario igual a cuando fue pequeño. Se empeñaron en darle una buena muerte. De no poder hacer nada, al menos rozar la felicidad de manera fugaz. Fue una manera de hacer cosquillas a la muerte. Fueron los últimos coletazos de sus sueños. Ramoncín no pudo aguantar las ganas de llorar cuando le trasladaron a un trozo de su pasado, a su casita de la infancia, con el colchón de lana, el cuadro de un ángel, con carita de niño en la cabecera. Lloró, acompañado en un común lagrimeo con sus padres y hermano.
Todas las noches de su infancia su madre rezó con él y su hermano la oración del Niño Jesús. Al contar esto la mamá, desde ese mismo día volvió a repetir aquella oración junto a él. Le ayudó a juntar las manos, para orar: «Niño Jesús, eres niño como yo. Por eso te quiero tanto y te doy mi corazón». Ramoncín fue ateo, pero le gustó volver a jugar con el recuerdo y volver a mirar hacia Dios, pues de pequeño habló con él, hasta que, sin saber cómo ni por el porqué, se alejó de la fe sin echarla nunca de menos. Vivir es recordar, o vivimos para recordar. Sea como sea el recuerdo siempre nos acompaña.
El hermano de Ramoncín consiguió una grabación de los teleniños, para que todas las noches escuchase «vamos a la cama que hay que descansar, para que mañana podamos madrugar». Se lo pusieron en un vídeo.
Cuando el médico avisó de que las constantes vitales de Ramoncín dejaban paulatinamente de responder, su padre se sentó a la cabecera de la cama y le acarició el pelo. Su madre no dejó de mirarle, sentada a sus pies. Imagínense, queridos lectores, cuando me lo contó el padre ¡cómo no íbamos a llorar!.
Llegó un momento en que el hijo respiró sin ninguna conciencia, con los ojos cerrados. Alguna vez recobró el aliento y por un instante abría los párpados para otra vez descenderlos, a modo de telón . Se esforzó en sonreír, con labios lapidarios y pálidos. Acurrucó la cara entre las manos de su padre.
Cuando murió fue la primera vez que sus padres lloraron con un berrinche delante de su hijo, el cual dejó una lágrima recorriendo su mejilla derecha. En la comisura del mismo lado se juntó con otra que cayó de los ojos de su padre. Fue un río de llanto. Todos esperaban su muerte inevitable, pero hasta que no sucede nadie se hace a la idea. En ese mismo instante, la madre se abalanzó sobre el cadáver de quien ella parió y dijo «¡hijo mío! ¡hijo mío!».
¿Cual fue su vida? ¡Qué más da! Murió. Una muerte tan bonita y al mismo tiempo penosa. Tuve un compañero de trabajo que siempre repetía la cantinela: «vivir es una pena, una pena». Yo traté de animarle y le repliqué, a modo de caricatura existencial: «la vida es maravillosa ¡anímate!». En ocasiones di música a dicha letra. Lo bello en el último trance de la vida no elimina la tristeza. Ya lo dice el refrán, «lo cortés no quita lo valiente».
Este suceso de óbito, en la metáfora de las velas, me recuerda a una que encendí con mi esposa el primer día que cenamos juntos en casa Comimos una sopa de espárragos con picatostes y una raja de merluza, congelada, frita con rebozo, de harina y huevo, adobado con ajo y perejil. La luz de la llama creó un halo de amor. Le prometí que nunca se apagaría aquella luz que iluminó mi corazón. Ella todavía guarda los restos de cera que quedaron en un pequeño candelabro. La vela se consumió lentamente, con un silencio musical de fondo. Nos quedamos dormidos en la alfombra, olvidándonos de hacer el amor como habíamos previsto.
Me han contado cosas de la enfermedad de Alzheimer y sobre la demencia senil ¡terrible!. He visto escenas escalofriantes, en la televisión, de muertes por atentados y accidentes de tráfico, pero nada me causó un impacto tan fuerte como aquello que narró mi amigo.
Cuando creí que estas dos historias fúnebres fueron lo sumo que podía concebir, en cuanto a experiencias mortuorias, todavía una tercera me ha causado resquemor. Antes de vivir tal escenografía fúnebre, me pasó algo digno de ser contado.

Cuando estuve inmerso en estos pensamientos, sobre la muerte y sobre el sentido que da a la vida, y al mismo tiempo lo indefenso que nos sentimos los seres humanos ante tal condición sine qua non, leí en unos carteles en la calle : «Aprende a morir». No supe qué pensar. ¿Una secta? que quiere captar adeptos ante semejante problema. Incluso si fuera tal, curiosear sobre tal tema no me importó. Pero vi el mismo anuncio en un periódico, lo cual da un carácter de seriedad mucho mayor.
Compré otro periódico, de tendencia política de derecha y otro de izquierdas, ya que el que yo leo es el local de la querida provincia en la que vivo, y espero morir en ella. También en ellos leí el mismo anuncio.
Mas no conforme con leerlo, al pensar que podría ser una alucinación, dada la idea obsesiva que reconozco que tuve sobre el tema, se lo hice leer a un amigo en el bar. Confirmó que sí, que ponía lo de aprender a morir. Él y los otros dos, junto al camarero de la barra, se rieron de que me interesara por un tema tan inusitado y estrafalario.
Me reí de mí mismo y simulé que se lo enseñé para que vieran qué gente tan rara hay por el mundo. «¡Cuidado! no lo aprendas de memoria y en lugar de un diploma te den un ataúd», dijo Germán. Con el tema se trajeron un buen cachondeo. Lo que da prueba de que es un tema del que la gente huye y no quiere saber nada. Beata tranquillitas, que dijeran los clásicos. Allá cada cual. Al fin y al cabo también los romanos supieron que hoc illus curras, unica meta mori. Yo estuve interesado en el asunto de saber morir, aunque de cara a los demás clandestinamente.
Llamé al teléfono que indica el anuncio. Al día siguiente me presenté a dichos cursos, que me interesaron sobremanera. Me apunté, rellené la ficha, aunque con cierta desconfianza, pues a una secretaria le comenté que si es posible morir de amor. Al fin y al cabo si era un curso tendrían que enseñar de todo. «Eso es más para el arte dramático», contestó. Claro, es un tema muy literario.
Como insistí me dijo que eso lo podría hacer en un master para especializarme, pero que en España tales no se dan. ¡Vive Dios! que no me hubiera importado asistir a tales cursos en Estados Unidos, Alemania o adonde fuera. Tal secretaria, ante mi insistencia, que yo pensé sería de su agrado pues es un tema tabú para la masa social, me dijo que la profundidad teórica se adquiere con el método Stanislavski. Yo no supe qué era eso. Luego sí, pero poco tiene que ver con la muerte. Si se quiere un poquito sí, pero de refilón.
¡Ja! me exigieron asistir en chándal. Yo que me presenté al día siguiente tan trajeado. Son cursos para actores que aprenden a morir para las películas de violencia, a caballo, tras un golpe, por envenenamiento. ¡Eso no es lo que yo esperé encontrar!. Pues no me devolvieron lo que pagué de matrícula. Hasta de la muerte se hace un espectáculo sin que nos demos cuenta los espectadores. Las películas de violencia se venden porque nos hacen ver la muerte, pero de lejos y sin pensar demasiado en ella. Que decepción.
Sin embargo digna de Almodóvar es la tercera historia, que, también, llegó a mi corazón. Tanto, que tras volver a mi casa me he puesto a escribir.
Fui al Hospital para acompañar a mi grata y apreciada esposa. Ingresó para ser operada de cáncer de pecho. Todo salió bien, gracias a Dios, pero la estancia allá conmovió mi existencia.
Desde el primer día que nos apalancamos en la habitación los pasillos y todo el conjunto hospitalario fue un hervidero de rumores. Incluso en el bar se habló sobre la planta de la unidad de servicios intensivos. Parece ser que había una revolución en marcha.
Una revolución en el sentido literal del término. Un enfermo de SIDA, en fase terminal, había escrito un panfleto en el cual reivindica el derecho a ser feliz ante la muerte y celebrar tal situación en vida. ¡Pues que sea feliz, nadie se lo impide!» es lo primero que me vino a la cabeza. Pero, pensándolo luego un poco más detenidamente, es cierto que la sociedad genera una mentalidad que lo impide.
El autor del panfleto no defendió la eutanasia, como algunos periodistas interpretaron, sino el gozo del momento previo a la muerte. Es muy importante que cuente esta historia, pues nada tiene que ver con la información que se hizo pública.
Si se piensa bien lo previo a la muerte es toda la vida, incluso lo inmediatamente anterior, pues nadie tiene asegurado el segundo siguiente. Un infarto, una caída, una bomba, el balazo de un loco, una maceta caída desde un balcón, cualquier circunstancia mórbida puede hacernos presente la muerte. Ya lo dijo Horacio «carpe diem» y el mismo autor advierte «pulvis et umbra sumus«.
Los enfermos graves y terminales, en apoyo a dicho manifiesto, celebraron una fiesta. Cantaron en las camillas. Quienes no se pudieron levantar movieron los dedos de los pies. ¡Verlo para creerlo! porque a mí si me cuentan esto no me lo creo. Oí gritos de júbilo y alborozo. Los servicios sanitarios no supieron qué hacer, ante tal desmán. Los acontecimientos les desbordaron. No supieron reaccionar a la rebelión de los enfermos terminales. Muchos otros, a pesar del dolor que sintieron por la enfermedad que allá les llevó, movieron las sondas y la cabeza en señal de apoyo a aquel acto. Los familiares quisieron evitar el desmadre, pero cuando estalló fue imparable.
Al impulsor de aquella movida se le conoce desde entonces como «el príncipe de los moribundos». Se hizo famoso por su agonía festiva y llena de sentido del humor. Los medios de comunicación le hicieron pasar por un loco suicida. Nada más lejos de la verdad de lo que sucedió. Quien estas palabras escribe fue testigo presencial. Cuento lo que sé de primera mano.
Fue un joven gitano. Treinta y seis años de edad y con siete hijos a su cargo. Sufrió un accidente de tráfico. Una transfusión de sangre irresponsablemente realizada le contagió el síndrome de inmunodeficiencia adquirida. No quiso que su mujer e hijos se preocuparan de su muerte. En casa dijo que se iba de viaje, a otra ciudad, para trabajar en su negocio habitual de vender coches de segunda mano.
Fue a morir al hospital. Su mujer supo lo de su mal, pero hasta el último momento pensó que sería solamente portador. Él presintió su muerte y quiso adelantarse a ella, lejos de sus seres queridos. Sin embargo, en cuanto se enteró su hermano Jacinto, todo el clan fue a verle, amigos, parientes, ¡todos! Y consiguieron mantener el secreto de cara a su esposa, digna y amable como ella sola. Evidentemente no fue posible del todo, porque los silencios y las miradas cómplices se hicieron delatores.

El agonizante gitano se sentó en la cama, la cual dobló su amigo, para que apoyase la espalda. Simuló conducir un avión. Horas antes de morir hizo que lo pilotaba y se fue despidiendo uno por uno, de los que pasaron a darle el último adiós. El hospital se llenó de sus compañeros de raza. Pareció un auténtico rey, al que los súbditos fueron a rendir honores. La manera en que se enfrentó a lo irremediable causó sensación entre los suyos, y entre los payos que allí estuvimos también. Doy fe de ello.
Pidió este hombre sui generis, a su cuadrilla de palmeros que hicieran un corro y que taconeasen al estilo calé. Inventaron, con su improvisación, el hoy famoso redoble fúnebre que se escucha y baila en los entierros de Andalucía, y en todo funeral cañí. Luego dijo adiós a la vida desde su imaginaria avioneta en la que viajó al otro mundo de silencio o de Dios. Si misterioso es el momento de la muerte ¡qué no será lo que hay más allá!
Su mujer llegó corriendo, pues nada más cerciorarse de la verdad de lo que le pasó a su marido, salió escopetada para estar a su lado y decir «aquí estoy yo, para lo bueno y lo malo, unida a ti hasta la muerte». Todos en el hospital paralizaron su labor. Dio la impresión de que los demás enfermos ralentizaron su mal. Quedamos expectantes. Era una princesa de viento al andar. De un piso a otro, de pasillo a pasillo se transmitió lo que sucedió, en una cadena de cuchicheos, conocida como «radio macuto».
Me pareció demasiado espectacular aquella parafernalia. Curiosa, pero una exageración. Sin embargo, cada segundo que pasó me atrajo más y más a esa historia que se rezumaba segundo a segundo. El gitano besó a su esposa. Le dijo «te amo». Pidió luego quedarse solo, para decir adiós a la vida.
Pilotó hacia la muerte. Su último acto fue encender un casete, que reprodujo una emotiva canción: «quiero estar sola esta noche contigo», «nunca sabré mi lazo de amor que ha nacido por ti», «nunca sabré porque siento tu pulso en mis venas» … Fueron algunas estrofas que se escucharon en todo el hospital, en cada sala. Fue un sonido atronador que puso a todo ser humano presente allá, los pelos de punta.
Los enfermos salieron como pudieron de las habitaciones. Yo con mi mujer, sentada ella en una silla de ruedas, también. Nos asimos la mano. Vimos pacientes ulcerosos, ciegos, hemipléjicos y familiares, rindiendo un último homenaje a quien vivió la muerte presentándose cara a cara a ella. Unos pocos comenzaron a aplaudir, y luego otros, y otros hasta que fue una ovación apoteósica.
No hubo nadie que no aplaudiera. ¡Hasta los doctores más reticentes a ese tipo de manifestaciones! . Besé a mi cara y, en ese momento, compungida, esposa. Le dije «te amo». Ella a mí lo mismo. Había resonado antes de comenzar la canción, un trueno de voz que lanzó el rey de los moribundos: «te amo», como mensaje final a su afecta mujer. Comprendí que si se ama, sólo se sabe al final de la vida, porque el amor o es entero y para siempre o no es nada, sería, de no ser así, otra relación, otro compromiso. Lloré y sonreí al mismo tiempo cuando escuché aquella canción. Cuando pienso en aquel momento todavía una lágrima se asoma a mis ojos.
En la metáfora de las velas veo una tarta llena de ellas. El rey moribundo quiso apagarlas con todas sus fuerzas y provocó un aire huracanado que le llevó a otro mundo. Me viene al pensamiento la imagen de mi abuelo Teófilo, cuando encendía las velas durante las tormentas, al irse la luz. La oscuridad me daba miedo. Debido a las llamas de las velas veía las ventanas y paredes titileantes, por el reflejo de la luz. Y los juegos de sombras dan vida a monstruos imaginarios, lo que también me hizo sentir temor. Al volver la luz de la lámpara siempre tuve la impresión de ver un grito de luz y sonreía. La llama de la vela en tal situación no se nota, no se percibe. Mi abuelo la apagaba, la guardaba y nadie se acordaría de ella luego, hasta el próximo apagón.
Ya lo dejaron escritos los romanos hace más de tres milenios, en palabras que mueren de olvido: «mors ianua vitae«. O como escribió el honorable Horatus Flaccus: «mors et fugacem persequitur virum«. De cuentos no vive el Hombre, pero vivir y morir se hace más llevadero.
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