Escribe Marcel Proust en su obra «En busca del tiempo perdido», en el tomo «La fugitiva» que  el placer es placer cuando va unido a una emoción.  Hay un pasaje especialmente intenso y bello, tremendamente bello que quiero resaltar por la belleza erótica que rezuma y por lo que reflexiona en torno a tal sensación sentimental sensual. ¡Son tantas cosas que se entremezclan!.

«No podemos juzgar el encanto de una persona que nos es ajena como todas las demás, pintada en el horizonte de nuestro pensamiento, y el de una persona que que por el error de localización debido aciertos accidentes pero tenaz, se ha instalado en nuestro propio cuerpo hasta el punto de que preguntarnos restrospectivamente si no ha mirado cierto día a una mujer en la estación de un pequeño ferrocarril marítimo nos hace sentir los mismos sufrimientos que un cirujano que buscara una bala en nuestro corazón. Un simple bizcocho, pero que lo comemos, nos hace sentir más placer que todos los hortelanos, lebratillos y perdices reales que le sirvieron a Luis XV, y la brizna de hierba que en unos centímetros a nuestros ojos, cuando estamos acostados en la montaña, puede ocultarnos la vertiginosa aguja de una cumbre si dista de nosotros varias leguas».

«Por otra parte, nuestro error no es estimar la inteligencia, la bondad de una mujer a la que amamos por pequeña que sean; nuestro error es permanecer indiferente a la inteligencia la inteligencia y a la bondad de las demás… ¿no me merecían otras más confianza que Albertina?, ¿no tenía con otras conversaciones de más alto alcance?. Y es que la confianza, la conversación, cosas mediocres, ¿qué importa que sean más o menos imperfectas si en ellas entra el amor, lo único divino?. Volvía a ver a Albertina sentándose a la pianola, toda rosa bajo su cabello negro; sentía su lengua bajo mis labios que ella intentaba abrir, su lengua, su lengua maternal, incomestible, nutricia y santa, cuya llama y cuyo rocío secretos hacía que, incluso cuando Albertina no hacía sino deslizarla por la superficie de mi cuello, de mi vientre, esas caricias superficiales, pero en ciertos modo hechas por el interior de su carne, exteriorizado como una estofa que mostrara el forro, adquieran, aun en los contactos más externo, como la misteriosa dulzura de una penetración«.

«Al mirar a Albertina con mis labios y alojarla en mi corazón no sólo cometí al imprudencia de hacerla vivir dentro de mí ni esa otra imprudencia de mezclar un amor familiar con el placer de los sentidos».