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Cuando se oye una melodía de música clásica o una canción que nos apetece escuchar, solemos decir que nos gusta, algo ya muy predeterminado y banal en las redes sociales que hacen superficial la palabra, aunque sirva para que se difunda, esto sí. Tal es su función, la de ser un medio y no un fin como sucede en múltiples ocasiones. Pero cuando escuchamos atentamente la melodía o la canción nos dice algo debido a que nos trasporta a un estado de ánimo determinado, despierta recuerdos, anhelos o inspira alguna idea.
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De la misma manera si no leemos de pasada la poesía, sino atentamente, más allá de si me gusta o no, es posible que nos provoque una reacción. En ocasiones incómoda. Pero sólo desde el sentimiento es posible entender la poesía, adentrarnos en la palabra para que nos comunique su ser, porque tal es el sentido de escribir. Más cuando se trata de escribir poesía si una autora, o autor, escribe por la necesidad de expresarse.
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¿Qué hace que sea necesario escribir? ¿Qué es lo que impulsa a lanzar lo escrito a los cuatro vientos, como es editar un libro?, sobre todo cuando alguien se compromete con la palabra escrita y la hace visible, y se hace, de alguna manera, trasparente. Quien ha dado este paso ha de caminar después fuera de su obra con las mil caras que nos permite la vida y no los otros rostros, esos que quedan difuminados entre los versos, entre los renglones. Precisamente porque el escritor, la escritora, quiere abrir un hueco en esa realidad y gritar que existe, que existe ese otro mundo interior. Que no vemos, pero desde el que miramos. Y más con la poesía, que además de dar fe de esa existencia crea un escenario en el que es posible vivir los sentimientos y crea mundos de lenguaje para que vivan las emociones, que son variadas y en conjunto forman el idioma de las dimensiones interiores: del amor, la pasión, la decepción, los deseos, sueños, distancias, recuerdos.
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Las poetas y los poetas intentan también seducir al lector con sus versos, porque quieren que sepa que hay un mundo en el que viven los sentimientos y necesita, ¡necesita! llenar esos mundos de más gente que se deje llevar y permitan que afloren, de vez en cuando, nuevas formas de estar y de ser que hagan crecer el tiempo que vivimos cotidianamente. Pretenden con la poesía conquistar más “territorio” para el arte, para la poesía y hacer que la rutina, las obligaciones caseras, los horarios no sepulten esas sensaciones, para lo cual necesitan más, más del otro, más de los otros y otras. La poesía busca poesía, sí.
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Porque la poesía ¿desvela o por el contrario oculta?, ¿hace visible o empaña realidades y sentimientos? No es fácil la respuesta, porque escribir en forma de poesía no siempre es poesía. A veces hay poses, hay “querer ser poeta”, pero por ser algo más, que puede ser extravagancia, un halo cultural, un atractivo añadido y más sutil que tener un cochazo o un puesto en la administración, pero sin la necesidad imperante de ser poesía, ni de que sea la palabra quien escriba.
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Es cuando se quiere dar una respuesta que hay que entrar en lo concreto. Por supuesto subjetiva, porque subjetiva es la poesía, tanto en el acto de escribir como de leer, pero el subjetivismo adquiere consistencia cuando es compartido. No un simple punto de vista, sino que adquiere una perspectiva de existencia y a su vez de espacio y tiempo interior, cuya atmósfera son los sentimientos.
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Reiteradamente en actos académicos se repite que nadie escribe algo nuevo, que en el fondo la poesía siempre trata sobre lo mismo: la soledad, el amor, el miedo a la muerte, el sentido de la vida… Opinan los “jefes” de la cultura, quienes mandan lo que hay que pensar respecto a la literatura, que escribimos de diferentes formas sobre los arquetipos, que se repiten, pero cambia únicamente el contexto. Pienso que no es cierto. Quizá lo sea para quienes construyen novelas, dramas, poesías para situarse en sus particulares olimpos artificiales. Pero quien siente el impulso de escribir no, nunca repite la misma palabra usada infinitamente. Muy iluso tiene que ser quien la copie.
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En este libro lo vemos con meridiana claridad. La autora escribe llamada por la palabra escrita. Cuenta, poetiza, dramatiza “mi amor”, “mi estado existencial”, “mi mirada ante el mundo”, “mi anhelo” y demás. Nunca es un arquetipo, eso viene después, si es que lo hubiere más allá del concepto. Es este “mi” el que predomina en el arte, lo que hace que un escrito sea literario es lograr convertir dicho “mi” en el “tu” del lector: “tu amor”, “tu esperanza”, “tu frustración”, etc. Lo cual nunca se repite, nunca es lo mismo. No puede serlo. De ahí el deseo y la necesidad de escribir y de leer. Es una búsqueda que forma parte del idioma de la creatividad. Es lo auténtico. Pero no basta, hace falta el sentido de arte. Otra cosa son las querencias de ser nombrado, de figurar en los anales de premios e inscripciones en las paredes de recintos universitarios.
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Evidentemente trasciende el “me gusta”, también a “es bonito” uno u otro verso, o “me llena”. Si como dijera Ortega y Gasset “vivir es más vivir”; la poesía es más poesía, o no es.
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Frente a la poesía que se HACE se abre camino la poesía que SALE, aquella que brota de dentro, lo que surge sin ser una composición. Es ésta la que no es dirigida, ni pensada por una ideología, la queja, el estado de ánimo, el sentimiento estético, lo formal-izado, ni por la extravagancia o el género o lo social. La poesía es, luego todo lo demás que se quiera, pero después. Por eso no entra en clasificaciones, en determinada generación del… o estilos. Sólo así nace la poesía que es un acto liberador, porque si quitamos lo poético a la poesía ¿qué queda? Un mérito de este libro es haber dejado una huella de lo invisible de la palabra.
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El paso del yo que hace ser también “yo” al otro es la grandeza de la escritura-arte, que pocas veces sucede. Por tal motivo es importante entender las obras literarias como únicas y singulares. En algunas, como es el caso, la capacidad de trascender al conseguir fraguar lo subjetivo compartido. Nada de puntos de vista objetivos. El hecho literario ha de hacer sentir orgullo a quien escribe. De lo contrario es un paso hacia la decadencia de la escritura.
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Y no se trata de comprender, sino de percibir y acompañar con la lectura con el sentido de llegar a un latido común y ser ola, y notar el vaivén de lo escrito. Si perdemos tales coordenadas se esfuma lo poético.
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Recomiendo siempre leer poesía en voz alta, para uno mismo, porque es lo que permite unir aquello que traspira un poema: el fondo con su forma. Y volverlo a leer, sin voz si se quiere otra vez, como cuando alguien pasea bajo la llovizna o en un día soleado. Todo paseo lo es porque es de ida y vuelta.
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La atmósfera de este libro es amor, en diferentes formas. Recorre todo el libro, formando un paisaje, una veces nublado o con lluvia, otras con luz, la esperanza, durante la noche, al alba, en los cuales se sitúa la autora y grita cuando danza y sueña. El amor recorre las tres partes del libro. ¿Qué le hace original? Cada lector deberá experimentar el punto en que le engancha esta obra poética que forma un todo. Porque darse en la poesía como lo hace la autora exige valor, pero también su lectura porque despierta de la modorra, de la complacencia, de la lectura de entretenimiento o por compromiso del tipo que sea. La poesía exige complicidad. Este libro dirige su mirada al lector de una manera especial. Pienso que la autora es consciente de este hecho, porque sabe, supongo, que es necesario para ella, para el lector y para la poesía.
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Muchas veces sucede que un libro es su autor, expresa o cuenta sus sentimientos, opiniones, ideas, poesía, pero falta algo que no se sabe qué es. Otras veces leemos textos perfectamente construidos, sin errores, bien definidos, pero falta algo… ¿qué? La poesía de Cristina sucede, pienso, en un texto intuido, al que va dando forma después. Parte de lo personal, no cabe duda, pero no se queda en ello, sino que es una semilla que desde su experiencia crece y florece más allá, en un modelo de sentimiento con el que logra crear un ambiente propio, lo cual en poesía tiene un gran mérito. No es algo que se invente o se pueda fabricar, requiere sensibilidad, una sensibilidad especial, poética, lo que Salvador Negro llama el “don”. Al querer la autora expresar tanto, al desear que fluya la palabraverso, echo de menos que deje hablar al silencio poético, que entre en calma la palabra y el silencio intervenga, alguna vez, no únicamente lo silencioso o silenciado: la muerte.
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Cristina define el instante, no siempre el mismo. Lo sitúa en una escena en la que es ella quien, con la necesaria soberbia de escribir, mira a través de la palabra y dice “aquí estoy”. Dejar que surja es quizá lo más difícil y meterse en él sin quedarse, porque ¡cuántas veces se esconden los autores y las autoras, y dejan a los versos náufragos!, por muy bonitos que sean.
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Me sorprendió en una primera lectura algo que se confirma al final, casi fuera del poemario. Una experiencia que señala Marcel Proust: “escribir es espejear”. Mucha literatura, incluso conocida, cae en el laberinto y da vueltas sobre sí misma. En esta obra el espejo-palabra no es casual, porque lo plasma al trascribir algunos poemas tal como se viera en un espejo, del revés de derecha a izquierda. Pocas veces se presenta un escrito a modo de un espejo, lo que Cristina hace y dice al lector “¡mira!” Lo cual estremece al final, cuando se hace obligada una segunda lectura desde el otro lado del espejo, porque ha calado el mensaje que pudiera ser, o no: el tú en relación al otro y entre medias el amor inacabado.
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La magia del espejo es que al escribir refleja al autor, pero al leer lo mismo sucede a quien lo tiene en sus manos. Cuando se rompe, cada trozo sigue siendo un espejo. Lo cuenta la autora, pero quedará como una metáfora en el mar de ellas, si no lo experimentamos, si no recuperamos el instante en que la poesía nos sucede como lectores / lectoras. He aquí lo que hace que sea de tal intensidad, al ser la poesía de Cristina una experiencia para el lector, una experiencia poética.
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Leer poesía exige entrar en esa atmósfera creada, ¡entrar!, lo cual da una dinámica a la lectura. Pero no siempre hay puertas que permitan este proceso. Por ello la forma tiene importancia, no cómo formalismo poético o poetizador como se suele usar en ocasiones la poesía, sino como ritmo que no siempre se busca, pero se encuentra cuando sucede, a veces sin saber por qué. Muchas partes de este poemario, en el que la autora “insiste”, me ha parecido el mecer de una cuna en la que los versos se acurrucan. A cada cual puede sugerirle una imagen diferente. No en vano la musicalidad de las letras lo permite.
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En la prosa de esta obra aparecen metáforas y también en cada título de las tres partes en que se divide. Tres fases de los siempre valores universales que nutren la poesía desde la primera a la última que se escriba. Y, sin embargo, ¿una más?, sí, con su peculiaridad que viene perfectamente definida en el título.
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Por todo esto me ha asombrado la claridad con que define Cristina su intención y cómo de esta manera hace poesía y saca lo que escribe de los oscuros recovecos gracias a que ha convertido sus poemas en una corriente continua de palabras en las que arrastra el deseo de amar, de volver al deseo de ser amada. ¿De qué de otra manera describir al amado sino en el silencio? La soledad como un único verso que se desgrana, se ramifica al ser acompañada de otras soledades que cada uno guarda. Por esta razón la poeta busca al lector, de la misma manera que quien lee busca lo poético de la poesía.
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Porque ¿no es acaso poético lo que no vemos? El arte lo hace visible porque el espejo refleja una imagen, ¿cuál?, depende de dónde lo coloquemos, en qué parte de nosotros como lectores nos situemos, por eso Cristina no define ni siquiera lo que siente. Trasmite. Y a su vez permite que fluya la poesía en la medida que imagina el amor, como si lo que siente fuera algo que pasa y queda y en eso es, al situarse fuera del tiempo. Perdura la poesía.
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Como esa mujer trasparente a la que canta José de Espronceda: “… óptico vidrio presenta / en fantástica ilusión, / y al ojo encantado ostenta / gratas visiones, que aumenta / rica la imaginación…”. Es así que Cristina sumergida en su poesía inventa un amor real, vivido, porque lo trasciende más allá del recuerdo, de las sensaciones que perduran, de lo que espera en la ruleta de tréboles de cuatro hojas y va a decidir bailar sola, como una maldita e invita al lector a inventar también el amor, porque sólo así es posible amar.
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¡Cuántas veces nos quedamos en la orilla! y, sin embargo, Flantains coloca una barca al borde de lo que escribe. Aparta el silencio que se echa en cara a sí misma, convertida la autora en un personaje de su poesía y trasgrede aquello que no pronunciamos en la vida cotidiana, lo oculto que vemos, pero que hacemos como que no se ve. Desaparece la poeta en sus versos, para que renazca en el lector la poesía. Tal es la capacidad de crear, lo cual es ¡tan difícil de conseguir!
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La locura siempre espera… porque en todo ser hay un no ser que está en el espejo, ese que Cristina Flantains ha construido aposta y así lo dice… al final. Me quedé sorprendido. Pero también al comienzo de todo, antes de empezar a leer, en el título ofrece su esencia. Es al final cuando se comprende. El amor también. Y la poesía. Es al final de la vida cuando comprendemos vivir, porque ya no preguntamos ¿por qué?, sino para qué. La autora dice ¡mira!, igual que una niña o un niño lo dice cuando quiere compartir algo que le asombra.
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Llevado por la lectura dejé de preguntarme ¿por qué este título? Todos los grandes enunciados, grandiosos me refiero, acompañan el recorrido de la obra, pero además hay algo que nunca antes había visto, leído, que proviene de esa soberbia necesaria de quien escribe si es que quiere escribir. También la soberbia necesaria para leer si es que se quiere mirar al espejo. Dejemos la humildad para lo mediocre, para lo que pasa de soslayo. Digo “soberbia” tal como su significado dice: “lo que está por encima”, pero no de los demás, he aquí la soberbia poética, la que aparece al situarnos en lo más alto de nosotros, por encima de nuestro ser cotidiano.
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No fue al resolver un laberinto como me encontré con lo grandioso del título, sino tras releer las poesías, al remover las palabras espejeantes de Cristina que me hicieron vislumbrar trozos de mis sentimientos a lo largo del tiempo convertido en un instante. ¿Cómo es posible? Al leer a otros y otras poetas, por ejemplo Pedro Salinas, Salvador Negro, Carlos Aurtenetxe, Alfonsina Storni, Antonio Gamoneda, Octavio Paz, Santa Teresa de Jesús, me hubo sucedido algo parecido, pero no de la manera en que en esta lectura… algo, algo que no supe qué es y fue para mí un reto volver a leer, despacio, y descubrir la causa de semejante impacto. Una sorpresa.
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Descubrí, sí, que Cristina había volado por encima (soberbia) de su poesía y trasmite ese vuelo al lector porque plasma los versos desde el título: el número áureo, el más bello de los números formado de infinitos decimales, como son infinitos los sentimientos, pero que van unidos como las gotas en una nube. Un número que es irracional, como irracional es la poesía. Pero es más que una cifra, es el número de oro que representa una proporción con la cual se hacen las obras de arte profundas, desde cuadros, edificios, esculturas. No es un número inventado, sino descubierto en las formas de la naturaleza en la cual aparece una medida que se repite como forma geométrica: en los copos de nieve, en los pétalos de las flores, en los caparazones de insectos y moluscos… pero que en la poesía, en la escritura en general tal proporción no es numérica, sino invisible, no se mide, pero está, y así en la poesía lo áureo es el alma de la forma, su contenido el amor, el cual se repite en sus mil formas, pero siempre de una manera novedosa, nueva, que descubre el instante. Otra vez el instante, otra vez el silencio, siempre el amor, otra vez. Sí. La poesía, cuya esencia muy pocas veces gotea en la palabra.
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No es un planteamiento aislado el que aplica en su poesía Cristina, hay compañeros de viaje en las profundidades del sentimiento, al cual llega lo que Aurtenetxe llama “el submarino de la poesía”. Por ejemplo Eduardo Scala en su obra “Nuevas investigaciones poéticas” propone trascender la cáscara de la palabra para hacer que sea “la madre palabra”, de la que nace la sensibilidad que está en cada persona. Por lo tanto hay que dejar que hable, no como un entretenimiento o recreación, sino con la capacidad de crear, que es retratar estados interiores, de manera que como cuenta Scala lleguemos a los fractales del lenguaje para que éste comunique por sí mismo.
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Cada poema, cada renglón en prosa, que ha escrito Cristina Flantains, llama al lector: “¡¡danzad malditos!!”, sí: “palabras para la lucha, para el amor, para los sueños...”. En definitiva: volemos. Para lo cual nos recuerda, y advierte, que tenemos alas y que existe, siempre, una atmósfera poética en la que desplegarlas.
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La autora nos da sus palabras, ha recorrido un camino, “verso a verso”, y llama a la puerta. Abrirla es para entrar en un número misterioso que es poesía, una clave del arte que cada persona habrá de descifrar y usar por sí misma:
Suerte.
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