Cuando le pido a Cortijo que me pase sus escritos para recopilar los poemas que ha hecho se acerca con un revoltijo de papeles, con poesías, frases, pegatinas y cartas a los periódicos. Me dice: «Todo lo que tengo lo llevo aquí«, y señala su corazón.  Es una persona que expresa lo que siente. Al hablar con él cuenta con sencillez algunas vivencias, sin ejemplaridad, ni grandilocuencia. No es un héroe, no es un hombre de reconocido prestigio. Es él.  Lo bonito de su historia es que nos lleva a los rincones de la Historia, a los átomos de muchos acontecimientos, que no se ven si no es en la vivencia personal. Algo que cuando se destaca y se comenta es irreverente con aquellos que fabrican lo «grandioso».


Cortijo vive en Asturias hasta los 8 años de edad. De su pueblo recuerda el río, en el que se bañó y pescó. Una vez logró que picará el anzuelo una trucha de un kilo que su padre le tuvo que ayudar a sacar. La influencia de su padre ha sido primordial. La recuerda con gran complacencia. A  su padre le gustó mucho la música. Ese placer de escuchar notas y ritmos se la trasladó a su hijo, como una herencia espiritual. Florencio también le contó que una vez vio el teatro callejero de la Barraca de García Lorca, lo cual  Antonio recuerda con orgullo. Es para él una manera de haber participado de ese mundo que tanto admira.


Se trasladó a Valladolid con sus otros cuatro hermanos y hermanas, donde pasó un año. De allí le llevan, sus progenitores, al pueblo leonés  Gradefes, donde su padre ejerció de boticario. Al morir su familia se trasladó a León en el año 1949. Su infancia quedó marcado por la guerra civil y la postguerra.  El recuerdo de las campañas militares son las bombas de la aviación alemana cayendo sobre su pueblo. El 12 de Octubre de 1936. Recuerda tal fecha con una precisión pasmosa, 24 aviones vomitaron su crueldad contra su vida y su mundo. El oyó que fueron los fascistas. Años más tarde cuando vio una exposición sobre la guerra tras el golpe de Estado del General Franco, supo que habían sido aviones alemanes. Bombardearon su pueblo con bombas incendiarias. Su casa fue fulminada. Desapareció. Prácticamente todo el pueblo quedó convertido en una ruina. Él y su familia se escondieron en el bosque de castaños,   se hicieron paisaje junto a las pomaradas, huertos de manzanos. Allí los aviones hacían llegar sus balas de ametralladoras. En uno de sus escritos biográficos recuerda que la noche anterior cenó sopa o puré y huevos con patatas fritas.

De Gradefes recuerda el río. Al encontrar una orilla fluvial en donde pescar y zambullirse encontraba una parte de su pueblo natal. Allí comenzó a asomarse al baile de los mayores, que luego tanto influiría en su vida.

Dejó los estudios a los catorce años. Trabajó como vigilante de camiones en la azucarera de León. Luego en Correos como subalterno y cartero. Finalmente de dependiente en la tienda de calzados «La Imperial» de la calle Ancha. Ya jubilado se matriculó en la Escuela de Adultos entre 1990 y 1992. Allí manifestó sus dotes literarias, sin grandes repercusiones.


Su hacer político comenzó en 1972, participando en el PTE. De ahí pasó al PCE y con éste a Izquierda Unida. Proyectos políticos que para Antonio Cortijo no sólo han sido un proyecto de sociedad por el que merece la pena luchar, sino un espacio colectivo en el que expresar su sentimiento de libertad. Todos los que han estado codo con codo en su militancia le recuerdan como un gran compañero.


Es en el año 1980 cuando comienza a descubrir la poesía como cauce de expresión de todo lo que fluye en su mente. La vida que le rodea, la lucha por la libertad se amalgaman en su cerebro para emerger en forma de poesía. Ésta le compromete y no se conforma con una libertad formal que ofrece la transición democrática. Lucha por este objetivo, pero sigue más allá. Repite más de una vez: «La lucha por la libertad comienza cada día que te levantas de la cama y nunca termina, porque cuando me acuesto sueño con más libertad … hasta que un día nadie en el mundo pase hambre y que los ricos dejen de someter a los más pobres y de explotar a los trabajadores«.


Hasta ese año que marca su quehacer poético leyó a Julio Verne, las poesías de Antonio Machado, García Lorca, Miguel Hernández, Neruda. El libro que más veces ha leído es «La isla del tesoro».  En 1975 había escrito sus primeras palabras que públicas en una revista universitaria. Hasta cinco años después no volvió a escribir, pues la faltó el impulso necesario.


En aquella revista escribió el poema <Paz y Libertad>:

«Bajo aquella lluvia transparente
con nuestros cabellos mojados
estábamos sin nadie a nuestro lado.
Éramos como dos corderillos
en un bosque perdido,
bajo la mirada amenazante
de lobos o algo semejante.
No teníamos adonde ir.
Sólo  teníamos el cielo por techo
pero orgullosos nos dijimos
para nos lo más valioso: paz y Libertad.
Que en nuestro corazón
no haya maldad.
Nos ofrecimos sincera amistad.
La Paz, felicidad y
libertad
a ningún ser humano se le puede quitar
y menos con maldad
«.


En 1980 lo que le empujó a escribir, lo que destapó su expresión, a través de la palabra, fue asistir a un acto en el Consistorio de León, en el que intervinieron Nuria Espert y Rafael Alberti. A este gran poeta se acercó al terminar el acto y le preguntó, con timidez, sobre como era García Lorca. La respuesta del poeta de marinero en tierra fue: «Una persona que tenía pantalón, camisa y chaqueta». Así descubrió Cortijo la sencillez del arte y la grandiosidad de tal. Se vio a sí mismo como poeta, como una persona que podría escribir y recitar versos si le apetecía. Alberti le despertó porque le indicó que la poesía es del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, como cualquier libertad y progreso de la sociedad. Esta obviedad, parece un secreto que hay que desvelar cuando el Poder ha secuestrado el arte, lo ha falseado al convertirlo en un vano triunfalismo  de voces, cantos  e ideas atontadas. El arte del pueblo  conmueve y es duro, a la vez que sencillo y llano.


Hace cincuenta años  Cortijo ya fue admirador de Carmelo Hernández, el Lamparilla, para él el mejor periodista  de España y del mundo que jamás ha habido. Una vez que le vio le dijo que quería ser como él. A lo que Lamparilla le contestó: «eres mejor». Eso le animó mucho y lo recuerda como una anécdota encantadora.


En 1990, Cortijo coincidió nuevamente con Alberti en la fiesta del PCE. Ante la avanzada edad del poeta  que canta «Si mi voz muriera en tierra / llevadla al nivel del mar / y dejadla en la ribera», los organizadores piden que no se le atosigue y que sólo los niños que quieran se acerquen para saludarle y hablar con él. Entre  la chavalería se acercó Cortijo que recuerda aquel momento  como una acto muy emocionante. Se abrazaron como camaradas. Antonio le agradeció así que le empujase a ser él mismo. Lo que le apasionó de la poesía de Alberti no fue su ritmo, su agilidad con el lenguaje, ni nada que amordaza la palabra creativa con definiciones y estilos que nada tiene que ver con los autores, sino con la cadena de petulancia de profesores que aburren a sus alumnos. Lo que le encandiló fue que le hizo mirarse por dentro, que le permitió  sacar de sí sus propios sentimientos.


El ambiente en el que se desenvuelve la vida del poeta Cortijo es la España provinciana de la posguerra. Cuenta como en los años 50 había en un León tan puritano siete prostíbulos. Los más importantes en la calle La Plata, en La Rúa y varios bares del Burgo Nuevo. En el tránsito del Camino de Santiago. El precio oscilaba entre las 10 y 27 pesetas. Las mujeres dedicadas al oficio eran conocidas. Se las conocía por sus apodos: la Plata, la Abuela que era la más oronda, la Palmira, la Pachi y la Juliana. Nuestro poeta escribió su primera obra en relación a este tema. Un libro titulado «Amor a 27 pesetas». No lo pudo publicar debido a la censura y después de tantos años ha quedado perdido. Recuerda como comenzaba aquella obra: «Soy un ciudadanos que vive en León donde sólo viven  señores industriales con comercio, militares, el clero y prostitutas«.


La afición que tuvo fue el cine. Como si de un ritual se tratara. Iba un día a la semana. Películas que hoy son historia, las recuerda con gran precisión: «Balada de Berlín», «Un tranvía llamado deseo», «Miguel Strogoff, «El Correo del Zar», «El Conde de Monte Cristo», «Milagro en Milán» son algunos títulos que tiene en su mente. Sobre todo le impactó el último que se cita. Todavía recuerda una crítica que leyó sobre tal película y con la que está de acuerdo plenamente: «esta película es la divinidad llevada al celuloide». Trata de unos señores que viven cerca del ferrocarril. Les echaron de sus chabolas, pero aparece un hada que pretende cumplir sus sueños. En ese tener lo que desean encuentran su condena por el egoísmo, la vanidad, las ambiciones y demás.  Un negro pidió un abrigo para quitarse el frío y fue quien al final salió mejor parado. Esta película influiría luego en su modo de pensar y de posicionarse ante la vida. Las películas basadas en novelas de Dumas y de Julio Verne las había leído todas varias veces con anterioridad. Leer no fue para él una pose ni una evasión, sino un esfuerzo para conseguir una actitud intelectual que se une a la vida de lector.


Vivió tiempos de charlas y tertulias en los cafés. Sus aficiones se convirtieron en participar de la vida cultural. No sólo ir al cine, sino conciertos, teatros que frecuentó, así como los bares con música. No tanto como hubiera querido, ante la escasez de medios económicos, pero sí con cierta asiduidad. Su consumición favorita de siempre fue el sol y sombra, coñac con anís, que saboreaba plácidamente en la lentitud de un sueño, entre conversaciones  intrascendentes  y miradas cómplices. Fue uno de los primeros en ser asiduo del Cafetín, cuando se inauguró. Fue alguien de la bohemia de León.