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De la misma manera que el enamoramiento no es la prolongación de otros niveles afectivos o de conciencia, tampoco lo es el misticismo respecto al enamoramiento. El misticismo es lo que sea en sí mismo, pero hay ciertas co­nexiones entre ambos sentimientos que suceden de manera parecida en el conjunto de la condición humana. Se pueden observar algunos paralelismos entre el lenguaje místico y el del enamoramiento.

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El misticismo saca el enamoramiento fuera del sujeto, lo ve como algo externo y diluye su esencia en el Todo, en Dios. Se conforma con observarlo, y de este mirar hace su vivencia, la cual le hace sentir a Dios como una realidad que convierte en la realidad absoluta y se lo quiere hacer ver al resto de las personas que le escuchen. No se puede aludir a que la vivencia de Dios sea una proyección de la de Ella, sino más bien que existe una vivencia parecida que usa un lenguaje muy similar, de ahí su confusión. ¿Una diferencia? Para el enamorado Ella es su realidad. Para el místico Dios es la realidad.

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Para Jean Paul Sartre en la medida en que nuestra época nos ha hecho tocar nuestros límites todos somos metafísi­cos; porque la metafísica no es una estéril discusión acerca de las nociones abstractas, que nada tienen que ver con la experiencia, sino un esfuerzo por abarcar desde dentro la condición humana en su totalidad. Es en esta concepción global del ser humano donde se integran los diversos niveles de conciencia, de percepción y de sentimientos.

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Enamoramiento y misticismo se cruzan, pero van en direcciones muy diferentes. En el cruce de caminos existen­ciales es donde se observan las analogías entre el misticismo y el enamoramiento, sobre todo en la manera que tienen de expresarse ambas experiencias. El enamoramiento parte de lo abstracto en la subjetividad y se dirige a lo concreto.

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El misticismo vive lo abstracto desde la experiencia concreta, que puede ser, por ejemplo, la impresión causada al leer la vida de los santos o de las santas. El místico traslada su sub­jetividad a lo abstracto de un concepto espiritual, el cual se convierte en una vivencia. El místico se aparta del mundo.

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Muchos enamorados encuentran en el misticismo la calma y su refugio. Dan un sentido a su zozobra. Ya no necesitarán crear por crear, ni abrir la mirada a nuevos mundos, porque ya tienen uno que les aplaca, que les place y rezan fervoro­samente. Ya no necesita crear realidades, sino creer en la que se ha convertido en su meta.

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En la obra del científico francés, Alexis Carrel, La incóg­nita del hombre. El hombre ese desconocido, se lee: «El amor a la belleza conduce al misticismo. El místico vive la percepción de lo bello como una prueba de un mundo espiritual que ad­quiere realidad mediante la fe. Las otras realidades las con­templa, pero las deja pasar». Para el enamorado la belleza es su sentido de ser, una finalidad sin fin. Lo que el místico mira fuera, el enamorado lo mira dentro de sí. El enamora­do se expresa con la poesía, que supone un estallido interior, que nunca se repite. La oración es un poema objetivo que se reitera una y otra vez, porque lo que ha de recorrer el místico es un camino ya hecho en el que ha de sortear y su­perar las dificultades, pero no lo tiene que inventar.

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Muchos fundadores de órdenes religiosas de tipo místico han sido personas enamoradas, poetas de la fe. Las letanías y rezos crean un estado mental especial que lleva al éxtasis, mientras que el estado de enamoramiento facilita la inspiración.

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La creación artística es un puente entre el mundo de fuera y el que palpita dentro del artista. Incluso al buscar un sentido de la vida el enamorado lo crea, pues no lo hay per se. De esta manera lo inventa a su medida. Cuando se renuncia a esta capacidad el enamoramiento se fractura, se rompe, lo que lleva a una postura existencial de escepticismo, que da lugar a un carácter apático. Un paso más allá es negar el ena­moramiento, convertido en algo molesto, lo cual lleva a un planteamiento vital nihilista, que supone la inversión de lo místico.

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Un ejemplo característico de esta actitud se puede observar en la obra de Nietzsche. Con su lenguaje tajante, asertivo y temperamental este autor se manifiesta con una personalidad desgarrada. Trata de proteger su carácter du­bitativo y frágil. Con su personaje Zaratustra quiere acallar su alma, su mente, y anular sus percepciones. Rechaza su vivencia romántica, la cual le asfixia, porque su razón va por otros derroteros. Se acaba suicidando mentalmente, proce­so que narra a lo largo de su creación filosófica y literaria. Termina cayendo en la enfermedad mental, por un camino que él mismo elaboró como si de un mapa se tratara. Su ena­moramiento no murió, lo mató y para ello se tuvo que sacri­ficar a sí mismo. Saca fuera su lucha interior, la hace visible como metáfora y acaba anunciando que Dios ha muerto. Reniega de sí mismo en el meollo de su existencia: «muero de inmortalidad». Tal inmortalidad es una sensación sentida por él y como tal la que le está matando a lo largo de su vida, porque no la quiere asumir. Se convierte en un paradigma de un tipo de personalidad que niega el enamoramiento y todo lo que tenga que ver con él. No quiere saber nada con el arte y golpea con la palabra a todo cuanto se le cruza en la vida. Hizo lo que pregonó su personaje Zaratustra: «la filosofía del martillo».

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Niesztche no niega ni rechaza lo místico, ni siquiera su vivencia del alma, sino que odia todo ello. No cae en la in­diferencia, sino que decide atacar todos los conceptos para destruirlos. Sabe usar el lenguaje, que ha estudiado minucio­samente. Arremete contra sí mismo y los demás. En su obra plasma su autodestrucción. Se niega a sí mismo. En Ecce homo escribe: «Y también mi alma es la canción de uno que ama. Hay en mí algo que no ha sido satisfecho, algo insacia­ble que trata de expresarse. Hay en mí un anhelo de amor que expresa también el lenguaje del amor. Soy luz ¡y ojalá fuera de noche! pero en esto consiste mi soledad, en estar rodeado de luz». Comunica una confesión íntima, que pare­ce provocadora, cuando es un grito con el que pide ayuda, comprensión, pero sobre todo quiere hacer ver su estado interior.

Para entender las proclamas de Nietzsche hay que ana­lizar sus composiciones poéticas previas a sus escritos fi­losóficos. Su obra hay que entenderla sobre todo desde la filología, porque exprime el lenguaje para sacarle todo su jugo conceptual. Sus primeras palabras como escritor fue­ron poemas que realizó en su juventud. Serán éstos el tras­fondo escondido del resto de sus obras. Podemos seguir el rastro de esos poemas para encontrar las huellas del ena­moramiento, lo que permite entender el sentido de sus pos­teriores reflexiones. A lo largo de sus versos se retrata por dentro, no inventa lo que dice. Si no es para comunicarse ¿para qué escribe? Una de sus poesías lleva un largo título significativo: Declaración de amor, que provoca la caída del poeta en una fosa:

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Habita ahora en lo alto como olas estrellas,

y la eternidad, que huye de la vida

incluso con la envidia compañero.

¡Alto asciende quien su vuelo contempla

oh pájaros alabastros!.

Me incitas con eterno impulso hacia lo alto

en ti pensé y una lágrima

entre lágrimas vertí: ¡sí te amo! .

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¿Quién diría que esto lo escribió Niesztche? Pues tam­bién, en otro poema titulado Sólo loco, sólo poeta escribe:

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Caí hacia abajo,

hacia la noche,

hacia la sombra

abrasado y sediento

de una verdad.

¿Recuerdas aún, recuerdas tú,

ardiente corazón

qué sediento estuviste?.

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Si escarbamos en la obra de Niesztche vemos que el su­perhombre que proclama es una máscara, un hombre vacia­do de su vivencia sentimental, que quiere hacerse el duro, el fuerte, que pretende la destrucción de la subjetividad porque ésta le atormenta. Zaratustra pretende destruir el alma me­diante el lenguaje, usándolo como impacto emocional, pues sus frases son contundentes, llamativas, chocantes, atracti­vas, pero carece de argumentación. Es capaz de seducir al lector, sobre todo en la etapa de renuncia al enamoramiento. Dibuja imágenes conceptuales que penetran en la mente de manera casi directa.

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La fuerza de sus palabras permiten con­vertir su lectura en una vivencia. Golpea contra la creación del alma, niega cualquier atisbo de pureza, pero lo hace a conciencia pues espía su propia tragedia. Mediante su odio a eso interior que le hizo escribir poesías, manifiesta la inver­sión del enamoramiento, lo que llama desde un punto de vista objetivo y filosófico la «transvaloración». Su primera obra en prosa es El origen de la tragedia, en la cual plantea el debate entre la visión de la vida dionisíaca y la actitud apo­línea. Si analizamos su sentido mitológico comprobamos que Dionisio es hijo de Semele, quien quedó ciega al ser deslumbrada por el sol. Lo que de manera paralela le suce­dió a él, que le cegó una luz interior. Niesztche se decanta por lo dionisíaco. Él mismo reconoce que ha sido cegado por «la luz». Había estudiado Los Vedas durante la etapa de estudiante en la universidad, de manera que fue capaz de entender el sentido ilusorio de la realidad. Arremete contra todo y crea un personaje que representa al superhombre, cuya característica esencial es el cinismo y la puesta al revés de la realidad.

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En la experiencia mística y en la del enamoramiento su­cede un salto cualitativo en el núcleo de la personalidad. Surge una percepción diferente a la que socialmente se con­sidera como normal. Jasper la describe en su obra Psicología de las concepciones del mundo: «La vida del espíritu no discurre de un modo continuado, sino que las fases continuas de la evolución son interrumpidas por crisis, refundiciones, me­tamorfosis y lo nuevo entra en la existencia de un salto. El salto da, en cierto modo, un nuevo nivel. Toda posición así obtenida alberga, en cuanto viviente, una infinitud. Por ello no es suficiente para deducir, para explicar o para compren­der, aunque esto avance de hecho por el querer ver que no se deja imponer límites».

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En el libro Confesiones, de Agustín de Hipona, se observa la relación de la persona con la realidad. Tanto en la mística como en el enamoramiento se percibe la frontera entre lo íntimo y lo que se sitúa fuera del sujeto. San Agustín llega a la mística tras recorrer una vida mundana, lo cual le permite narrar vivencias que hacen visible la subjetividad del alma: «Vine a dar con aquella mujer… pues me engañó fácilmente, porque me halló vagueando fuera de mí, esto es ocupado en cosas exteriores».

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A través del misticismo el alma se vive como un descu­brimiento, como algo que viene dado por un mundo tras­cendente. En el enamoramiento se inventa y se crea el más allá de lo inmanente para hacerse, luego, realidad. No es que suceda así, sino que se percibe que ocurre de esta manera. En la experiencia mística, que es más que creencia, porque es más palpable, lo absoluto está fuera, pero la vida del alma depende de eso que se considera trascendente. Escribe el santo de Hipona: «Debo buscaos para que mi alma viva, porque vos sois la vida de mi alma». Lo que en el enamo­rado es Ella, en la metafísica es Dios. Aunque misticismo y enamoramiento sean procesos diferentes convergen en una experiencia interior paralela. El místico queda enamorado de Dios, mientras que el enamorado diviniza a su musa.

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En el libro «Sobre el cielo y la tierra» (2010), conversan el cardenal Jorge Bergoglio con el rabino Abraham Skorka. En esta obra podemos leer que el cardenal convertido en Papa en marzo de 2013, Francisco I, lo que cuenta: Cuando era seminarista me deslumbró una piba que conocí en el casamiento de un tío. Me sorprendió su belleza, su luz intelectual… y un buen tiempo anduve boleando un buen tiempo y me daba vueltas la cabeza». Afirma que estuvo una semana sin poder porque cuando se disponía a hacerlo le aparecía la imagen de aquella chica en la cabeza sin poderlo remediar. Y se planteó dejar el camino religioso, que tuvo que volver a elegir por una decisión  en la que se deja elegir para Dios. Afirma «sería anormal que no pasara este tipo de cosas».

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Los escritos de Teresa de Jesús dejan ver la vivencia de la realidad como algo extraño, ajeno a su interioridad, sale de sí, para volver sobre sí misma, dejando la realidad a un lado: «Heme dado una manera de sueño en la vida, que casi siempre me parece estoy soñando lo que veo, que ni me pa­rece vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí, y así me es grandísima pena la vida». Se trata esta experiencia de una sensación que vive interiormente. El alma sale fuera. Cuando se es consciente de esta sensación y se convierte en algo psicosomá­tico se entiende como un éxtasis en la mística cristiana, o un viaje astral en la mística oriental. El enamorado siente el alma dentro, no sale de sí, lo cual hace que se sienta empuja­do a más vivir. Saca las interioridades de su ser mediante la creación artística o mediante su lucha contra la realidad.

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Tanto con la experiencia mística como en el enamora­miento la posibilidad de comunicarse no se corresponde con el lenguaje lógico-racionalista, ni con el convencional. El lenguaje se vuelve insuficiente, de ahí acudir a la metáfo­ra y a la analogía. Escribe santa Teresa: «Goza sin entender cómo goza. Está el alma abrasándose en amor y no entiende cómo ama. Conoce que goza de lo que ama y no sabe cómo goza».

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Debido a la inmaterialidad de la mística y del enamora­miento, por ser intangibles, suelen solapar sus expresiones coincidiendo en muchos casos, pero desde contextos muy diferentes que no dependen uno del otro, ya que su referen­cia no es la misma. Las palabras se parecen porque ayudan a hacer mirar a esas experiencias personales, pero la mirada se dirige a lugares del alma diferente. Dice la santa de Ávila: «¿Pensáis que es posible quien de veras ama a Dios amar vanidades, ni puede, ni riquezas ni cosas del mundo de de­leites, ni honras, ni tienen contiendas ni envidias? Todo por­que no pretende otra cosa sino contentar al Amado. Andan muriendo porque los ame, y así ponen la vida en entender como le agradaría más. ¿Esconderse?, ¡oh!, que el amor de Dios si de veras es amor, es imposible».

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Cuando se trata de una vivencia no se puede plantear si es verdadera o falsa, sino si es auténtica o no lo es, si es im­postura o no. La sinceridad es el parámetro desde donde se puede medir una vivencia, que nunca es generalizable. Otra cuestión es el objeto sobre el que se fija y que se vive inter­namente. Los místicos tienen una experiencia del ser abso­luto, independientemente de que Dios exista o no, porque adquiere realidad en su interior. Para don Quijote su Dul­cinea es la mujer más bella del mundo y vive consecuente con tal experiencia estética, aunque fuera Aldonza Lorenza. Desde una conciencia mística o enamorada lo real mundano se convierte en algo relativo.

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Un poema de santa Teresa se titula Dichoso corazón enamorado, en el que usa el lenguaje poético para expresar su búsqueda de Dios, que le hace estar ajena a la realidad. El místico encuentra a su Dios, lo hace creencia. El enamora­do nunca llega a Ella, por ser un horizonte inalcanzable. El amor místico es una atracción abstracta, diferente al amor entre personas, pero coinciden en que supone una convi­vencia de uno con el otro tanto en el amor humano como en el místico, de la persona con Dios, ya que hace de Dios un ser concreto que oye sus oraciones, que le escucha y con el que puede hablar. Es un estado de conciencia al que el enamoramiento no llega, pues éste se queda en un estado del sentimiento que no trasciende a lo objetivo. Aunque coincidan las formas poéticas entre misticismo y enamora­miento no así los contenidos. Escribe santa Teresa:

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Dichoso el corazón enamorado

que sólo en Dios ha puesto el pensamiento

por él renuncia a todo lo criado

y en él halla su gloria y su contento.

Aún de sí mismo vive descuidado

y así alegre pasa muy gozoso

las ondas de este mar tempestuoso.

Vivo yo fuera de mí

después que muero de amor

porque vivo en el Señor.

Vivo sin vivir en mí

y alta vida espero

que muero porque no muero.

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Podemos leer en el poeta del s. XIII, Ben Sahl, de familia judía andaluza, convertido al Islam:

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Yo no elegí el amor
sino que estaba escrito y decretado.
Dejadme, amigos, con mi pasión
pues bien merezco arder en su fuego.

Estoy muerto de amor y el día que te veo
ése es el día en que resucito a la vida».

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